El príncipe Mischkin de El idiota como arquetipo moral
© ENRIQUE CASTAÑOS
La novela El idiota («Idiot») fue empezada a escribir por Fiodor [Teodoro] Mijailovich Dostoyevski (1821-1881) en septiembre de 1867, en Ginebra, y fue terminada en Florencia a principios de 1869. A medida que la iba escribiendo se fue publicando en el Ruskii Vestnik («El Noticiero Ruso» o «El Mensajero Ruso») de Mijaíl Kátov, quien abonaba a Dostoyevski, necesitado, como siempre, de dinero, 150 rublos por folio. El 15 de febrero de 1867, el escritor se había casado con Anna Grigórievna Snitkina, la fiel y entregada esposa que hizo todo lo posible por evitarle preocupaciones para que se dedicase exclusivamente a su pasión de escribir. La había conocido en 1866, cuando la contrató como taquígrafa y le dictó en octubre la novela El jugador. El 22 de febrero de 1868, en medio de la redacción de nuestra novela, nació, primer fruto de este segundo matrimonio, su hija Sofía, que moriría el 12 de mayo siguiente.
El protagonista de El idiota, el príncipe Liov [León] Nikoláyevich Mischkin, representa el más elevado arquetipo espiritual y moral salido nunca de la pluma de este gigante de la literatura universal, personaje portador de un ideal moral tan alto que sólo puede ser comparado con Don Quijote, el inmortal personaje cervantino tan admirado por el propio Dostoyevski. Al igual que el Caballero de la Triste Figura, el príncipe Mischkin constituye un complejísimo epítome del ideal moral cristiano, que, en el caso del novelista ruso, se inspira de manera clara y directa en la figura de Jesús de Nazaret y en la enseñanza ética del Evangelio, una figura que para Dostoyevski no es sólo el Verbo hecho carne, el Dios-Hombre, sino la encarnación suprema y absoluta de la bondad, de la misericordia, de la humildad, de la piedad, de la compasión, de la dignidad, de la defensa de la vida y de la libertad auténtica, que son los rasgos que trata de trazar en el personaje de Mischkin, pero, como toda privilegiada encarnación de su portentosa imaginación creadora, dotándolo de una personalidad, de una sutileza y de una hondura psicológica inigualables, pues a Dostoyevski lo que le obsesiona es el alma del hombre, su espíritu, que es lo que lo conecta con Dios. Frente al hombre-dios que se materializará en algunos de los protagonistas de su posterior novela Demonios, un hombre-dios que, precisamente por renunciar a Dios renuncia al hombre y niega por completo la posibilidad de la libertad, Mischkin tiene como modelo y referente de su conducta a Jesús, el Dios-Hombre que mantendrá ese clamoroso silencio en la Leyenda del Gran Inquisidor frente al nonagenario anciano que representa el nihilismo y la muerte de la libertad.
Del mismo modo que San Francisco de Asís ha sido, aquí en el mundo, el alter Christus (el «otro Cristo»), en la literatura universal el más auténtico alter Christus es el personaje del príncipe Mischkin, al que, como digo, sólo puede comparársele en este sentido Don Quijote. El historiador británico Edward Hallett Carr, en su célebre estudio sobre Dostoyevski, impreso por primera vez en Londres en 1931, ya hablaba de los indudables ecos de Cristo en Mischkin, de igual manera que también se refería a Mischkin como una antítesis de Rodion Románovich Raskólnikov, el joven estudiante protagonista de Crimen y castigo (1866), pues si Raskólnikov encarna al hombre que se cree superior, que despiadadamente mata a la vieja usurera como si se tratase de una cucaracha, porque cree estar llevando a cabo una acción profiláctica, porque cree estar eliminando una nociva sanguijuela que se aprovecha de los demás y les chupa la sangre, Mischkin encarnaría la sentimentalidad pura, la más candorosa ingenuidad, la pureza suprema. En este sentido, viene a decir el historiador inglés, El idiota es una continuación, por ser su antítesis, de Crimen y castigo. Rafael Cansinos Asséns, en su maravilloso prólogo a la novela, también habla de Mischkin como un argumento contra Raskólnikov: «homo naturalis versus homo intellectualis». Pero mucho antes que Hallett Carr, ya Nicolás Berdiaev (1874-1948), en el más profundo estudio, a nuestro juicio, escrito nunca sobre el novelista ruso, ya que desvela la verdadera esencia de su pensamiento y de su espíritu, redactado durante el invierno de 1920-21, cuando todavía no había sido expulsado de la Rusia bolchevique, incide con una mayor penetración sobre estas cuestiones, especialmente la vinculación de Mischkin con Cristo y con la idea y la práctica que el Hijo tiene del Amor. Ya tendremos ocasión de volver sobre ello. Aquí sólo lo anoto.
Pero el paralelismo entre el príncipe Mischkin y Jesucristo, a pesar de la extraordinaria profundidad de los juicios de Nicolás Berdiaev y de Dmitri Merejkovsky sobre este y otros múltiples aspectos de la obra y del pensamiento de Dostoyevski, no ha sido abordado nunca, que yo sepa, con mayor hondura que la llevada a cabo en 1933 por el gran teólogo y sacerdote de origen italiano Romano Guardini (Verona, 1885 – Munich, 1968), que desempeñó su fecundísima tarea de profesor universitario en Alemania, en Tubinga y en Munich, y fue elevado al capelo cardenalicio por Pablo VI en 1965, siendo muy tenidas en cuenta sus opiniones y reflexiones en los prolongados debates del Concilio Vaticano II. Romano Guardini tiene buen cuidado de no confundir, naturalmente, al príncipe con Jesucristo, pues, como él mismo dice, si no se le vendría abajo toda su argumentación. Lo que él dice exactamente es: «El príncipe es el hombre Liov Nikoláyevich Mischkin. Su existencia es de un carácter enteramente humano; hay en ella cuerpo y alma, alegría y miserias, pobreza y fortuna, puntos culminantes y ruina. Mas de esa su existencia enteramente humana emerge, nítida, la imagen de otra que no es humana, la de Dios hecho hombre». En este sentido, antes de haber leído a Romano Guardini, hace algunos meses, he hablado yo ya de Mischkin como del alter Christus. Esa otra existencia del príncipe que no parece propiamente humana, que incluso tiene algo de incorpóreo, es a la que se refiere el intelectual católico Jacques Madaule cuando habla de que Mischkin «no es en sí mismo más que un alma afligida en un cuerpo de miseria, pero un cuerpo casi transparente», es decir, un cuerpo casi pneumático, un cuerpo espiritual, como el de Jesús después de la Resurrección.
La novela transcurre entre un 27 de noviembre y finales del mes de julio siguiente. Está dividida en cuatro partes, y el último capítulo de la cuarta parte es una especie de epílogo donde se da cuenta de lo que les sucede a los principales personajes con posterioridad a los hechos narrados.
Toda la primera parte transcurre íntegra desde las nueve de la mañana de ese 27 de noviembre, miércoles, hasta las seis de la madrugada del día siguiente, jueves, es decir, unas veintiuna horas ininterrumpidas y preñadas de acontecimientos. Ya desde la primera escena, en el tren con destino a San Petersburgo, se perfilan con meridiana nitidez los rasgos físicos de tres personajes, dejándose sólo entrever sus retratos psicológicos. El primero es el propio príncipe Mischkin, de 27 años, huérfano de padre y de madre, que regresa de la clínica del doctor Schneider en Suiza, donde ha permanecido varios años curándose de su terrible mal, la epilepsia, gracias en buena medida a la generosidad de Nikolai Andréyevich Pávlischev, su benefactor, fallecido dos años antes del comienzo de los acontecimientos que se describen en la novela. El padre del príncipe, Nikolai Lvóvich, que fue subteniente, murió veinte años y tres meses antes de comenzar el relato, como consecuencia de una bala (según dice el general Ivolguin, que fue camarada suyo y del general Yepanchin, en el capítulo IX de la 1ª parte, sin especificar si en acto de guerra o pegándose un tiro). La madre del príncipe murió seis meses después que su padre. El segundo personaje es Lukián [Lucas] Timoféyevich Lebédev, un funcionario chismoso y borrachín, un hombre mediocre, y, a veces, un espíritu ruin. El tercero, Parfén Semiónovich Rogochin, sí tendrá un papel muy destacado en la novela, pues en cierto modo es el contrapunto moral del príncipe Mischkin. También tiene 27 años, pero, a diferencia del príncipe, es muy rico y obscenamente ostentoso; en su espacioso y lóbrego apartamento, en habitaciones separadas, vive su anciana madre, a la que visita de tarde en tarde para que lo bendiga. Su alma está envenenada por los celos, pues Mischkin ama a la mujer que él también quiere (más bien con un deseo carnal), Nastasia, que, además, corresponderá, al menos temporalmente, al príncipe; pero, sobre todo, Rogochin es un hombre lleno de resentimiento, de celos enfermizos y capaz de hacer el mal. Su presencia en la novela adquiere en ocasiones cruciales la visión de un espectro, de una fantasmagoría siniestra que se esconde, que acecha al príncipe con sus ojos escrutadores, que parecen ubicuos y que con asombrosa habilidad y destreza, con inquietante sigilo, vigilan y están en todas partes, al menos en aquellas donde él quiere que estén. En la tercera parte, en el capítulo III, Mischkin piensa de él que «en el alma aquel hombre no podía cambiar». Con todo, Rogochin es también una de esas encarnaciones ambivalentes y duales tan frecuentes en Dostoyevski, en las que el novelista ha encontrado «el más importante principio de la psicología moderna», que no es otro que «la ambivalencia de los sentimientos», tal como se pondrá de manifiesto no sólo en el aspecto bonachón de Rogochin, a pesar de sus criminales instintos interiores, sino en cómo ama, a su manera, aunque sea de un modo lujurioso y carnal, a Nastasia, y, precisamente por no poderposeerla, la mata (es lo suficientemente inteligente para comprender que poseer su carne no significa poseer su espíritu y a todo su ser, que pertenecen a otro), o en cómo sufre y se lamenta hasta el paroxismo después de asesinarla y velar su cadáver junto al príncipe.
Nada más bajarse del tren, el príncipe se dirige a la casa del general Iván [Juan] Fiodórovich Yepanchin, de 56 años, cuya esposa, Lizaveta [Isabel] Prokófievna, de igual edad que su marido, pertenece a la familia principesca de los Mischkin. El matrimonio, que se profesa mutuamente un sincero amor, aunque el general haya podido tener tentaciones de infidelidad, vive con sus tres hermosas e inteligentes hijas: Aleksandra, de 25 años, Adelaida, de 23 años, y Aglaya, de 20 años recién cumplidos. El príncipe acude sin ninguna intención concreta, sólo para darse a conocer, pues está solo en la ciudad. Pero, desde el primer instante, su extraño aspecto, su franqueza, su absoluta limpieza de espíritu, su ingenuidad, sus maravillosas dotes para contar una historia, su hermosa y pulcra caligrafía, la amplitud de sus conocimientos, pues ha leído mucho en Suiza, sobre todo literatura rusa, la infinita profundidad de su alma, que repara con insólita piedad y misericordia en lo humano, desconciertan y cautivan al mismo tiempo a los miembros de la honorable familia, sobre todo a Lizaveta Prokófievna y a su hija menor, Aglaya Ivánovna.
Nada más entrar en la casa, durante el tiempo que lo hace esperar un criado hasta que lo reciben los señores, Mischkin deja una prueba imborrable de su carácter y de las preocupaciones últimas de su alma, que se revelarán aquí en un sobrecogedor alegato contra la pena de muerte. No es sólo el hecho de que él, que es un príncipe, aunque ofrezca un aspecto un tanto desaliñado que hace desconfiar al criado, se dirija a éste como a un igual, lo cual desconcierta aún más al lacayo, pues ya sabe que es un noble y que está lejanamente emparentado con Lizaveta Prokófievna, sino la extrañísima historia que le cuenta, relacionada con una ejecución mediante el procedimiento de la guillotina que, involuntariamente, había presenciado hacía poco tiempo en Lyon. Esta primera y hondísima reflexión sobre la pena capital, que después va a completar y aquilatar en presencia de la madre y de las hijas, no se detiene tanto en el sufrimiento físico del reo, que puede ser muy grande si se le somete a tortura, pero que, mientras la víctima está con vida, permite un rayo de esperanza, por insignificante que sea, sino que se centra en lo que para el príncipe es lo más insoportable de todo, esto es, el espantoso horror que supone saber de fijo que uno va a morir dentro de unos instantes, cuando se le lee al reo la sentencia y se procede de inmediato a la ejecución, por medio de la guillotina o por fusilamiento. Lo peor, insiste Mischkin, es ese saber con absoluta certeza que el alma va a ser separada del cuerpo. «Matar a quien mató —le dice el príncipe al criado— es un castigo incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato que comete un criminal». Advertimos ya aquí el total distanciamiento respecto de la ley del talión del antiguo judaísmo. Con las Yepánchinas, en cambio (capítulo V), después de hacer una descripción del paisaje de Suiza cuyo tono lo vincula a la estética de lo sublime del Sturm und Drang(«Tormenta e ímpetu») del Prerromanticismo alemán de hacia 1770 —aunque también se percibe mucho de ese gozoso contacto con la naturaleza que experimenta Don Quijote, y que, entre nosotros, volverá a experimentar de manera tan fresca, pura, inocente y llena de vida el joven Félix Valdivia de Las cerezas del cementerio (1910) de Gabriel Miró—, rememora con morboso detalle la experiencia de un reo de muerte al que en el último instante le es conmutada la pena capital. En ella aborda, al menos, tres cuestiones fundamentales: el ineluctable «destino» del individuo; la noción de la «eternidad» (cinco minutos son todo el tiempo); y el sentido del «conocimiento», porque en ese instante anterior a la muerte, el individuo lo sabe todo. Muy poco antes, les había hecho, nada más conocerlas, una hermosa disertación sobre el arte de la caligrafía, que revela su exquisita sensibilidad (capítulo III).
Cualquier buen aficionado a la historia de la literatura sabe de la terrible experiencia por la que tuvo que pasar el novelista el 22 de diciembre de 1849 en la Plaza Semenovski de San Petersburgo, cuando, momentos antes de procederse a la ejecución de la sentencia de muerte a la que había sido condenado (junto con otros veinte supuestos conspiradores) por el tribunal militar el 16 de noviembre, si bien fue conmutada por el auditor general el día 19 después de recibir la confirmación del zar Nicolás I, llega el indulto que lo envía cuatro años de trabajos forzados a Siberia. Este suceso (que no había sido sino un simulacro de fusilamiento, pero de espeluznante y atroz realismo), como reconoció el propio escritor más de una vez, lo marcaría para toda su vida. Se convertiría en un decidido opositor de la pena de muerte. El relato que hace delante de las Yepánchinas es muy pormenorizado y conmovedor, sin duda morboso, como corresponde a su naturaleza enfermiza y a su espíritu perturbado por el sufrimiento humano. Pero ya deja preclara constancia, en presencia por vez primera de la pura y orgullosa Aglaya Ivánovna, que, aun cuando haya rozado la «idiotez» cuando se marchó a Suiza (él mismo emplea ese vocablo, admitiéndolo), ahora, desde luego, a pesar de su proceder tan insólito, de su comportamiento tan ajeno a las convenciones y usos sociales establecidos, de lo que un poco antes se había percatado ya el general Yepanchin cuando lo recibe en su despacho, es capaz de mantener un prolongadísimo razonamiento, de contar con todo detalle un extenso relato, de una manera maravillosa, desconocida, porque lo que sus interlocutoras empiezan a atisbar es que, detrás de esa ingenuidad, hay también una persona culta, inteligente, reflexiva, pero sobre todo dotada de una hondura de sentimientos inigualable, una persona absolutamente franca, veraz, incapaz de mentir, limpio de corazón, un «pobre de espíritu» en sentido evangélico. Esto lo percibe todavía muy borrosamente, lo intuye sólo ligeramente la perspicaz Aglaya, que sabe que está ante un hombre de buen ver, «de estatura algo más que mediana, pelo muy rubio y espeso, carrillos chupados y una barbita en punta, casi del todo blanca», de «ojos grandes, azules y fijos», pero, sobre todo, extrañamente «bueno». Más adelante, comenzará a darse cuenta que esta bondad es sencillamente infinita. También en parte le ocurre lo mismo a Lizaveta Prokófievna, una mujer muy pendiente de la educación moral de sus hijas y que es sin duda bondadosa, incapaz de hacer mal a nadie.
Ya antes de hablar por extenso con las Yepánchinas, el príncipe ha visto en el despacho del general Yepanchin, y se ha quedado maravillado de su hermosísimo y deslumbrante rostro, un retrato fotográfico de Nastasia Filíppovna, traído por Gavrila [Gabriel] Ardaliónovich Ivolguin, de unos 28 años, que hace las veces de secretario y hombre de confianza del alto militar, y que pretende entablar relaciones serias con Aglaya Ivánovna, aunque por entonces el círculo de amistades íntimas del general quiere casarlo con Nastasia.
Las grandes novelas de Dostoyevski, a diferencia de las de Tolstoi, se distinguen, entre otros aspectos, por la preeminencia que adquieren los personajes masculinos frente a los femeninos. La única gran excepción es El idiota, en la que, aunque nadie puede ensombrecer al príncipe Mischkin, sin embargo, traza con mano maestra, como no lo había hecho nunca antes ni lo hará después el escritor, las complejas personalidades de dos mujeres de sensibilidades muy distintas, Aglaya Ivánovna y Nastasia Filíppovna, que se convertirán en rivales por poseer el corazón del protagonista. Sólo antes, en Crimen y castigo (1866), había dibujado otro conmovedor carácter femenino en el personaje de Sonia Marmeladov, «la prostituta de corazón puro […] que conduce a Raskólnikov a la expiación», y, sobre todo, en El adolescente, escrita en 1875, donde volverá a hacer algo parecido a lo realizado enEl idiota con el personaje femenino de Katerina Nikoláyevna, aparentemente superficial y frívolo, pero muy profundo. No obstante, en El idiota indaga con mucha mayor hondura en el alma femenina, aproximándose, sin duda, aunque sin perder de vista quién es el personaje principal, a lo que Tolstoi había hecho con Anna Karenina en la novela homónima y con Natasha Rostova en Guerra y paz. Es cierto que en ambas novelas de Tolstoi, esas mujeres adquieren un relieve extraordinario, que, en el caso de Anna Karenina, obnubila por completo todo lo demás, por maravillosamente contrapuntístico que sea el amor entre Lievin y Kiti. Natasha Rostova, por su parte, es un personaje sublime, angelical, un milagro único de la literatura mundial en cualquier lengua, un ser del que resulta imposible no sentirse atraído en lo más profundo y tenerla como modelo de honestidad y de limpieza de corazón. Anna Karenina es, de otro lado, un personaje femenino cautivador, quizás el más subyugante de toda la historia de la literatura, que embriaga al lector, que le absorbe por completo, con ese halo de distancia inigualablemente aristocrática, con esa elegancia del gran mundo, que también podría pasar por superficial, pero que es de una complejidad espiritual sencillamente abismal, que casi da miedo. Es un ser atormentado, de destino terriblemente trágico. Es muy posible que ningún escritor del mundo haya penetrado con mayor hondura en el alma femenina que Tolstoi en esa novela única, un producto espiritual que por su inaudita exploración psicológica sólo nos atreveríamos a comparar con la Betsabé de Rembrandt en el Louvre o con la Gertrud de la película de igual título de Carl Theodor Dreyer. En el mencionado estudio de Berdiaev, el gran pensador cristiano ruso afirma una verdad a medias, porque, queriendo ponderar por encima de cualquier otro escritor a Dostoyevski, precisamente por sus hondas preocupaciones religiosas y por su defensa de la libertad del individuo, y eso sin entrar en su intensísimo análisis psicológico de los personajes, valoración en la que coincido, es quizás un poco injusto con Tolstoi al calificarlo sólode gran artista, del más brillante novelista de todos los tiempos, por la estructura y medida construcción de sus novelas, por su capacidad coral casi sobrehumana —como, en otro orden distinto, ocurre en la bóveda de la Capilla Sixtina—, por el fresco histórico tan certero que es capaz de trazar cuando se lo propone, pero para Berdiaev no pasa de ahí, es decir, no posee la elevación de Dostoyevski, atreviéndose incluso a insinuar que la religiosidad de Tolstoi tenía un punto de vanidad, de egocentrismo. Todo esto es una discusión de enorme altura, en la que han entrado con gran agudeza, además de Nicolás Berdiaev y de George Steiner, otros autores, entre los que destaca de manera especialísima el gran escritor ruso Dmitri Merejkovsky (1865-1941). Yo no voy aquí a entrar en ella, entre otras razones porque eso supondría escribir otro ensayo distinto, y, además, no me siento capacitado para ello, pero sí quiero decir que la sutileza psicológica del personaje femenino de Anna Karenina no creo que pueda encontrarse en ningún libro del mundo. Es muy grande también la religiosidad de Tolstoi, y, si no, que se lea su novela Resurrección, injustamente olvidada. Eso sí, es una religiosidad distinta, posiblemente más estética que espiritual, más ligada a la Naturaleza que a las erupciones volcánicas que, de vez en cuando, agitan violentamente el corazón humano.
Pero es cierto que hay algo en Dostoyevski que lo hace un escritor incomparable, absolutamente único, y ello se debe en buena medida a la extrema tensión a la que somete a sus personajes, una tensión autodestructiva, o que llega al límite de las posibilidades de resistencia psíquica humana. En el caso de Aglaya Ivánovna y de Nastasia Filíppovna ha creado también dos arquetipos, en cierto modo las dos caras de una misma moneda, dos mujeres plenas de matices sutilísimos, casi inaprehensibles, como todo lo que de verdad concierne al corazón del hombre y a los recónditos intersticios de su alma. Aglaya es pura, honesta, inteligente, despierta, culta, incapaz de mentir, capaz de amar verdaderamente, pero también es orgullosa, quizás una pizca altiva, que no admite dudas ni titubeos en lo que atañe al amor. Algunos críticos y estudiosos, Edward Hallett Carr y Rafael Cansinos Asséns entre otros, han pensado que el escritor pudo inspirarse para dibujar sus rasgos en una persona real, en Anna Korvin-Krukovskaya, con quien Dostoyevski mantuvo una efímera relación en 1864, al poco de la muerte de su esposa María Dmítrievna, ocurrida, después de una larga y dolorosa agonía, el 15 de abril de ese año. A María Dmítrievna Isayevna Konstant (nacida en 1828) la había conocido el novelista en marzo de 1854 en Semipalatinsk (en Kazajstán), que es donde es confinado desde el día 2 de ese mes, después de haber salido sobre el 16 de febrero del penal de Omsk (al SE de Siberia, a unos 2700 km de Moscú). Esposa de un alcohólico empedernido, Fiodor se enamora apasionadamente de ella, inician un idilio de perfiles románticos y se casa con ella en Kúsnetzk (o Kuznetsk, en el oblast de Penza, al oeste del río Volga) el 6 de febrero de 1857, estando ya viuda.
En cuanto a Anna Vasilevna Korvin-Krukovskaya (1843-1887), era la hermana mayor de la destacada estudiosa rusa de las ciencias matemáticas Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hijas ambas del general ruso Vasiliy Vasíliyevich Corvin-Krukovskiy, descendiente del rey Matías Corvino de Hungría, mientras que la madre de sendas hermanas provenía de una familia de científicos. Anna, de ideología socialista, terminó casándose con Charles Victor Jaclard, miembro ferviente de la I Internacional, tomando parte activa ambos esposos en los sucesos de la Comuna de París de la primavera de 1871. Desde luego, en la maravillosa Aglaya dostoyevskiana no hay ni un ápice de ideología socialista, que por el frecuente ateísmo de los partidarios de esa corriente de pensamiento político, era algo que rechazaba con toda la vehemencia de su alma el escritor (él sabe como nadie de los sólidos lazos que terminarán estableciéndose entre el nihilismo ruso y el socialismo, un socialismo que derivará, aunque eso ya no podrá él verlo, pero sí predecirlo, en bolchevismo), pero sí hay bastante en ella de esa independencia femenina, de esa inquebrantable autonomía como mujer, de esa inclinación decidida a la libertad de juicio y de criterio que podemos adivinar en la efímera y joven amante del escritor durante una de sus estancias en Alemania. Pero va a ser de nuevo Cansinos Asséns quien vuelva a acertar con inusual perspicacia al establecer un parecido entre Aglaya y la María evangélica. Lo curioso, sin embargo, es que no especifica de qué María del Evangelio se trata, aunque se sobreentiende quién es cuando afirma: «Aglaya podría ser una María evangélica, ávida de oír la palabra de verdad más bien que la de amor». Es decir, estaríamos ante un reflejo de María, la hermana de Marta y de Lázaro (Jn 11, 1-44), el amigo de Jesús, esa María que gusta de escucharlo absorta cuando Jesús acude a su casa de Betania, mientras que Marta prefiere permanecer ocupada en las tareas domésticas (Lc 10, 38-42). Esa María de carácter íntimo, contemplativo y amoroso que también unge la cabeza y los pies de Jesús con un precioso ungüento de nardo en casa de Simón el leproso, seis días antes de la Pascua, atestiguando el propio Jesús que lo hizo con miras a su sepultura (Mt 26, 6-13 y Mc 14, 3-9). Esa misma María que Velázquez, todavía en su periodo de juventud en Sevilla, pintó en uno de sus más interesantes, y sujeto a diversas interpretaciones, bodegones «a lo divino», Cristo en casa de Marta, de hacia 1618-1620, que se conserva en la National Gallery de Londres.
En cuanto a Nastasia Filíppovna, varios estudiosos apuntan una leve inspiración, para la composición de este personaje clave de la novela, en Marfa [Marta] Brown, una mujer de vida disipada que mantuvo una corta y tormentosa relación con el escritor en 1865, casi un año después de la muerte de María Dmítrievna, cuando aún estaba cortejando a Anna Korvin-Krukóvskaya. El comienzo exacto de ese vínculo con Marfa Brown no lo sabemos, aunque sí sabemos con precisión que todavía no ha roto con Pólina [Apollinaria] Súslova, a la que probablemente habría conocido en septiembre de 1861, cuando ella era estudiante en la Universidad de San Petersburgo, pero con la que intimaría, según Hallett Carr, entre agosto de 1862 —de vuelta a San Petersburgo después de un viaje al extranjero en el que en julio, en Londres, ha visitado a Alexander Herzen— y 1863. La hermosa Pólina Súslova, una infidelidad conyugal del escritor, fue una de sus grandes pasiones amorosas, coincidiendo con su época de jugador empedernido, pero se trataba de una mujer destructiva, de un «despotismo» rayano en la «crueldad», según el propio novelista, que acabaría encarnándola en un importante personaje de igual nombre de su novela El jugador(Pólina Aleksándrovna). A mediados de agosto de 1865, en Wiesbaden, donde Dostoyevski lo ha perdido todo en la ruleta, Pólina lo abandona y la ruptura es ya prácticamente completa, aunque todavía pedirá él su mano en noviembre, en San Petersburgo, encontrando una rotunda negativa. Incluso después de casarse con Anna Grigórievna, todavía recibiría Dostoyevski cartas de la Súslova, pero la relación íntima, que quizás tampoco existiese ya durante el episodio de Wiesbaden, estaba desde aquella negativa definitivamente rota e imposible de recomponer.
Mujer de origen humilde, Marfa Brown, por la época en que conoce a Dostoyevski, había mantenido ya relaciones íntimas con hombres de varias nacionalidades europeas, y, por entonces, estaba unida a un periodista bohemio y alcohólico. Al caer enferma, al poco tiempo de frecuentar al novelista, y ser ingresada en un hospital, hallándose abandonada de todos, Dostoyevski la visita, se apiada de ella e incluso le propone matrimonio, cosa imposible por ser ella mujer casada y no existir el divorcio en Rusia. Pero esta última pasión amorosa en la vida del escritor, antes de aparecer la maternal Anna Grigórievna, será, como acabamos de indicar, muy efímera.
Aún más penetrante es la comparación, mantenida asimismo por varios estudiosos y sobre la que insiste especialmente Cansinos Asséns, de Nastasia Filíppovna con la María Magdalena evangélica, esa gran pecadora que se convierte en la más ferviente seguidora del Nazareno y que es el primer ser humano sobre la tierra a quien Cristo se aparece después de su Resurrección. Ya sólo indicar este paralelismo nos está advirtiendo de la extraordinaria complejidad de este personaje, que brota de lo más profundo del alma de Dostoyevski. Nastasia Filíppovna es, en primer término, una mujer de una «belleza cegadora» e «insoportable», como piensa para sí mismo Mischkin de su semblante cuando por segunda vez puede ver el mencionado retrato, donde se dibuja «algo así como orgullo y desdén ilimitados, y hasta odio… y, al mismo tiempo, algo de confiado, de prodigiosamente ingenuo; ese contraste inspiraba algo así como piedad al mirar aquel retrato. Aquella belleza cegadora resultaba también insoportable, aquella belleza de un rostro pálido, de mejillas un poco chupadas y ojos de fuego: ¡rara belleza!» (capítulo VII), pero, ante todo, es una figura literaria embriagadora, y ello quizás esté íntimamente relacionado con su destino trágico, que ella no sólo intuye sino que lo sabe. Ella sabe que, antes o después, acabará matándola Parfén Rogochin, y, a pesar de esta certeza, en el instante en que parece haberse salvado, en el momento en que creemos que ha cortado definitivamente los lazos con su celoso amante, esto es, cuando va a entrar en la iglesia donde la espera el príncipe Mischkin para casarse con ella, Nastasia, inesperadamente, inexplicablemente, se va con ese espíritu atormentado y turbio que es Rogochin, siempre acechante, asimismo su maltratador, que le clavará a las pocas horas un puñal en el corazón. Pero, en el fondo, no resulta tan inexplicable esa reacción suya, pues ella, como decimos, sabe de su destino inexorablemente trágico, sabe que el príncipe, aunque es verdad que la ama y que ha decidido libremente casarse con ella, la ama con un casi inhumano sentimiento de piedad hacia ella, una piedad infinita, que traspasa las edades y los círculos del firmamento, y ella, Nastasia, además, que es una mujer culta e inteligente, que se siente pecadora, que se siente culpable por su relación con su protector Totskii y con otros hombres, no se ve digna del príncipe, aunque consienta en vivir con él durante algunas semanas, porque no quiere manchar la pureza de Mischkin, su limpieza de corazón. Pero ya veremos qué desbordante grandeza de corazón tiene esta Nastasia Filíppovna, cuán inmensa es su capacidad de amar, cuánta nobleza hay en su alma, y cómo, aunque Aglaya Ivánovna, en el único y formidable encuentro entre las dos rivales, la acuse de perdida, Nastasia, precisamente por ser una gran pecadora, como lo fue María de Mágdala, no puede ser una perdida para Dostoyevski, sino una mujer que será absolutamente redimida.
La curiosidad intelectual y la amplia cultura de Nastasia Filíppovna queda patente cuando le reprocha a Parfén Rogochin su desconocimiento general, incluso el de la propia historia rusa, y por eso le presta un volumen de la Historia de Rusia de Soloviev, que Mischkin ve sobre una mesa cuando por primera vez entra en casa de Rogochin (2ª parte, capítulo III). Al lado del libro también se encontraba el puñal con el que Nastasia será asesinada, «un puñalito [...] con mango de asta de ciervo», en el que repara sin querer Mischkin, que lo coge distraído, pero que Rogochin le quita de las manos, guardándolo, momento en el que el príncipe hace la observación de que acaba de darse cuenta de lo nuevo que está, observación que exaspera a Rogochin, cuya irritación repentina estremece simultáneamente a Mischkin, que lo ha comprendido todo. Esta comprensión se desprende de sus palabras unas pocas páginas antes, a modo de estremecedora intuición: «¿Es aquí donde piensas celebrar la boda?» La boda, es decir, la consumación de su terrible acción.
Huérfana desde los siete años, Nastasia Filíppovna es recogida por Afanasii Ivánovich Totskii, un hombre extraordinariamente rico, de 55 años cuando transcurren los acontecimientos que se narran en la novela, que dirigirá su educación y la visitará con regularidad, pero que cuando ella cumple 20 años y se produce un cambio radical en su carácter, se traslada a vivir con él a San Petersburgo, convirtiéndose en su amante. Esa larguísima primera jornada de la novela, es, asimismo, el día en que Nastasia cumple 25 años, y para por la noche está acordada una reunión en la lujosa casa que le ha puesto en la ciudad Totskii, a la que está previsto que acuda el general Yepanchin, y en la que se supone se habrá de formalizar la relación entre Nastasia y Gavrila Ardaliónovich. Pero antes de esa turbulenta y accidentada reunión, en la que tantas cosas inesperadas acontecen, deben suceder muchas otras de capital importancia que nos irán perfilando el carácter del príncipe y de los otros personajes principales de la historia.
En aquella hermosísima disertación sobre el arte de la caligrafía, que tan pasmado deja al general Yepanchin, escribe primero Mischkin sobre «una gruesa hoja de papel vitela, con caracteres rusos medievales, la frase siguiente: “El humilde igúmeno Parnutti firmó por su mano”». Después de pedirle al general una edición de Pagodin, que aquél parece que no posee, transcribe del francés al ruso otra frase, pero esta vez no en caracteres del siglo XIV, sino en caracteres de amanuenses militares: «El fervor todo lo vence».
Antes de aquel primer encuentro de Mischkin con las Yepánchinas, el narrador cuenta con todo tipo de pormenores la historia de Nastasia, y ahí se nos aclara que no estimaba «nada en el mundo, y menos que a nada, a sí misma» (sentimiento de culpa que acabamos de mencionar), mientras que en el siguiente párrafo el narrador habla de sus ojos, de lo que Totskii adivinaba en ellos: «parecíale como si presintiese en ellos una profunda y misteriosa niebla. Aquellos ojos miraban cual si propusieran un enigma». Este mismo enigma es el que advertirá al instante el príncipe al contemplar su retrato. Algunas páginas más adelante, también advierte el narrador: «Nastasia Filíppovna no tenía nada de venal». Por supuesto; lo demostrará con creces, hasta con su propia vida.
En el capítulo V se produce ese primer encuentro del príncipe con las Yepánchinas, pero antes el general prefiere «preparar» a su esposa, y, maquinalmente, le dice, para que sea amable con él, que «el pobre no tiene donde reclinar la cabeza». Claro está que tampoco esa expresión, aunque parezca maquinal, es casual, sino de honda raíz evangélica.
Antes de aquella extensa y morbosa reflexión sobre el sentimiento del reo ante la inminente muerte física, hace el príncipe, delante de sus cuatro oyentes femeninas, un primer intento, de precisión clínica, de descripción de su enfermedad, enfatizando que cuando «se me repetían los ataques varias veces seguidas, caía en un completo estupor, perdía por entero la memoria, y aunque mi razón seguía trabajando, no lograba coordinar lógicamente las ideas». Les habla de su «cariño» por los asnos y de la «simpatía» que le inspiran, de su «felicidad» entre las montañas de Suiza —«¿Sabe usted ser feliz?», le interroga entre sorprendida y gratamente admirada Aglaya—, y, ya en el siguiente capítulo, de su amor por los niños, de cómo le agrada rodearse de ellos —pues ellos también, allí en Suiza, «se apiñaban en torno mío»—, escucharlos, decírselo todo, sin secretos, porque «al niño se le puede decir todo», a los niños «no se les debe ocultar nada», son como «avecillas» y «nos curan el alma». Repárese en las referencias evangélicas: el asno, que tan pacientemente sufre todo tipo de cargas, y que fue el animal escogido por Jesús para entrar en Jerusalén poco antes del comienzo de su Pasión; los niños comparados con las avecillas, como cuando Jesús les dice a quienes le escuchan después del Sermón de la Montaña: «Mirad las aves del cielo; no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 26); pero, sobre todo, el gustar rodearse de esas inocentes e indefensas criaturas, a las que Jesús se refiere en un pasaje muy conocido: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios» (Mc 10, 14).
Asimismo, como será cada vez más frecuente en Dostoyevski, insertará el príncipe un triste relato, una historia acaecida mientras él se encontraba recuperándose en Suiza, cuya protagonista, la joven Mary, es una muchacha desgraciada y pobre, de la que todos se mofan, una actitud que él logrará cambiar en los niños del lugar, a pesar de la desconfianza que ese trato tierno y lleno de piedad produce en los aldeanos. Este recurso de la narración dentro de la narración, procede, naturalmente, del Quijote cervantino, un recurso de raíz manierista pero sobre todo barroca que Dostoyevski volverá a emplear, ampliándolo considerablemente, en El adolescente —nos referimos a la historia que cuenta el anciano Makar Ivánovich Dolgorukii poco antes de morir—, y, de modo muy especial, en Los hermanos Karamazov, publicada en 1879, donde —hablamos de la «Leyenda del gran inquisidor»— ya no será sólo un recurso complementario o aclaratorio de la narración principal o del perfil psicológico y espiritual del protagonista, sino que se convertirá en un recurso decisivo, capital, para comprender el sentido último de toda la obra. En esa triste historia menciona por vez primera el príncipe el nombre del pintor renacentista alemán Hans Holbein el Joven, a propósito de una copia del Museo de Dresde de una bellísima Virgen conocida como Meyer Madonna, cuyo original se halla en Darmstadt y que se remonta a 1526-28.
Después de una penetrante observación sobre el retrato de Nastasia Filíppovna, que le permite decir, primero, que «la belleza… es un enigma» y que en el rostro de Nastasia «hay mucho dolor», pues la belleza de aquel semblante, que ya le había impresionado de manera extraordinaria la primera vez que lo vio, todavía le subyuga más ahora, cuando lo requiere Lizaveta Prokófievna y lo ve por segunda vez, estampando en él un beso delante de las cuatro mujeres, otra nueva muestra de su anticonvencional modo de conducirse; después, también, que Lizaveta Prokófievna, que siente una sincera pero aún desdibujada simpatía por el príncipe, le diga a su hija mayor que «el corazón es lo principal, y lo demás es absurdo»; después de una primera escaramuza cómplice y secreta entre el príncipe y Aglaya, que quiere zafarse del cauto pero pertinaz asedio de Gavrila Ardaliónovich, el príncipe se instala, como había recomendado el general Yepanchin, en la casa de su hombre de confianza, circunstancia que aprovecha el novelista para presentarnos de manera detallada a todos los miembros de la familia de Gavrila Ardaliónovich. En casa de éste, desde primeras horas de la tarde de este 27 de noviembre de marras, miércoles, en el que tantas cosas, como hemos adelantado, suceden, el príncipe habla con todos, intima desde el primer instante con quien va a ser uno de sus más leales confidentes, Nikolai Ardaliónovich Ivolguin, Kolia, de 13 años, el hermano menor de Gavrila, pero, como suele ocurrir en las novelas del gran escritor ruso, casi inesperadamente se produce un revuelo general, una auténtica barahúnda provocada por la inesperada irrupción en la casa nada menos que de Nastasia Filíppovna, cuya mala reputación irrita a Gavrila y a su hermana Varvara, de veintitrés años. Nastasia se presenta para conocer a la familia de su novio, pero de manera revoltosa, aparentemente con un espíritu muy resolutivo, con descarado desparpajo, dirigiéndose como un torbellino ora a uno ora a otro, aunque todo este comportamiento no es más que la escenificación grandilocuente y teatral de su insatisfacción y de su alma atormentada. El príncipe, al verla por vez primera en persona, le espeta que «yo me la imaginaba a usted precisamente como es», pero no sólo por haber visto con anterioridad su retrato, sino porque «me parece haber visto en alguna parte sus ojos… Puede ser que haya sido un sueño». Como muchas otras veces, el príncipe habla de modo vacilante, inseguro, pero produce un efecto profundo, aún oculto, en Nastasia, que lo disimula, hasta casi semejar que se burla de él. Al rato, cuando ya ha hecho su aparición en escena, como un vendaval, el general Ivolguin, el padre de Gavrila, con quien éste mantiene una tensa relación, debido en parte a la pérdida de compostura habitual en aquél, a su afición a la bebida, a su frecuente descuido, lo que no impide que sea un buen hombre, sin duda mucho menos mediocre y avieso que su hijo, que tanto se esfuerza en dar la impresión de estar pendiente de su madre, la sufrida Nina Aleksándrovna, al rato, decíamos, de modo imprevisto, inopinado, irrumpe alborotadoramente en la vivienda Parfén Rogochin, acompañado de Lebédev y de todo su séquito de clientes y aduladores, personas oblicuas y de mal vivir. Rogochin, que no respeta en absoluto las formas, que irrita sobremanera a Gavrila por la desfachatez de entrar sin ser invitado en una casa ajena, y más con esa troupe, lo que va es detrás de Nastasia, aunque termina yéndose, después de varios duelos de miradas, entre Nastasia, Varvara y el propio Rogochin. Ya se encontrarán ambos de nuevo por la noche, en la fiesta de cumpleaños que ella ha preparado en su casa.
Con esta celebración termina la 1ª parte. A ella acuden, entre otros, el general Yepanchin, Totskii, por supuesto Gavrila, y otros personajes de menor importancia, como un íntimo amigo de éste, Iván Petróvich Ptitsin, de algo menos de treinta años, que terminará casándose con Varvara, o Daria [Dorotea] Aleksiéyevna, antigua amiga de Totskii y ahora de Nastasia, y, claro está, el príncipe, que sube «temeroso» las escaleras de la casa, todo lo contrario de Rogochin, que se presenta de manera ostentosa, prepotente y desafiante. La reunión, que había sido preparada, principalmente por Totskii, para que se formalizase la relación entre Nastasia y Gavrila, acaba con la humillación total de éste, pues, en su insolencia, fruto, claro es, de sus celos y de su desesperación por conseguir a Nastasia, Rogochin arroja sobre una mesa cien mil rublos, con los que quiere comprarla, y, si es necesario, está dispuesto a ofrecer mucho más. La situación va enrareciéndose progresivamente, Nastasia improvisa un inoportuno e incómodo juego, que consiste en que cada uno cuente la acción más fea que crea haber cometido en su vida, que coloca a los circunstantes en una comprometida posición, y, finalmente, agarra el fajo de billetes y lo echa al avivado fuego de la chimenea, retando a Gavrila a que lo rescate; si lo hace, se casará con él; si no es capaz de llegar a eso para demostrarle su amor, lo dejará para siempre. La situación, en algunos momentos, es de extrema tensión, pues el grueso paquete forrado de papel de periódico empieza a quemarse palmariamente por fuera. Al fin, es la propia Nastasia la que, con la ayuda de unas tenazas, lo extrae del fuego. Sólo se ha chamuscado superficialmente. El dinero estaba intacto. Nastasia decide que Gavrila se quede con el dinero, ante la estupefacción general y la indiferencia de Rogochin, que sale de la casa en compañía de la mujer que ha ido a buscar, no sin antes reconocerle Nastasia a Gavrila la preeminencia en él del amor propio respecto del amor al dinero.
La actitud de Nastasia en estos cuatro últimos capítulos de la 1ª parte es muy reveladora de los nubarrones que atraviesan su alma, de su profunda infelicidad, de su sentimiento íntimo de culpa, y, de ahí, que actúe por despecho, queriendo dejar constancia de que de ella no puede esperarse otra cosa, pues ella es, según ella misma dice, una perdida. Nastasia rompe la baraja, rompe con las formas y con las convenciones, que tanto les interesaba guardar al general Yepanchin y especialmente al refinado Totskii, su antiguo amante, por el que ella siente un vivo rencor y desprecio, a pesar de haberla protegido y cuidado cuando era una adolescente, pero que no tuvo ningún reparo en aprovecharse de su inferioridad respecto de él, en convertirla, desde que cumpliese veinte años, en su amante, sin preocuparse por su alma, por sus sentimientos, cuando tenía que haberla respetado y tratado como a una hija. Por eso está Nastasia resentida con él, por eso se odia a sí misma, por eso se infravalora y piensa que no podrá nunca enderezar su conducta moral. Se siente condenada.
Pero, ¡claro que no es una perdida! La nobleza de su corazón y de su espíritu se manifiestan en esta celebración de su cumpleaños con una valentía y una gallardía admirables, y se exhiben precisamente en su actitud ante el príncipe, que es lo que a nosotros nos interesa. Por mucho que ella se esfuerce en disimularlo, por mucho que se empeñe en dar esa imagen de mujer prostituida, y es verdad que ha servido de prostituta de lujo para Totskii, aunque escandalice sin reparos a los presentes con sus palabras, Nastasia ha comprendido ya perfectamente, porque tiene una inteligencia viva y porque es limpia de corazón, que el príncipe es un ser tocado por la gracia divina, un ser especial, absolutamente puro, al que ella no tiene ningún derecho a manchar, a profanar. No ha hecho más que verlo dos veces, y ya lo ama. Casi a mitad de la velada, sorprende Nastasia a Yepanchin, enojado ante la «autoridad» del príncipe, cuando le dice: «Pues el príncipe significa para mí el primer hombre que en mi vida me ha inspirado confianza en su sinceridad y lealtad. Él ha creído en mí a la primera mirada y yo en él creo» (capítulo XIV). En el siguiente capítulo, ante la observación de un invitado indiscreto, que le reprocha a Nastasia que no hace más que quejarse, cuando de hecho no deja de mirar al príncipe,
«Nastasia Filíppovna volvió la vista con curiosidad al príncipe.
—¿Es verdad?—inquirió.
—Es verdad—, balbució el príncipe.
—¿Me aceptaría usted así, sin nada?...
—La aceptaría, Nastasia Filíppovna...
[…]
—Yo me llevaré con usted a una mujer honrada, Nastasia Filíppovna, y no a la Rogochina—dijo el príncipe.
—¿Yo una mujer decente?
—Usted.
[…]
El príncipe se levantó, y, con voz trémula, tímida, pero al mismo tiempo con el aire de un hombre profundamente convencido, afirmó:
—Yo nada sé, Nastasia Filíppovna; yo nada he visto; usted tiene razón, pero yo…, yo considero que usted es quien me hace a mí un honor, y no yo a usted. Yo no soy nada; pero usted ha sufrido, y de ese infierno ha salido pura, y eso es mucho […] Yo a usted…, Nastasia Filíppovna, la amo» (cap. XV).
El príncipe Mischkin es el único espíritu en la novela, me atrevería a decir que de todo el cosmos dostoyevskiano, que, ante una pecadora, precisamente porque ha sufrido, porque ha padecido su infierno particular, cree que ha salido indemne, pura, limpia, inmaculada, no como esos «sepulcros blanqueados», esos «hipócritas», a los que Jesús fustigará con palabras durísimas y valientes, pero sin rencor ni odio alguno, sólo como advertencia de a quiénes les está reservado el Reino de los Cielos.
En el capítulo XVI, en un extenso párrafo, insiste el príncipe: «Usted es orgullosa, Nastasia Filíppovna; pero es posible que sea también tan desgraciada que se tenga, efectivamente, a sí misma por culpable […] Yo…, yo toda la vida la respetaré a usted, Nastasia Filíppovna». Pero Nastasia no puede superar su despecho, su resentimiento, su sentimiento de culpa, aunque lo que está haciendo es disfrazarse con la amarga y cínica máscara de una desvergonzada cualquiera, ella, que tanto lo ama ya: «¡Yo soy una desvergonzada! ¡Yo he sido la querida de Totskii… príncipe! A ti ahora te hace falta Aglaya Yepánchina y no Nastasia Filíppovna». Se está inmolando, se está sacrificando por completo, sacrificando su felicidad, precisamente y aunque parezca paradójico, por el amor que profesa a la incontaminada alma que tiene delante. Corriéndole «dos gruesos lagrimones» a través de las mejillas, fuera de sí, Nastasia le revela al príncipe que también ella fue una vez una soñadora, cuando, de adolescente, estaba sola en la aldea, y «piensa que te piensa, sueña que te sueña…, y todo se me volvía imaginarme un hombre como tú: bueno, honrado, guapo y tan tonto, que de pronto viniera y me dijese: “¡Usted no es culpable, Nastasia Filíppovna, y yo la adoro!”» Antes de irse con Rogochin, todavía le dice: «Adiós, príncipe; por primera vez he visto a un hombre». Desde luego, por primera, pero también, única vez, única (ya que volverá a encontrárselo y mantener una estrecha relación con él) en el sentido de que no ha conocido otro como el príncipe ni tendrá oportunidad de conocerlo más adelante, así como tampoco hay nadie en la novela que «verdaderamente» sea un hombre, es decir, una persona hecha a imagen y semejanza de Dios, que preserva como un tesoro irreemplazable y de valor inconmensurable la gratia, esa gracia que Dios ha depositado en él y él la posee, la custodia y desprende de manera tan natural, sencilla y auténtica.
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La 2ª parte de la novela comienza el 29 de noviembre, viernes, y en ella se da cuenta que este mismo día se marcha Mischkin para Moscú, para tomar posesión de una cuantiosa herencia, ciudad en la que permanecerá seis meses, regresando a Petersburgo sobre la primera semana de junio, cuando las Yepánchinas no han hecho más que trasladarse a su dachade los alrededores de la ciudad, en Pávlovsk. El narrador nos aclara algunos sucesos de ese ínterin temporal. Por ejemplo, que Adelaida se ha comprometido durante la primavera con el príncipe Tsch***, celebrándose la boda, que debe posponerse por diversas circunstancias, a mediados del verano; que Varvara se ha casado con Ptitsin, llevándose a vivir con ella a su madre y a su hermano Gavrila; que Nastasia Filíppovna se ha escapado hasta tres veces del lado de Rogochin, la tercera «casi al pie mismo del altar», y, por último, que hacia Semana Santa, por mediación de Kolia, recibe Aglaya una corta, extraña y «absurda» misiva del príncipe Mischkin, en donde, entre otras cosas le confiesa: «Usted me es muy necesaria, muy necesaria. No tengo nada que escribirle a usted respecto a mi persona, no tengo nada que contarle. Tampoco es eso lo que yo quería; lo que yo deseo enormemente es que usted sea feliz. ¿Lo es usted? He ahí todo lo que yo quería decirle. Su hermano, P.[ríncipe] L.[iov] Mischkin». Ella se ruboriza al leerla y la guarda sin premeditación alguna en el interior de un grueso volumen del Quijote.
En el II capítulo nos encontramos ya a primeros de junio. Todo este capítulo II, el III, el IV y el V, están dedicados a narrar un solo día de primeros de junio, el día en que el príncipe Mischkin llega a San Petersburgo procedente de Moscú. En primer lugar, se traslada a visitar a Lebédev, en cuya casa permanece hasta las doce del mediodía. Desde esa hora hasta pasadas las siete de la tarde, la narración se centra en la densa, extraña y delirante relación del príncipe con Parfén Rogochin, al que primero visita en su casa, donde mantienen una larga y profunda conversación, pero al que después deja, no sin que Rogochin lo persiga sigilosamente durante horas (sus centelleantes ojos llega a verlos Mischkin por tres veces ese día, sintiendo estremecido cómo lo observan, la primera vez entre la multitud, cuando llega a la estación), hasta que, finalmente, en la escalera de la fonda donde se aloja Mischkin, intenta apuñalarlo Rogochin, si bien se queda éste de pronto como paralizado ante el ataque de epilepsia que le sobreviene de súbito al príncipe. Rogochin huye y Mischkin es socorrido por Kolia Ivolguin.
Pero reconstruyamos los hechos decisivos de ese día de primeros de junio en la capital imperial. El principal tema de conversación entre el príncipe y Rogochin en casa de éste, gira, naturalmente, en torno a Nastasia, cuyo amor hacia Mischkin, con el que ha convivido durante un mes aproximadamente entre esas vecindades y huidas del lado de su inicuo amante, provoca que Rogochin sienta unos celos devastadores y enfermizos, preñados de instintos criminales. Mischkin, no obstante, le dice: «Ya te expliqué una vez que yo no la amo conamor, sino con piedad». Rogochin le cuenta cómo Nastasia lo ha abandonado en distintas ocasiones y cómo le ha referido la historia, que él desconocía, como tantas otras, por completo, de la penitencia y humillación del emperador Enrique IV Staufen ante el papa Gregorio VII en el castillo de Canossa, en enero de 1077. Del mismo modo que Enrique juró vengarse de Hildebrando, al concluir Nastasia de contar el episodio histórico, supone que bien podría Parfén estar pensando en vengarse de ella cuando se casen. Con absoluta sinceridad le transmite Rogochin al príncipe ese destino intuido por Nastasia tan certeramente. En un momento del diálogo, Rogochin le responde al príncipe: «Lo más cierto de todo es que tu piedad parece todavía más fuerte que mi amor». También le confiesa al príncipe que Nastasia huyó de él, de Mischkin, por lo mucho que le ama, porque no quiere mancillarlo, ella, que se considera una vulgar prostituta. Todo esto, como hemos dicho, lo está carcomiendo por dentro, lo está envenenando de un modo pervertido y maléfico.
Un poco más tarde, en el capítulo IV, el príncipe repara en una copia que hay en la sombría casa de Rogochin, encima del dintel de una puerta, de la célebre tabla de Hans Holbein el Joven representando el impresionante cuerpo de Cristo muerto tendido, del Museo de Basilea (1521), copia que le lleva a exclamar: «¡Ése cuadro puede hacerle perder la fe a más de una persona!». No es frecuente en las novelas de Dostoyevski, sino más bien todo lo contrario, que el autor reflexione, por boca de sus personajes, acerca de excelsas obras de arte del pasado. Tampoco él mismo, en su peregrinaje por Europa, dispone de mucho tiempo para visitar detenidamente los principales monumentos de las maravillosas ciudades en las que reside, como Florencia, Dresde, París, Londres, Turín, Milán, Ginebra, Basilea u otras, ni tampoco sus museos, ocupado permanentemente como está, por sus constantes necesidades de dinero, en escribir febrilmente, encerrado en hoteles o en habitaciones alquiladas, donde llena con su letra menuda centenares y centenares, millares de hojas. Una labor ciertamente titánica, casi únicamente comparable en la literatura europea a la de Honoré de Balzac, que, es verdad, escribió un volumen de páginas bastante mayor, pero que no alcanza la profundidad filosófica y religiosa y la cosmovisión metafísica que encontramos en las enrarecidas, densas, morbosas, atormentadas y sobrecogedoras novelas dostoyevskianas. Y esto lo decimos, sin restar un ápice a la grandeza inmensa de Balzac, otro titán de la literatura universal, cuya Eugenia Grandet será siempre, aunque transcurran miles y miles de años, una obra inmortal que no podrá apagarse nunca del corazón de las almas sensibles. Este alto en el camino que hace el novelista ruso respecto de la muy oblonga tabla del pintor del Renacimiento alemán, es, sin duda, una de esas pocas excepciones, confirmada aún más por el hecho insólito que, bastante más avanzada la novela, en el capítulo V de la 3ª parte, vuelva sobre ella, aunque no a través de Mischkin, que había hecho ese agudísimo pero también desconcertante comentario de la desvencijada reproducción en casa de Rogochin, sino por mediación de uno de los personajes más espinosos espiritualmente de la novela, el joven tísico Ippolit [Hipólito] Teréntiev, de unos 17 o 18 años, amigo de Kolia e hijo de Marfa Borísovna, viuda de unos 40 años que ha sido amante del general Ivolguin. En una suerte de Declaración, titulada por él mismo Mi explicación indispensable, a la que nos habremos de referir en su lugar correspondiente de la 3ª parte, Ippolit, que también conoce el cuadro, se refiere a él en unos términos que constituyen, sin duda, uno de los acercamientos más profundos que pueden hacerse respecto de la esencia última de una suprema obra artística, una aproximación que, además de incidir en los aspectos plásticos y estéticos, incide particularmente en los espirituales, en los que trascienden ese trajín material de los pigmentos, del dibujo, de la forma y del color, y penetran en la terra incognita de la Verdad, de la verdad del Arte, no de la pintura, por muy excelsa y excelente que esta sea, sino del Arte, que se encuentra del otro lado de la pintura, porque ya no es ámbito meramente humano, sino trascendente. El comentario de Ippolit es sólo comparable a ese tipo de comentarios que son capaces de revelarnos secretos y arcanos muy escondidos, que son capaces de desvelarnos la esencia íntima más profunda de la auténtica obra artística, que, como puede comprenderse, no es ya de carácter estético sino espiritual. Entre esos comentarios podríamos recordar aquí el que hace Ramón Gaya del Niño de Vallecas velazqueño, donde la «luz igualatoria» de sus cuadros se «quedará prendada […] de la divina bobería de su rostro, de su divino rostro […] convirtiéndose […] en una luz más alta, más elevada», y haciendo realidad «una faz, diríase, naciente, como una luna naciente, dolorosamente luminosa, y también dichosa, plena como una hostia alzada y redentora», llegando a ser «el altar mayor de su obra», donde se ha producido «el sacrificio de la realidad, y también el sacrificio del arte» y donde la belleza no es ya estética sino ética; o el de Walter Pater, de noviembre de 1869, sobre la Gioconda, enmarcada por «un círculo de rocas fantásticas, con una luz débil y como submarina», cuya cabeza «es la cabeza en que todos los extremos del mundo se encuentran […] una belleza elaborada desde el interior de la carne, el depósito, celdilla por celdilla, de extrañas ideas y fantásticos ensueños y exquisitas pasiones […] más vieja que las piedras entre las que posa…»; o el de Joris-Karl Huysmans sobre el Políptico del Altar de Isenheim, hoy en el Museo de Colmar, pintado por Matías Grünewald hacia 1511-1516 .
A este grado de penetración tan absolutamente infrecuente es al que llega Ippolit Teréntiev. Sobre el óleo de Holbein, cuyas dimensiones del original son 30,5 x 200 centímetros, y que sin duda, como anotó su esposa, debió impactar sobremanera a Dostoyevski en Basilea (de hecho es más sobrecogedor que el insuperable y atrevidísimo escorzo del Cristo muerto de Andrea Mantegna del Brera de Milán), dice ese joven nihilista que en él no queda rastro de la belleza del semblante de Cristo, sino que «era enteramente el cadáver de un hombre que ha padecido torturas infinitas antes de ser crucificado […] la cara está tratada sin piedad; allí sólo hay naturaleza, y, en verdad, así debe de ser el cadáver de un hombre, fuese quien fuese, después de tales suplicios […] los que creían en Él […] ¿cómo pudieron creer, a vista de tal cadáver, que aquel despojo iba a resucitar? Entonces se adquiere la comprensión de que si tan terrible es la muerte y tan poderosas las leyes de la Naturaleza, ¿cómo dominarlas? […] La Naturaleza se aparece, al mirar ese cuadro, como una fiera enorme, inexorable y muda […] que […] se tragó, sorda e insensible, a aquel Ser grande e inapreciable, un Ser que Él solo valía por toda la Naturaleza y todas sus leyes, por toda la Tierra, la cual es posible que únicamente fuera creada para la sola aparición de ese Ser […] Aquellas figuras que rodean al moribundo, y de las que ni una sola aparece en el cuadro, debieron de sentir una pena y un desaliento atroces aquella noche al ver defraudadas de una vez todas sus ilusiones y casi toda su fe». Palabras tremendas estas de Ippolit, que ya ve próximo su final, pues está minado por la tuberculosis, que escuchará extasiado nuestro príncipe Mischkin, y que le recordarían, sin duda, lo que había dicho a bote pronto nada más ver la reproducción del cuadro a la luz de una lámpara entre las sombras, como una aparición o una fantasmagoría escalofriante, muchísimo más que las de Gustave Moreau con el tema de Salomé y la cabeza del Bautista, tan magistralmente descritas por Huysmans en Á rebours, máximo ejemplo de la novela decadente publicada en 1884.
Las referidas palabras de Ippolit Teréntiev sobre el cuadro de Holbein no podían pasarle desapercibidas a Merejkovsky, quien ve en ellas un punto esencial de contacto entre Dostoyevski y Nietzsche acerca de la verdadera clave de bóveda de la fe cristiana, que no es otra que la creencia en la Resurrección. ¿Cómo podían, efectivamente, creer los discípulos de Jesús y las mujeres que lo habían acompañado durante tres años, que ese cuerpo macerado, magullado y deformado por los golpes y por tan espantosos sufrimientos, ese auténtico cadáver tumefacto, podía resucitar? Tiene razón Merejkovsky al calificar la creencia en la Resurrección de Cristo como la creencia esencial, sin la cual, como diría San Pedro, toda la fe en Jesús se desmoronaría. Ese espectáculo lastimoso, esa muerte de criminal y de delincuente común, es la que para Nietzsche constituye el aspecto más débil del Evangelio, su «fatalidad»: «—La fatalidad del evangelio se decidió con la muerte,—quedó colgada de la “cruz”… Sólo la muerte, esa muerte ignominiosa y no aguardada, sólo la cruz, la cual estaba en general reservada únicamente a la canaille [gentuza], —sólo esa horrorosísima paradoja enfrentó a los discípulos con el auténtico enigma: “¿quién fue?, ¿qué fue?” […] —Y a partir de ese instante surgió un problema absurdo, “¡cómo pudo Dios permitir eso!”» Más adelante habré de referirme de nuevo a la extraña sintonía espiritual entre el escritor ruso y el pensador alemán, pero aquí lo decisivo es destacar que mientras Dostoyevski asume, con todas sus consecuencias, la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo, y cuando decimos «humana» estamos diciendo «humana» sin ningún tipo de edulcoración, esto es, en la que el sufrimiento físico es insoportable durante la Pasión, pero que, a pesar de ello, cree firmemente en que Jesús resucita con su cuerpo y con su espíritu a la vida eterna, Nietzsche no puede aceptar algo que va en contra de las leyes de la Naturaleza, tan apuntaladas desde los días del Renacimiento con el desarrollo de la física. Aunque, como asimismo sostiene Merejkovsky, en realidad aquel problema no era un problema absurdopara Nietzsche, sino un problema de dimensiones infinitas al que se resiste a mirar cara a cara, porque enfrentarse con ese problema puede hasta «aniquilar al espíritu humano». Dostoyevski acepta plenamente lo que para muchos es una contradicción insalvable: la necesidad mística del milagro de la Resurrección vence a su imposibilidad natural. Por eso, a pesar de los nobilísimos y loables esfuerzos llevados a cabo con un rigor intelectual inencontrable en nuestros tiempos, por parte de Benedicto XVI para conciliar fe y razón, como se esforzó también en llevar a cabo ese titán inconmensurable del pensamiento teológico que fue Santo Tomás de Aquino, quizás tuviese razón León Chestov cuando entendía y sentía que esa deseable conciliación es prácticamente imposible. Éste es uno de los principales puntos de encuentro, precisamente, entre Chestov y su admiradísimo Søren Kierkegaard.
Después, volviendo de nuevo a ese prolongado encuentro de varias horas entre Mischkin y Rogochin, continúan una serie de reflexiones de carácter religioso por parte del príncipe, como cuando refiere lo que le ha dicho hace un rato una joven mujer: «Tan grande como la alegría de una madre que contempla la primera sonrisa de su hijito es la de Dios cuando ve que un pecador se arrodilla y reza». Mischkin considera que esas palabras encierran un sentimiento religioso muy profundo, incluso la esencia misma del cristianismo; es decir, que el hombre sin Dios dejaría de ser hombre, renegaría de su humanidad más genuina, pues ésta está hecha a semejanza de Aquél. Mischkin le confiesa a Rogochin que la esencia de la religión no puede aprehenderse a través de la razón, así como tampoco le afecta a esa esencia la maldad del hombre o su ateísmo; por eso, esa esencia es soslayada por los ateos.
Ya en el siguiente capítulo, en el V, Mischkin deja la casa de Rogochin sobre las tres y media de la tarde. Durante varias horas, hasta después de las siete de la tarde, el príncipe va sumergiéndose paulatinamente en un estado de trastorno, de delirio, deambulando casi como un sonámbulo por las calles de San Petersburgo, sin rumbo fijo. En realidad, está preparándose el advenimiento de un ataque epiléptico, que el novelista describe primero incidiendo en ese segundo inmediatamente anterior al ataque, ese supremo instante por el que, piensa para sí Mischkin, «daría yo toda la vida». Se trata de un «segundo definitivo», «insufrible», aunque, al mismo tiempo, «era realmente belleza y visión divina», «lasuprema síntesis de la vida», un momento en el que «se me hace comprensible esa frase extraordinaria de que ya no habrá más tiempo». Repárese en la plausible apreciación escatológica, esto es, en la probable alusión al final de los tiempos. Mischkin dáse cuenta que empezaba a tener fe apasionada en el alma rusa. También piensa, en su delirio, que la piedad instruirá a Rogochin. «La piedad es lo esencial y acaso la única ley de la vida de todo el género humano». Pensamiento interior, desde luego, decisivo, quizás el más decisivo y determinante de toda la obra, el que verdaderamente sintetiza lo más profundo que guarda en su sagrario íntimo el príncipe Mischkin. Sin la piedad no puede entenderse nada de este espíritu que no parece ser de este mundo. Finalmente, cuando Rogochin, que como siempre acecha y se esconde con inquietante sigilo, va a apuñalarlo en el rellano del primer piso de la fonda en que se aloja Mischkin, éste tiene el ataque. La descripción que hace Dostoyevski de este ataque epiléptico es estremecedora, de una exactitud más que científica, y, al mismo tiempo, impregnada de un halo irracional, religioso, místico. En ese medio segundo inmediatamente anterior, «una extraordinaria claridad interior iluminó su alma», y, después, un grito ensordecedor, inhumano, imposible de comprender, como si hubiese sido lanzado por otro hombre «metido dentro» del hombre que grita, esto es, dentro del propio Mischkin. Ante ese grito, Rogochin queda paralizado, detiene su mano con el puñal, y, unos segundos después, está ya en la calle, dejando el cuerpo de Mischkin, que ha rodado por las escaleras, rodeado de un charco de sangre. La escena, la descripción del ataque, es pavorosa, imborrable, morbosa, enfermiza, pero trazada con precisión de experto cirujano.
Me parece oportuno aprovechar este momento para hacer tres breves referencias acerca del significado de los ataques epilépticos del príncipe Mischkin. Una es de Luigi Pareyson, otra de Sigmund Freud y la tercera de Merejkovsky. El conocido teórico de la estética italiano opina que en esos instantes inmediatamente anteriores al ataque epiléptico, Mischkin vive la experiencia de una «eterna armonía» (que nada tiene que ver con ese mismo concepto en boca del epiléptico Kirillov de Demonios), en la que «coexisten una felicidad perfecta y una alegría más intensa que el amor y que el perdón. Por otra parte se da un conocimiento total y revelador de la verdad acompañada por un acto de consentimiento y de aceptación de la belleza y bondad de cada cosa». La segunda referencia, la del padre del psicoanálisis, según las consideraciones de carácter general que lleva a cabo en su conocido ensayo sobre Dostoyevski, indica que la epilepsia del novelista (que, con muchas reservas, se puede hacer extensible a la padecida por Mischkin, no en el sentido de que el príncipe padeciese la misma y supuesta enfermedad de Dostoyevski, sino en el sentido de que éste dotaría a su personaje de una enfermedad en su acepción de hipersensibilidad y predisposición para el sufrimiento) sería una epilepsia «afectiva» más que una epilepsia «orgánica», es decir, más propia de un neurótico que de un enfermo del cerebro, lo que no es óbice, y esta es una observación clínica que nos interesa en el caso de Mischkin, que esos ataques puedan aquejar no sólo a personas con defectos cerebrales, sino «a personas que manifiestan un pleno desarrollo psíquico y una extraordinaria afectividad, insuficientemente dominada en la mayoría de los casos». Lo que de ningún modo podríamos aplicar a Mischkin son las controvertidas conclusiones del gran médico vienés acerca de las causas profundas de la epilepsia de Dostoyevski, enfermedad, no obstante, que Freud reconoce honestamente que no se puede determinar con exactitud en cuanto a su grado y su alcance en el escritor ruso, pues carecemos de datos suficientes sobre su intensidad, su precisa descripción, su frecuencia, etc. Pero se inclina a pensar, con los datos biográficos disponibles y con las conclusiones que pueden extraerse del carácter psicológico de sus atormentados personajes, que la epilepsia de Dostoyevski, que era una persona con un «fortísimo instinto de destrucción», tiene que ver, en primer lugar, con sus tempranos miedos, siendo todavía un niño, a la muerte, esto es, al convencimiento de que iba a caer en un estado letárgico que le conduciría inexorablemente a la muerte; en segundo lugar, con los instintos criminales de desear matar a su padre, siendo así la epilepsia una manifestación compensatoria y un modo de expiar el sentimiento de culpa de su conciencia; y, en tercer término, con sus larvadas inclinaciones homosexuales, o, al menos, con su bisexualidad, que Freud deduce, por un lado, de la lectura de parte de su correspondencia y de la estrecha amistad que mantiene con determinados hombres, como, por otro, una vez más de la psicología de algunos de sus personajes. Muchos de estos personajes, además, recuerda Freud, eran asesinos, pecadores y hombres malvados y amorales, algo que ni mucho menos puede considerarse casual, sino como una manifestación de los propios instintos reprimidos del escritor, muy tenuemente sádico hacia afuera y muy sádico consigo mismo, esto es, un masoquista. El mayor trauma de su vida, según Freud, quizá fuese el asesinato real de su padre por unos malhechores, cuando el escritor contaba con diecisiete años. Precisamente, como él mismo albergaba tendencias parricidas, la muerte del padre generó en él un sentimiento de culpa muy profundo. Si pudiera demostrarse, observa Freud, que Dostoyevski no sufrió de ningún ataque epiléptico durante sus cuatro años de trabajos forzados en Siberia, ello confirmaría que aquella culpabilidad se vería redimida por la pena impuesta por las autoridades, mientras que, una vez recobrada la libertad, el sentimiento de culpa retornaría, y, con ello, la enfermedad. En lo que se refiere a la bisexualidad, la argumentación de Freud es bastante débil, pues sólo aduce un hipotético enamoramiento del padre, una relación amor-odio, pero sin aportar pruebas concluyentes y satisfactorias. También lleva a cabo una audaz y polémica asociación entre la afición al juego, a la ruleta, y la masturbación, en el sentido de que el juego —y aquí subraya el papel de las manos basándose en una hermosísima narración corta de Stefan Zweig, Veinticuatro horas en la vida de una mujer— sublimaría la fuerte inclinación onanista.
La última referencia al significado de los ataques epilépticos del príncipe Mischkin, es, a mi juicio, la más interesante, con diferencia, de las tres. Es la interpretación de Dmitri Merejkovsky, que, naturalmente, se inspira en una atentísima lectura de las propias palabras del príncipe explicando o tratando de traducir en palabras su transporte y arrobamiento. Para empezar, Merejkovsky lleva a cabo una interpretación doble, ambivalente, pero complementaria, acerca de la causa y de la consecuencia de la enfermedad. De un lado, esa lucidez, esa «luz» que percibe el príncipe en el segundo anterior al ataque, y que sería una «consecuencia» de la enfermedad. Es decir, el conocimiento espiritual como resultado de undefecto de la constitución físico-genética del individuo. Pero, de otro lado, la «idiotez» como consecuencia de la suprema síntesis de la vida, de ese instante en el que Mischkin parece intuir y comprender el misterio último del mundo y de la existencia. La «idiotez» sería, pues, el precio que habría de pagar por ese instante único, donde todos los extremos del mundo se juntan, que, en su sentido espiritual, es una referencia a Cristo.
Pero Merejkovsky va aún más lejos cuando insinúa que ese «instante» supremo, ese «instante» de existencia superior, podría significar o referirse al fin de los tiempos (por eso hemos hablado antes del aspecto escatológico de la experiencia intransferible de Mischkin); mejor aún, un equivalente del fin de la Historia y de las edades del mundo, según la mística del propio Cristianismo. Expresado de otro modo: lo que Dostoyevski está planteando aquí es nada menos que la profunda preocupación del Cristianismo por la muerte; antes del Cristianismo no había verdadera conciencia de la muerte, porque no había tampoco conciencia de la trascendencia del hombre individual, una trascendencia espiritual que está vinculada a las Personas del Verbo. No se está hablando aquí de una idea de la muerte referida exclusivamente al individuo concreto y singularísimo, sino a una noción de la muerte que afecta de lleno al decurso mismo de la humanidad entera, esto es, que habrá un último día. Antes de que llegue ese último día, se habrá realizado el Reino de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, que es precisamente lo contrario al Estado como poder temporal y a la Iglesia como institución, sea católica u ortodoxa, pues ese Reino de Cristo se basa sólo en la realización del Amor, y, para ello, es la propia sociedad, que no debe confundirse con el Estado, la que se identifica con la Iglesia, pero entendida ahora como cuerpo místico de Cristo.
No obstante, el inmenso teólogo y estudioso de todo el universo humanístico que fue Hans Urs von Balthasar (1905-1988), el hombre «plus cultivé de son temps», en palabras de Henri de Lubac, interpreta con desusada originalidad la enfermedad del príncipe como una manera de ocultar su cristianismo, entre otras razones porque el verdadero cristianismo siempre resultará incomprensible para la mayoría, adquiriendo a sus ojos tintes entre patéticos y ridículos, consecuencia, precisamente, de su misma esencia, tan ajena a todo lo material y terreno. Dice así el eminente teólogo suizo, en uno de los quince tomos de su monumental, y probablemente casi insuperable, trilogía Estética, Teodramática y Teológica, lo siguiente: «La enfermedad de Mischkin tiene […] una función de velación: de ocultar el misterio cristiano ante los ojos propios y ajenos. Es el misterio de la gloria del amor absoluto que penetra desde arriba». Lo que sobre todo distingue al príncipe es su sencillo amor, un «amor simple y puro que no tiene derecho de ciudadanía aquí abajo, que no puede aclimatarse ni instalarse en este mundo, que Aglaya lo llama “platónico amor del caballero medieval”, y que, sin embargo, se distingue claramente del eros trascendental originario, puesto que éste es sabio y el amor crucificado cristiano es necio y, en su forma terrena, ridículo».
El capítulo VI empieza tres días después de ese ataque epiléptico (por lo que continuamos a principios de junio), con el príncipe ya recuperado y alojado en la dacha de Lebédev en Pávlovsk, donde también están de veraneo las Yepánchinas. Todo ese primer día de Mischkin en la dacha de Lebédev, ocupa los capítulos VI, VII, VIII, IX y X. Al día siguiente, en el capítulo XI, Mischkin recibe la visita de Adelaida Ivánovna y del príncipe Tsch***. El segundo día de estancia de Mischkin en Pávlovsk ocupa prácticamente todo este capítulo XI, hacia cuyo final se inicia el tercer día de estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, que ocupa todo el capítulo XII, con el que finaliza la 2ª parte de la novela.
Aunque en todos esos capítulos ocurren multitud de cosas y se perfeccionan los rasgos psicológicos de varios personajes secundarios, nosotros debemos circunscribirnos especialmente al triángulo amoroso de Mischkin-Nastasia-Aglaya, a sus caracteres espirituales y psicológicos, y también a los actos, pensamientos y manifestaciones de otros personajes que nos ayuden a dibujar con cierta nitidez el alma del príncipe. En este punto resulta necesario hacer una precisión relacionada con la concepción o la idea que Dostoyevski tenía de la psicología, a la que no puede considerarse en su caso exactamente de «psicología explicativa», pues lo que en última instancia mueve a sus grandes creaciones literarias, a sus personajes más característicos, está de una u otra manera relacionado con el problema de la libertad, un problema que, para Dostoyevski, constituye un enorme misterio, uno de los misterios supremos de la existencia; de ahí que no pueda abordarse, pues de lo contrario el misterio se diluiría y dejaría de ser tal, con un método prosaicamente racional, sino irracional, esto es, un método que permita acceder a las realidades esenciales, que son las realidades espirituales.
Las tres hermanas, junto con su madre, una vez se enteran de que el príncipe se encuentra en Pávlovsk restableciéndose de la enfermedad que ha vuelto a sobrevenirle, deciden hacerle una visita, pues sienten una sincera estima por él, que, en el caso de Aglaya es puro amor, aunque su orgullo y su pudor lo mantienen escondido; de igual modo que saben de la pretérita convivencia juntos del príncipe con Nastasia, que, naturalmente, reprueban, aunque por discreción y respeto no le digan nada. No obstante, Lizaveta Prokófievna sí se atreve a preguntarle si está solo, es decir, si no ha llegado a casarse, dudas que quedan inmediatamente despejadas con la pronta respuesta del príncipe, que se sonríe ante la ingenuidad de la pregunta. No, no está casado.
De otra parte, desde hace aproximadamente un mes antes de la llegada del príncipe a la localidad veraniega residencial, las tres hermanas han adquirido la costumbre de referirse en sus conversaciones privadas a un misterioso pobre caballero, que, como es lógico, es el príncipe, uso que empieza a extenderse entre otros personajes de nuestra historia, como la cada vez más atractiva —en lo que se refiere a la nobleza de sus sentimientos— hija adolescente de Lebédev y su recién fallecida esposa Yelena, la hermosa muchacha de trece años Viera Lukiánovna (Viera Lebédeva), que, además, siente una honda devoción y admiración por Mischkin; o el propio Kolia; o el novio de Adelaida, el príncipe Tsch***, así como un amigo de éste, Yevguenii Pávlovich Radomskii. La que no sabe nada del significado de ese apodo es Lizaveta Prokófievna, y eso la enoja, por lo que un día, harta de tanto secreto, haciendo gala de su franco carácter, pregunta sin tapujos qué significa, a lo que de pronto Aglaya se ruboriza. Ésta estaba ya también empezando a irritarse de las bromas a cuenta de la ingenuidad del príncipe, que le hacen ya muy poca gracia. Pero, por disimular su sentimiento hacia Mischkin, si lo ve necesario, también se ríe de su modo de ser. Aglaya, según se ha dicho, es muy orgullosa y tiene mucho amor propio, lo que a veces, dada la firmeza de sus decisiones, o lo resolutivo de su conducta, que puede, sin embargo, variar radicalmente en pocos minutos, puede dar la impresión de inmadurez, de inconstancia o de una manera de ser caprichosa. Nada más lejos de la realidad. Es plenamente madura y sabe muy bien lo que quiere. Y ese saber lo que quiere incluye querer saber con certeza qué quieren los demás de ella o qué sienten hacia ella, es decir, qué quiere exactamente el príncipe y qué siente. Pero esto habrá de resolverse más adelante.
Durante esa visita al príncipe en la dacha de Lebédev, como saliera de nuevo a relucir lo del pobre caballero, y se repitiera la pregunta de la generala, y se liase el asunto en nexo fortuito a los temas de los cuadros que pintaba Adelaida, actividad a la que era aficionada, y como quiera que cada vez más crecientemente le pareciese todo eso del pobre caballerouna «sandez» a Lizaveta Prokófievna, puesto que nadie se lo aclaraba en medio de tantas chanzas y complicidades ajenas a ella, de pronto, de improviso, como correspondía a su carácter más profundo, Aglaya le replica a su madre que «no hay tal sandez, sino tan sólo la mayor estimación», respuesta que aún enojó más a la generala, que, interrogando a su hija qué quería decir eso de la «mayor estimación», encontró esta respuesta de Aglaya, expresada con la mayor gravedad: «Pues porque la hay […] porque en esos versos [unos de Pushkin] se describe primero a un hombre capaz de sentir un ideal, y luego cómo, habiendo sentido una vez ese ideal, cree en él, y, ya animado de esa fe, le consagra toda su vida […] Yo, al principio, no comprendía, y me reía; pero ahora amo al pobre caballero, y, lo principal, estimo sus proezas». El príncipe, en la terraza de la dacha de Lebédev, que era donde estaba sucediendo el diálogo, asistía atónito. Es la primera vez que Aglaya, bien es cierto que de modo enigmático, ha expresado su amor. El único que la ha entendido es el destinatario de ese amor. Aglaya estaba refiriéndose a los versos de la famosa Balada del pobre caballero de Alejandro Pushkin, que, inmediatamente después, una vez que Radomskii se ha sumado a la reunión, recitará la joven delante de todos en una intervención ciertamente memorable. Dostoyevski nos describe magníficamente el milagroso momento; cómo se va operando, frente a los que puedan creer que se trata de una afectación de Aglaya, una profunda compenetración de ella con los versos que declama. ¡Es que está declamando una declaración de amor a su amado, que está delante mismo de ella! Los románticos versos de Pushkin hacen alusión a un «misérrimo hidalgo», imbuido de un alto ideal, que ama a una mujer desinteresadamente, un explícito homenaje de Pushkin y de Dostoyevski a Don Quijote. Aglaya, como acabamos de decir, se está dirigiendo al príncipe Mischkin, y tiene la increíble habilidad de alterar las iniciales que hay insertas en el poema de Pushkin por las iniciales de Nastasia Filíppovna (N. F. B.). Mischkin es el único de los circunstantes que se da cuenta de ello inmediatamente. Aquel pobre caballero al que todos se referían hasta entonces, pertenece a la misma familia espiritual que el «hidalgo» de la balada de Pushkin que tan maravillosamente recita Aglaya. Aquel pobre caballero, ya lo hemos dicho, es Mischkin, un personaje que Dostoyevski está modelando con un paralelismo espiritual con Don Quijote, los dos más grandes personajes de la literatura universal que encarnan un «ideal», naturalmente, decíamos al principio, cristiano, evangélico. Por eso le hablaba Aglaya a su madre instantes antes del «ideal». Entre Aglaya y el príncipe, en todo este pasaje lleno de amor, pero también de amargura (repárese en la sutil alteración de las iniciales), hay unos intercambios de miradas y una sintonía extraordinaria. Ambos se ponen encarnados en más de una ocasión durante el transcurso de esta intensa escena de amor puro y platónico.
Aunque el tema del nihilismo ruso se roza muy de soslayo en esta novela, ya que será en Demonios y en Los hermanos Karamazov donde Dostoyevski aborde con profundidad jamás alcanzada toda la problemática intelectual, política y religiosa que esa corriente fundamental de la intelligentsia rusa presentaba en su tiempo, anunciando de manera profética los horrores del bolchevismo, sin embargo, coincidiendo con la estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, se van agregando una serie de personajes, al calor de un turbio y equívoco asunto en el que se pretende conseguir una importante cantidad de dinero del príncipe, en los que pueden advertirse embrionarios rasgos nihilistas, pero que ni mucho menos ofrecen la nitidez ni la profundidad, ni tampoco la maldad, de los quinqueviros de Demonios dirigidos por Piotr Stepánovich Verjovenski. De todos ellos, el más interesante, a notable distancia del resto, es el ya referido Ippolit Teréntiev, que en esta cuestión sólo tiene rasgos intelectuales tangenciales con el nihilismo, aunque de inusual profundidad si tenemos en cuenta su jovencísima edad. La vehemente Lizaveta Prokófievna, que advierte espantada el ateísmo de que se jactan, irritada ante las risas irónicas y burlonas que de modo constante manifiestan, ante su descarada altivez, acaba explotando, y, cual atacada de incontrolado histerismo, lanza una extensa andanada contra ellos, en la que, además de decirle a Kolia, que está influido sobre todo por su amigo Ippolit, que, en vez de discutir, con lo joven que es, sobre el problema femenino, lo que debe hacer es portarse «humanamente» con su sufrida madre, exclama: «¡Locos! ¡Vanidosos! No creen en Dios, no creen en Cristo. Pero hasta tal punto estáis corroídos de vanidad y orgullo, que acabaréis comiéndoos los unos a los otros, desde ahora os lo digo» (capítulo IX). No sólo los quinqueviros de Demonios terminarán devorándose a sí mismos, sino que sólo hay que reparar en la terrible lucha por el poder que se desata en la Unión Soviética después de la muerte de Lenin en enero de 1924, de qué modo todos los principales revolucionarios de la primera hora son neutralizados y apartados, y, después, cuando las circunstancias sean propicias, en el decenio de 1930, detenidos, encerrados y eliminados físicamente por orden de José Stalin. Todo lo que ocurre en Rusia posteriormente a su muerte en 1881, está profetizado de modo sobrecogedor y espeluznante por Dostoyevski, pero no porque fuese profeta, al modo de los profetas del Antiguo Testamento, sino porque conoce como nadie la idiosincrasia del pueblo ruso y lo que se esconde detrás del nihilismo ruso.
Ippolit Teréntiev, que sabe que su fin está próximo, pues la tuberculosis lo carcome, pretende llamar la atención sobre su persona, e incluso quiere aparentar lo que a veces en el fondo no es. Por ejemplo, cuando, poco después de esa acalorada intervención de la generala, le comenta que «aunque no tengo nada de sentimental», celebra que aquel turbio asunto de marras en relación a la fortuna del príncipe, se haya resuelto satisfactoriamente. Sí que es un sentimental. Y por eso mismo es, como mucho, un aspirante a nihilista. Los verdaderos nihilistas, como Verjovenski, o como Nikolai Vsevolódovich Stavroguin, no pueden permitirse tener sentimientos. Tienen que ser implacables, sin compasión alguna. A mi juicio, Ippolit, sobre todo por sus actos, pero también por sus palabras, es un muchacho con corazón, al que le obsesiona la muerte, y también la idea del suicidio, naturalmente sin punto de comparación con esa convulsiva y enfermiza obsesión por ese acto del Kirillov de Demonios, pues lo que el ingeniero Aléksieyi Nilich Kirillov pretende con su «suicidio lógico» es demostrar que Dios no existe. Me parece necesario subrayar lo que se refiere al sentimiento, porque el primer nihilista literario, el extraordinario Evgueni [Eugenio] Vasílich Basárov de la novela Padres e hijos de Iván Turguéniev, aunque pretenda dar una imagen en sentido contrario, de hombre frío, desapasionado, analítico, cerebral, científico, observador de las leyes de la naturaleza, quiere, aunque se resista a mostrarlo explícitamente, muchísimo a sus padres, sobre todo a su madre, a pesar del desapego e independencia con que se conduce ante ella; asimismo, al margen de su curiosidad científica, coopera todo lo que sea necesario en la salvación de vidas humanas, como dicta su código ético de médico, y esa actitud es la que acabará contagiándole el tifus de un desgraciado mujik (campesino pobre) y muriendo a consecuencia de ello; pero, ante todo, es capaz de amar, de enamorarse apasionada y desinteresadamente de una mujer, de la hermosa y seductora Anna Serguiéievna Odintsova, que finalmente no le corresponde en su amor, pero que acudirá a su lecho de muerte, acompañada de un afamado doctor para hacer un último intento por curarle, de todo punto inútil, y que mantendrá con el moribundo una inolvidable y conmovedora conversación, digna de ese otro genio del arte de narrar que es Turguéniev.
Conviene, no obstante, aclarar que Ippolit expresa opiniones inequívocamente nihilistas, lo que no significa que lo sea por completo o que, como acabo de indicar, no tenga sentimientos. De nuevo, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, afirma: «… Pues a lo que más le temen ustedes es a nuestra sinceridad, y eso que nos desprecian». La generala, viendo que la tos acude con inusitada y arrolladora fuerza a su garganta, y observando su estado como de delirio extático, se emociona toda entera, rogándole que se calme, que descanse, que no se fatigue; pero él no puede ya detenerse: «¡Sí, la Naturaleza es una guasona! Porque, si no —continuó con súbita vehemencia—, ¿por qué crea a los seres superiores para luego reírse de ellos? Al único ser que en la Tierra se ha reconocido perfecto dióle por misión la Naturaleza decir palabras que han hecho correr torrentes de sangre, en los que habría podido ahogarse la Humanidad entera si toda esa sangre se hubiese vertido de una vez […] Yo quería vivir para la dicha de todos los hombres; para la búsqueda, para la difusión de la verdad […] ¿Saben que si no estuviese tísico me mataría?...» (capítulo X). Sólo quisiera aquí que el lector reparase sucintamente en varios detalles: Ippolit es honesto intelectualmente hablando, cree firmemente en la sinceridad; más que como «guasona», parece ver a la Naturaleza como una madrastra; la alusión a los «seres superiores» inmediatamente nos evoca a Rodion Románovich Raskólnikov; a Cristo, como equivocadamente piensa Ippolit, no le ha dado ningún mandato ni le ha conferido ninguna misión «la Naturaleza», sino su Padre que está en los cielos; es muy cierto que las palabras de Cristo han provocado océanos de sangre; la dicha de los hombres que desea Ippolit no tiene nada que ver con el pérfido y destructivo anhelo del Gran Inquisidor (en los Karamazov) para con aquéllos, pues la dicha y felicidad de la que le habla a Jesús en los calabozos de la Inquisición en Sevilla conduce a la más absoluta negación de la libertad y de la dignidad del hombre; Ippolit cree honradamente que se puede encontrar una «verdad» terrenal, que sería la única verdad, como, también honradamente, pero muy equivocadamente, creyó Federico Nietzsche.
En esta 2ª parte, para finalizar ya con ella, existen también nítidas alusiones evangélicas, como cuando Ippolit se permite sugerir que Lizaveta Prokófievna tome con su marido y con sus hijas una taza de té en casa del príncipe (no olvidemos que la dacha de Lebédev, al alojarse allí una persona del rango social de Mischkin, es como si fuese la casa de éste, pues para el funcionario es todo un honor contar con ese invitado), a lo que la generala responde, dirigiéndose al príncipe, que «yo no soy digna de tomar té en tu casa» (capítulo IX). También asistimos al progresivo encariñamiento del príncipe con los niños, por ejemplo, con la hijita todavía de pecho de Lebédev, Líubochka, hermanita de Viera Lebédeva. O cómo Keller, un oficial retirado de origen alemán, que mantuvo una fugitiva relación con Nastasia Filíppovna en el pasado, sólo con el propósito de darle celos a Rogochin, le confiesa al príncipe que «había perdido todo vestigio de moral (únicamente por no creer en el Altísimo)», y, un poco más adelante, en el mismo capítulo, le reconoce al propio príncipe dos cosas muy significativas: «… Mire usted, príncipe: tiene usted una sencillez de alma, una inocencia como ni en la Edad de Oro las hubo, y de pronto, al mismo tiempo, penetra usted a través del hombre como una flecha, con la más profunda observación psicológica» (capítulo XI). Estas últimas palabras de Keller corroboran la certera observación de Jacques Madaule acerca de esa capacidad de penetración psicológica, «a pesar suyo», de Mischkin: «Ningún secreto es tan vergonzoso ni está tan escondido que no lo descubra al instante, o mejor dicho que no se le descubra como a pesar suyo y sin que él lo busque». Keller, un grandullón al que se le llama «el boxeador», unido al círculo de Ippolit Teréntiev, y que ha publicado un artículo en una revista, a cuenta de aquel turbio asunto del dinero que la estrambótica banda quiere sonsacarle al príncipe, artículo cuyo objetivo no era otro que desacreditar a Mischkin delante de la sociedad petersburguesa, este Keller, que aparenta ser un vulgar matón, no resulta después tal, y, lo que es aún más elocuente, ha percibido con total clarividencia, no sólo la inocencia y pureza del príncipe, que salta a la vista, sino su inteligencia y agudas dotes psicológicas de observación. En efecto, Mischkin suele observarlo todo en silencio, como si estuviese ido o como ajeno a los acontecimientos que ocurren a su alrededor, pero de todo lo importante dáse cuenta, de todo lo relevante —por sutil que sea, por escondido que esté— que tenga que ver con la vida y con la evolución espiritual de las personas que le rodean. Nadie le es indiferente.
En el capítulo XII, que comienza a las siete de la tarde del tercer día de estancia del príncipe en la dacha de Lebédev en Pávlovsk, estando Mischkin en la terraza de la vivienda, se presenta de improviso Lizaveta Prokófievna (su dacha y la de Lebédev distaban unos trescientos metros tan sólo), para saber exactamente qué decía aquella breve misiva que el príncipe le había hecho llegar a Aglaya y que ésta había guardado en un volumen del Quijote, una carta de cuya existencia acaba de enterarse la generala. El príncipe, ante los requerimientos de la madre, se la recita de memoria, ya que la recuerda muy bien, y, como él mismo afirma, no tiene inconveniente en hacerlo ni tiene que ocultar nada, por lo que no va a ponerse colorado al referirla, aunque lo cierto es que se pone doblemente colorado, pero como aquélla dudase, no tanto del contenido de la carta, que le ha parecido un galimatías incomprensible, sino de las palabras del príncipe de que la escribió como si fuera un hermano de la joven, Mischkin, a la pregunta de Lizaveta de si le ha mentido, le responde seco y tajante: «Yo no miento». Ante la insistencia de la generala, aunque elude hábilmente la pregunta de si se encuentra en Pávlovsk por Nastasia Filíppovna, sí le corrobora que no se ha presentado allí con la pretensión de casarse con la amante de Rogochin. La generala, finalmente, después de pedirle que le dé un beso, pues confía plenamente en él y lo estima muchísimo, le recuerda, no obstante, que Aglaya no lo quiere y que ella, como madre, ha tomado sus medidas para que su hija no sea nunca suya.
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Los primeros párrafos del primer capítulo de la tercera parte sirven al novelista para hacer unas consideraciones generales acerca del excesivo número de funcionarios inútiles en Rusia, sobre la carencia común de originalidad entre las personas (que suele faltar entre las personas con sentido práctico) y sobre el desprecio que, en general, se tiene en Rusia por los genios y los inventores. También dice el narrador: «Pero cierta estupidez espiritual parece ser la condición indispensable, o poco menos, si no de todo hombre práctico, por lo menos de todo serio acumulador de dinero».
Aquel tercer día de estancia del príncipe en Pávlovsk, continúa en la tercera parte, y se extiende durante los capítulos I, II y III. Casi al final de este capítulo III, siendo ya más de las doce de la noche, se inicia el cuarto día en Pávlovsk, que continuará durante el capítulo IV, prolongándose toda esa noche. Ese cuarto día de la estancia del príncipe Mischkin en Pávlovsk es el día de su cumpleaños, y está cargado de manera intensísima de acontecimientos. Se prolonga hasta el final del capítulo X, cuando, de madrugada, se entra en el quinto día, que apenas tiene duración en la novela. Durante el aludido cuarto día es cuando Ippolit Teréntiev lee su elocuente Explicación. En ese mismo día, tan preñado de sucesos, entre las siete y las ocho de la mañana, tiene lugar, en un banco verde de un parque junto a la dacha de Lebédev, la extraordinaria conversación entre Mischkin y Aglaya, en la que ésta, a pesar de su orgullo, deja traslucir claramente el inmenso amor que siente por él.
Una vez que el narrador, que siempre habla en tercera persona, ha hecho la mencionada introducción a la 3ª parte de la novela, en la que, además de referirse a algunos aspectos muy generales en relación a la escasa eficacia de la Administración imperial y sobre determinadas actitudes de los rusos en lo que atañe a la innovación y la mejora de la industria y de la economía, y donde también aprovecha para aclarar ciertas impresiones, oscilantes estados de ánimo y moderadas esperanzas sobre el curso de los acontecimientos por parte de Lizaveta Prokófievna, naturalmente en lo que se refiere al destino más o menos próximo de sus queridísimas hijas, se relata una conversación que tiene lugar en la dacha de Lebédev (recordemos, como acabamos de indicar, que ya estaba muy avanzada la noche de ese tercer día en Pávlovsk), en la que, por supuesto, está presente el príncipe, pero que tiene la particularidad de girar en torno a un tema de carácter político, en concreto el significado del liberalismo en Rusia. La intervención más destacada y detallada es la de Radomskii, que, en síntesis, viene a concluir que una de las principales tragedias del liberalismo en Rusia es la de no haber sido capaz de entroncar y mantener lo mejor de la tradición, y, por eso, constituye ese liberalismo un ataque frontal a la «sustantividad» de Rusia. En ninguna parte —Radomskii debe estar pensando sobre todo en Inglaterra— puede darse el caso de que un liberal odie a su patria; sin embargo, eso es lo que ocurre en Rusia. Nótese que Dostoyevski está introduciendo, aunque no le interesa hacerlo con excesiva profundidad en esta novela, pues su centro de gravedad es otro, el arduo problema de la occidentalización de Rusia, de la europeización de Rusia, iniciada por Iván IV el Terrible en la segunda mitad del siglo XVI —al mismo tiempo que somete de manera implacable a los campesinos pobres y sienta las bases sólidas de la autocracia imperial— , continuada de manera despótica y cruel por Pedro el Grande a finales del XVII y principios del XVIII, e impulsada de modo asimismo autocrático y absoluto, pero sin tan extrema brutalidad, por Catalina la Grande en la segunda mitad del siglo XVIII. Esos liberales rusos a los que se está refiriendo Radomskii como intelectuales europeizantes, forman la flor y nata de la intelligentsia, y entre ellos hay ya por entonces, hacia 1870, que es el año de nacimiento de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), numerosos nihilistas. A Dostoyevski, lo que le preocupa, lo que rechaza abiertamente, es que, en aras de esa occidentalización, se traicione el «alma de Rusia», se disuelvan sus tradiciones más profundas, las arraigadas creencias religiosas del pueblo ruso. Esto es lo que teme Dostoyevski, que precisamente habla con Alexander Herzen en Londres, en julio de 1862, de ese pueblo ruso, un pueblo que, según juicio erróneo de Edward Hallett Carr, no conocía bien Dostoyevski. Si algo conocía bien el incomparable novelista, mejor aún que pudiera conocerlo el propio Tolstoi, era al pueblo ruso, es decir, la más íntima esencia de ese pueblo, que no puede desligarse de su religiosidad profunda. Aunque debe admitirse que ese conocimiento se sustenta, primordialmente, en la experiencia espiritual del escritor, en la observación del «pueblo» ruso a través del espejo donde se reflejan las turbulencias de su propia alma en llamas, en permanente estado de agitación subterránea, como un volcán que puede entrar en erupción en cualquier momento.
El príncipe, ante la «pasión y vehemencia» de las palabras de Radomskii, interviene para decirle que en parte tiene razón, que puede ser que el liberalismo tienda «hasta cierto punto, a odiar a la misma Rusia», pero que sería injusto aplicar ese criterio a todos los liberales. En este mismo momento, el narrador hace una penetrante observación sobre el carácter del príncipe, una de sus principales cualidades,
«que consistía en la extraordinaria ingenuidad de la atención con que siempre escuchaba cuanto despertaba su interés y de las contestaciones que daba cuando, en esos casos, le hacían directamente preguntas. En su cara, y hasta en la actitud de su cuerpo, parecían traslucirse esa ingenuidad, esa buena fe que no sospechaban ni burlas ni humorismos». La conversación va discurriendo por diversos vericuetos, siendo uno de ellos el ensañamiento con que se conducen determinados criminales comunes, a lo que el príncipe, después de que uno de los presentes informe del elevado número de asesinatos que es capaz de cometer este tipo de individuos, responde haciendo una agudísima observación de psicología criminal, en la que lo importante, para él, no es tanto el número de víctimas, que por supuesto que lo es, sino la ausencia absoluta de arrepentimiento: «Pero yo hube de observar entonces [en su recorrido por algunos penales] que el criminal más nato y empedernido no deja de saber que es un criminal; es decir, que su conciencia le dice que no ha obrado bien, aunque no sienta el menor remordimiento».
Aglaya no deja de observarlo en todo momento, aunque intentando que nadie se dé cuenta de ello; el único que lo percibe es el príncipe. De vez en cuando, también ella se ruboriza. Cuando él, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, trata de tranquilizarlos a todos, indicándoles que no teman por que pueda darle un nuevo ataque, pues se retirará en seguida, en medio de este párrafo acierta a expresar: «Hay ideas elevadas, de las que yo no debo ponerme a hablar, porque infaliblemente les hago reír a todos…»; entonces, Aglaya, temiendo que, efectivamente, puedan reírse de él, se encara con él: «Pero ¿por qué se expresa usted aquí de ese modo? ¿Por qué les dice usted eso a ellos? ¡A ellos! ¡A ellos!» Y, echando fuego por los ojos, como correspondía a su carácter en determinados instantes decisivos e intensos, a la inmaculada sinceridad de sus sentimientos, al sacrosanto amor y respeto que profesa a esa criatura tan increíblemente auténtica, pura, inocente y buena que es Mischkin, dijo dirigiéndose a todos los presentes, que se quedaron estupefactos, sobre todo su madre, pues sabía de lo resolutiva que era y de lo que era capaz su hija: «Aquí no hay ni una sola persona digna de esas palabras [las que acaba de pronunciar el príncipe sobre las ideas elevadas]. ¡Aquí no hay nadie, nadie, que valga su dedo meñique ni tenga su inteligencia ni su corazón! ¡Usted es más honrado que todos, más noble que todos, mejor que todos, más inteligente que todos! Aquí hay quien es indigno de agacharse y recoger del suelo el pañuelo que deja usted caer… ¿Por qué se humilla usted así y se rebaja ante ellos? ¿Por qué ha de despreciar usted todo lo suyo, por qué no ha de tener usted orgullo?» (capítulo II). Frente al orgullo, que Aglaya lo posee en alto grado, aunque con humanísima y serena dignidad, el príncipe, su naturaleza más profunda, no puede manifestar sino humildad, porque la humildad y la piedad son la argamasa impoluta y virginal, sin adulteración alguna, que ha servido para modelar indeleblemente su espíritu. A Aglaya le cuesta entenderlo, quizás rechace tanta humildad en su fuero interno, pero siente una admiración sin límite por un hombre así, y este modo de ser, a pesar de que muchas veces pueda molestarla, en parte porque pueda ser, como de hecho es, objeto de burlas y de chanzas, en el fondo la absorbe por completo, la embriaga de un dulce y puro amor.
Pero Aglaya continúa escondiendo sus sentimientos, a pesar de aquella volcánica explosión. No sólo los esconde, sino que vuelve a mostrar desdén e indiferencia por el príncipe, insegura como está de lo que Mischkin siente verdaderamente por ella. En ese mismo capítulo hay un cruce de miradas entre ambos, encontrándose de pronto los ojos de ella centelleantes, echando chispas, ante lo que acaba de ver, y lo que ha visto con sus propios ojos es cómo el príncipe ha vuelto la cabeza para contemplar a Nastasia Filíppovna, que ha pasado por delante de la dacha, con el único fin de provocar, por ese despecho que la está destruyendo por dentro. Pero, aunque Aglaya no lo sepa, aunque se resistiera a admitirlo caso de que el príncipe se lo confesase, lo cierto es que Mischkin continúa sintiendo por esa María Magdalena literaria —muchísimo más real que tantos seres reales mediocres y vulgares que somos la mayoría de nosotros y que nos rodean todos los días— una piedad infinita. Después acontece un desagradable episodio en la estación de ferrocarril de la pequeña ciudad veraniega, un incidente en el que incluso se produce un relampagueante conato de vivo revuelo, en el que Nastasia cruza el semblante de un pretendido ofensor, un joven oficial amigo de Radomskii, con un bastoncito de junco, oficial que, sin pensárselo dos veces, se abalanza contra ella, acudiendo el príncipe de inmediato en su auxilio y recibiendo, como era de esperar, un fuerte revés en el pecho por mano del joven militar. Todo el incidente ha tenido su origen en ciertas descaradas y provocativas palabras de Nastasia, que está en Pávlovsk en un estado de excitación creciente, pues a ella también la devoran los celos pensando que el príncipe está enamorado de Aglaya. Lo paga con quien sea, especialmente con el grupo de amistades de Mischkin, ante la consiguiente indignación general. Nastasia, hermosísima, deslumbrante, paseando su inefable belleza física, es un alma insatisfecha, torturada, que se desprecia a sí misma, y que ama al príncipe aún más todavía que antes, pero ella sí que es consciente, a diferencia de la virginal Aglaya, que ese amor no es posible, es más, que ella está destinada a morir por mano de su «lujurioso» y «sanguíneo» amante, Rogochin, una muerte que la redimirá de todos sus pecados, como los años de trabajos forzados en Siberia, en compañía de Sonia, otra prostituta de corazón puro, otra María Magdalena literaria, la primera del escritor, redimirán a Raskólnikov del terrible crimen que ha cometido contra la vieja usurera Aliona Ivánovna y su hermana Lizaveta. Terrible porque ha matado por una idea, porque ha matado para demostrarse a sí mismo que es un individuo superior, que su deber moral es librar a la sociedad de un parásito que chupa la sangre de sus víctimas, y porque él piensa que está por encima de las leyes divinas y humanas.
Después del incidente de la estación, ya oscurecido del todo, y habiéndose quedado solo el príncipe en la terraza de la dacha, acercósele Aglaya, manteniendo con él un breve diálogo, en el que, ante la pregunta de ella de si él se defendería si fuese atacado, si él, en definitiva, era un cobarde, Mischkin responde: «Cobarde es quien no tiene miedo y huye; pero quien tiene miedo y no huye, ése no es cobarde». Al final del diálogo, en el que hablaron, entre otras cosas, del duelo que le costó la vida a Pushkin, él es consciente que sólo le importa la presencia de ella: «Pero todo se le voló del pensamiento, salvo la idea de que ella estaba allí, ante él y él la miraba, siéndole casi en absoluto indiferente en tal instante que ella le hablase de una cosa o de otra». Cuando se despidieron y ella le ofreció la mano, probablemente fue entonces cuando deslizó entre sus dedos un dobladito billete, que, poco después, el príncipe pudo leer, y en el que lo citaba en el banco verde del parque a las siete en punto de la mañana, para hablarle de «un asunto sumamente principal», por lo tanto al amanecer del cuarto día de estancia del príncipe en Pávlovsk.
Pero esa noche va a ser muy larga. Para empezar, el príncipe, que había salido a dar un paseo poco después de la medianoche, es decir, nada más comenzar el cuarto día, encuentra de pronto la sigilosa figura de Rogochin, que, como es su costumbre, surge de pronto de entre las sombras, como una aparición inquietante y perturbadora. Pero el príncipe —ya se lo ha dejado entrever antes a Aglaya— no es precisamente un cobarde; su calma y serenidad no se disipan. Es entonces cuando tiene ese pensamiento respecto a Rogochin que ya hemos transcrito, a saber, que «en el alma aquel hombre no podía cambiar». El príncipe se franquea con él: «Y aunque sea yo inocente como un ángel para contigo, tú, a pesar de todo, no me podrás sufrir, porque pensarás que ella no te quiere a ti, sino a mí». Así es, en efecto. Aunque Mischkin intenta sinceramente persuadirlo de que ella, Nastasia, en realidad a quien quiere es a él, a Rogochin, pero que gusta de mortificarlo y de hacerle sufrir, pues tal es su carácter, Rogochin no puede dejar de creer con todas sus fuerzas que el corazón de Nastasia ha elegido al príncipe. No se equivoca. Lo que no puede comprender es que Mischkin no la ama en el sentido que normalmente concedemos a ese sentimiento, sino que lo que siente es sólo piedad. Cuando el príncipe regresa de nuevo a la dacha en compañía de Rogochin, la animación de la nutrida concurrencia crece por momentos. La madrugada avanza, pero los presentes se enzarzan en debates en los que manifiestan apasionadamente sus opiniones. Uno de los más vehementes en expresarlas es el dueño de la vivienda, Lebédev, sobre todo cuando afirma que «la ley de la propia conservación y la ley de la propia destrucción son las únicas fuerzas de la Humanidad. El diablo, mediante una y otra, domina y dominará hasta un límite de tiempo aún desconocido […] porque el espíritu impuro [el demonio] es un grande y poderoso espíritu» (capítulo IV). Por su parte, Radomskii emite una opinión sobre el príncipe que más pareciera que estuviese dirigida a Federico Nietzsche: «¿Verdaderamente, príncipe, fue usted quien dijo una vez que el mundo se salvaría por labelleza?». Mischkin se limita a no responder.
Pero el acontecimiento decisivo de esa madrugada, antes de que amanezca y el príncipe se encuentre con Aglaya en el banco verde del parque, es la Declaración de Ippolit Teréntiev. Tiene razón Edward Hallett Carr al definir a Ippolit como un personaje excepcionalmente maduro para su joven edad, un personaje en el que el novelista ha pretendido reflexionar muy profundamente sobre el dolor y el sufrimiento, pues sabe que se está muriendo, un personaje que considera su «muerte injusta y absurda» y que está, quizás por ello mismo, necesitado de «autoafirmación». Pero yerra, a nuestro juicio, el insigne historiador británico cuando opina que Ippolit es un personaje que no «nos conmueve del todo», opinión que se sustenta probablemente en creer que Ippolit se conduce con cierta afectación, cuando lo cierto es que, con independencia de que esté necesitado de comprensión y de cariño, habla con absoluta sinceridad y no creemos que su actitud moral e intelectual sea una simple pose.
Esta Declaración, leída por él en voz alta en la terraza de la dacha de Lebédev, en presencia del príncipe, de Rogochin, de Radomskii, de Kolia, de Keller y otros más, y que ocupa varias apretadas y densas páginas, la titula su autor Mi explicación indispensable. Après moi, le déluge [Después de mí, el diluvio], y en ella hace profundas y originales consideraciones sobre su concepción de la vida y de la existencia, teniendo en cuenta que está convencido de que va morir pronto por efecto de su tuberculosis, planteándose abiertamente la posibilidad del suicidio. Relata un extenso y extrañísimo sueño, que con toda seguridad conocía el excepcional escritor praguense Franz Kafka, grandísimo admirador del novelista ruso, un sueño que también nos evoca algunas imágenes animales monstruosas de ciertos cuadros del pintor simbolista suizo Arnold Böcklin, como por ejemplo La plaga, de 1898 (Basilea, Kunstmuseum). Habla de una convicción suprema, que parece consistir en que, aunque al principio despreciaba la vida, después quiere aferrarse a ella y «vivir fuere como fuere» […] «porque yo, efectivamente, empecé a vivir al saber que ya me era imposible empezar». Pone como ejemplo a Cristóbal Colón y a su afán por descubrir el Nuevo Mundo, diciendo que lo importante no es el descubrimiento en sí, sino la búsqueda. Lo mismo ocurre en la vida. La vida es búsqueda constante, sempiterna. También afirma que es imposible «comunicar a nadie lo más principal de vuestra idea», que siempre se muere el hombre, cualquier hombre, sin haber podido transmitir algo esencial de su pensamiento que se lleva a la tumba, por mucho que lo haya intentado y por muchos volúmenes que haya escrito. Establece, asimismo, una distinción entre la caridad individual y la caridad pública. La primera es una necesidad del individuo y existirá siempre. La semilla de la caridad individual puede ser muy pródiga en el transcurso del tiempo, no conociéndose exactamente su alcance y la parte que pueda tener en la resolución de los destinos de la Humanidad. Más adelante lleva a cabo aquella hondísima reflexión, ya resumida antes por nosotros, acerca de la copia del Cristo muerto de Hans Holbein el Joven que hay en casa de Parfén Rogochin. También cuenta un extraño suceso que le ocurrió con este último, cuando se deslizó como un fantasma dentro de su habitación completamente en sombras, sólo iluminada por una lamparita que había delante de un icono, observándole callado, sin pronunciar palabra, cual un espectro inquietante o amenazante.
Por acabar con este interesante personaje, Ippolit, ya en la 4ª y última parte de la novela, en el capítulo II, deja la dacha de Lebédev y se traslada a la casa de Ptitsin y de su esposa Varvara en la misma Pávlovsk. La tensión con Gavrila, el hermano de Varvara, se acrecienta, profesándole Gavrila un encendido desprecio e incluso odio. En buena medida, porque Ippolit, que también odia a Gavrila, le dice claramente lo que piensa de él: que es un ser fatuo, vil, ruin y ordinario, un ser rutinario, incapaz de originalidad alguna, infinitamente envidioso y profundamente frustrado y resentido.
Por fin, a las siete de la mañana del cuarto día de estancia del príncipe en Pávlovsk (3ª parte, capítulo VIII), tiene lugar la cita de Mischkin con Aglaya en el banco verde del parque, desarrollándose entre ambos un diálogo extraordinario y sublime, para el que el novelista ha ido preparando al lector de modo gradual, un diálogo en el que ambos muestran gran entereza y serenidad, aunque Aglaya, profundamente enamorada, no se atreve a manifestarle abiertamente su amor, pues cree que el corazón del príncipe pertenece a Nastasia. Pero Aglaya tiene oportunidad de decirle muchas cosas. Una de ellas, de enorme hondura moral, es que la justicia, por sí sola, puede ser, y de hecho es, injusta. También le dice que la inteligencia principal, que es la que importa, es en él más grande y mejor que en todos los demás que ella conoce, inteligencia que esos mismos no pueden ni siquiera soñar porque carecen también del alma principal y sólo poseen un alma secundaria. Aglaya está con ello expresando la idea, que forma parte de su íntimo convencimiento, de que en las personas hay dos almas, pero sólo una de ellas importa, y precisamente es esa alma la que posee el príncipe. Asimismo, le manifiesta su deseo de sincerarse con una persona en el mundo, y esa persona ha decidido que sea él. Una persona con la que no puede tener secretos. Le revela que anhela viajar por Europa, conocer Roma, París, gabinetes científicos y catedrales góticas, pero que, sobre todo, desea fundar una escuela con él donde instruir a los niños —pues ella sabe de la predilección y dulzura del príncipe para con los niños. Es evidente que Dostoyevski nos está trazando el perfil psicológico y la original personalidad de la más entusiasta y ardiente defensora de la modernización de Rusia de todas sus novelas, sensible tanto a las bellezas del arte como a los avances de la ciencia. Algunos críticos incluso han llegado a sugerir que quien también estaba silenciosamente enamorada del novelista, aún más quizás que la propia Anna Vasilevna Korvin-Krukovskaya, que sin duda lo estaba e inspira, como hemos comentado antes, el personaje de Aglaya, era su hermana de menor edad, Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, privilegiado intelecto matemático.
En este diálogo incomparable, el príncipe le refiere a Aglaya su atormentada relación con Nastasia, con la que ha vivido un mes entero, haciendo alguna que otra referencia al pasaje evangélico de la mujer adúltera, sobre la que nadie tiene derecho a arrojar ninguna piedra: «Esa desdichada mujer está profundamente convencida de ser la criatura más perdida, más vil de este mundo. ¡Oh, no la maltrate usted, no le arroje piedras! ¡Demasiado se atormenta ella misma con la consciencia de su inmerecido oprobio!» En su sinceridad, que le ha demandado sin reservas la propia joven, le manifiesta a Aglaya que esa relación con Nastasia le ha producido un dolor tan grande que no podrá curarse nunca de él. Antes amaba a Nastasia; ahora ya no la ama; sólo siente una infinita piedad por ella. Nastasia, continúa explicándole, se vilipendia a sí misma sin motivo alguno, se tortura a sí misma de una manera espantosa, como si fuese el ser más despreciable del mundo. Hay en ello, en opinión de Mischkin, algo profundamente antinatural. Todo deriva del amor inmarcesible que Nastasia siente por él, pero no quiere hacerlo desgraciado, y, creyendo que Mischkin ama a Aglaya, consiente sin resentimiento alguno en sacrificar su amor y propiciar la unión del príncipe con la más joven de las Yepánchinas. Para ello, Nastasia Filíppovna ha llegado incluso, en su desvarío amoroso, a escribirle y hacerle llegar a Aglaya Ivánovna tres cartas, tres misivas incalificables y conmovedoras hasta el límite humanamente soportable, que Aglaya entrega al príncipe, y que éste leerá, en un estado en el que el sueño y la realidad llegarán a confundirse, poco después, cuando ya se encuentre solo, al final de este casi eterno cuarto día (que sin solución de continuidad se ha enlazado con el anterior, habiéndose mantenido el príncipe prácticamente todo ese tiempo, lo que resulta casi físicamente incomprensible, despierto, sobre todo si reparamos en la tensión acumulada entre tantos acontecimientos extremos —sólo le venció el sueño en el banco verde un par de horas antes de la llegada de Aglaya), en el último capítulo de la 3ª parte. Aglaya le descubre a Mischkin que Nastasia está prendada de ella, que ve en ella sólo pureza e inocencia, mientras que ella, Nastasia, se ve a sí misma en esas cartas como una persona impura que no puede compararse, ni lo pretende, con la joven Aglaya Ivánovna. Se establece entonces una nueva vuelta de tuerca que convierte el diálogo entre ambos jóvenes enamorados en algo sumamente complejo y sutil, pues Aglaya quiere que el príncipe entienda que Nastasia, en realidad, está loca de amor por él, y eso significa intrínsecamente que, del mismo modo que Nastasia está dispuesta a sacrificarse toda entera, también Aglaya lo está, para que el príncipe y Nastasia vivan eternamente juntos. Dostoyevski está dibujando, como nunca lo había hecho antes ni volverá a hacerlo después, dos almas femeninas de una nobleza absolutamente inconmensurable, de una grandeza que deja al lector completamente trastornado, espiritualmente absorbido por la fuerza infinita de la que es capaz el amor humano. Ambas mujeres son rivales, y lo saben, pero están dispuestas a sacrificar lo más sagrado que hay para ellas, su amor a Mischkin, y se predisponen a hacerlo precisamente porque lo aman con locura, lo aman por encima de todo lo imaginable, lo aman físicamente, pero, antes de nada, de un modo sagrado, espiritual, pues, a través de ese amor, que permite nada menos que sea la otra, la competidora, la que disfrute del amado, se están redimiendo como seres humanos, esto es, Dostoyevski está redimiendo a sus criaturas como nadie lo había hecho nunca antes ni podrá volver a hacerlo. Es verdad que después llegarán a enfrentarse ambas, sobre todo por culpa del orgullo de Aglaya, pero lo importante ahora es subrayar la grandeza del corazón humano a través de estas dos mujeres sencillamente sublimes. ¿Cómo pueden, Dios mío, las feministas radicales, detectar alienación en este comportamiento de ambas mujeres? Sólo se comprende en quien no cree en la persona como en un ser trascendente, creado para encontrarse con Dios, con Cristo, al final de los tiempos. Sólo se comprende en quien no puede comprender la esencial naturaleza espiritual del hombre, infinitamente superior a su naturaleza física.
Pero, ¿y el príncipe? El amor de Mischkin no parece ser de este mundo; ni el que siente por Nastasia ni el que siente por Aglaya. A ambas las ama. A Nastasia, ya hemos dicho que, en vez de amarla, ahora siente piedad por ella. Pero no olvidemos que esa piedad es también una forma de amor, extraordinariamente intenso, en el que no puede obviarse el elemento sagrado, puesto que la criatura humana está hecha a semejanza de Dios. Pero, ¿y por Aglaya? Pareciera como si el amor del príncipe fuese como el amor de Cristo por aquellas mujeres que más íntimamente le rodeaban, por ejemplo María Magdalena, o, en ciertos momentos, María de Betania, la hermana de Lázaro. El amor del príncipe no es un amor posesivo, egoísta, carnal, sino que es un amor que no parece humano por lo mucho que tiene de divino, porque se funda en la piedad, en la compasión, en la justicia, en la clemencia, en el perdón absoluto, en la incapacidad de reprochar nada a una pecadora. Aunque todo esto parece estar más relacionado con Nastasia que con Aglaya. A ésta, debemos admitirlo, la ama, de manera diversa, pues no podemos decir que haya en ese amor aquel sentimiento de piedad (es como si el mismo amor cualitativo se manifestase en Mischkin de maneras distintas), y, sin embargo, ese amor es tan puro, es tan virginal, es tan ideal, sin dejar de ser tampoco físico, que por eso digo que no parece de este mundo. Todo esto resulta imposible de traducir para el crítico, para el estudioso, para el lector; sólo es posible sentirlo. Sólo es posible sentirlo, porque Mischkin ama a Aglaya, con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo, pero, indisolublemente también, la ama en un sentido espiritual, y esto ya nos resulta de todo punto ajeno al discurso lógico, al discurso racional, que es al que estamos acostumbrados y para el que se nos ha preparado, mientras que hemos reprimido sistemáticamente el mundo de los sentimientos más hondos, el mundo más recóndito de nuestro corazón, el sanctasanctórum donde se atesora nuestro amor por una criatura, por un ser de carne y de hueso, por una mujer en este caso. Hay un momento, sólo un instante, en que Aglaya se da cuenta perfectamente, intuye con una agudeza femenina inexpresable, que el príncipe ha sentido amor por ella, que Mischkin la ama; lo que ya no acierta a comprender es de qué naturaleza está hecho ese amor. Finalmente, despechada, da por concluida la conversación diciéndole, delante ya de Lizaveta Prokófievna que ha llegado hasta ellos sin que lo advirtiesen, que a quien ella ama y con quien se casará es con Gavrila.
Aquellas tres cartas, en efecto, rebasan toda medida. Mischkin, al leerlas la noche del cuarto día (capítulo X), cree estar asistiendo a una pesadilla. Lo que Nastasia le ha escrito a Aglaya en esas tres cartas no es que sea perturbador, es que es absolutamente purificador, conduciéndonos a una redención completa de la mujer pecadora. La mujer pecadora es la más pura de todas las mujeres. Nastasia se ve inferior a Aglaya, en quien se encarna para ella la inocencia más auténtica: «… hasta tal punto no tengo paridad ninguna con usted, que nunca podría ofenderla, aunque quisiese […] pero usted, para mí, es… ¡la perfección! […] lo creo como cosa de fe. Pero yo tengo para con usted una culpa: la amo. Desde luego que a la perfección sólo se la puede mirar como a tal perfección, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo estoy prendada de usted. Aunque el amor iguala a las criaturas, no se asuste usted; yo a usted no la equiparo conmigo ni aun en mi más recóndito pensamiento». Es Aglaya, y no ella, quien debe estar para siempre con el príncipe: «Él a usted sí la ama, desde la primera vez que la vio. Se acuerda de usted como de la luz […] Yo he vivido un mes entero con él, y he podido comprender que usted también le ama; usted y él son para mí uno solo […] ¿Es posible amar a todas las criaturas, a todos los semejantes? […] Cierto que no, y hasta es monstruoso. En el amor abstracto a la Humanidad te amas casi siempre a ti solo[…] Usted es la única que puede amar sin egoísmo, usted es la única que puede amar, no por sí misma, sino por aquel a quien ama […] Usted es inocente, y en su inocencia se cifra toda su perfección». Por eso ella consiente (así se lo dice en una de las cartas) en marcharse con quien será su asesino, Rogochin. La intuición de Nastasia es más que una intuición pasajera o superficial: ella sabe con absoluta certeza que Rogochin acabará matándola.
No puede sorprendernos que Mischkin haya quedado trastornado al leer estas cartas. Este capítulo X termina con un fugaz encuentro entre el príncipe y Nastasia, ya pasadas las doce de la noche, es decir, en la madrugada del quinto día. Nastasia lo ha estado esperando varias horas, y ahora, vigilada por Rogochin, que está cerca de ella y lo consiente, se echa a los pies del príncipe, deseándole con todas sus fuerzas que sea feliz junto a Aglaya. El príncipe se espanta al saber por el propio Rogochin que éste ha leído el contenido de las cartas, es decir, que sabe que Nastasia está convencida de que terminará siendo asesinada por él. La risilla maligna de Parfén Rogochin al darse cuenta del horror del príncipe, termina por enojar a éste en lo más hondo de su alma.
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La 4ª y última parte de la novela comienza transcurridos siete días de la entrevista entre el príncipe y Aglaya en el banco verde del parque. El inicio tiene lugar sobre las diez y media de la mañana, con Varvara Ardaliónovna de regreso de casa de las Yepánchinas, ensimismada en sus pensamientos.
El novelista usufructúa los primeros párrafos para hacer algunas agudas consideraciones sobre el papel y la necesidad de los personajes secundarios en las novelas, seres vulgares, ordinarios, que no pueden eliminarse porque hilvanan los acontecimientos de la vida y porque restarían verosimilitud a la narración. Entre esos individuos vulgares de nuestra novela, el narrador cita a Gavrila, a su hermana Varvara y al marido de ésta, Ptitsin. Otro personaje vulgar y de alma ruin es, sin duda, Lebédev.
Los capítulos I y II ocupan ese primer día con el que da comienzo la 4ª parte. Los capítulos III y IV narran los tres últimos días de estancia del general Ivolguin en la dacha de Lebédev, tres días en los que el general adquiere un protagonismo inesperado en la historia. La ruptura con Lebédev, del que se ha hecho un fiel camarada de borracheras, tiene su causa en la desaparición de 400 rublos propiedad de Lebédev, que ha robado Ivolguin, pero, espoleado por su conciencia, ha vuelto a colocar en su debido sitio. La postrera jornada de estancia del general Ivolguin en la dacha de Lebédev, alrededor de las doce del mediodía —todos terminan recurriendo a Mischkin, bien sea a desahogarse, bien sea a confiarle los secretos de su alma, bien sea porque saben que el príncipe sabe escuchar—, mantiene una larga conversación con el príncipe (capítulo IV), al que le refiere fantásticas historias de cuando tenía unos diez años en septiembre de 1812 y se convirtió en paje de Napoleón Bonaparte en Moscú. La conversación finaliza sobre las dos de la tarde. La noche de ese día la pasa ya Ivolguin en casa de Ptitsin, y, a la mañana siguiente, se exaspera con su hija y con su yerno y se lanza a la calle, donde le sobreviene un ataque en compañía de su hijo menor Kolia, que no se separa de su padre temiendo pueda sucederle cualquier cosa como consecuencia de su afición a la bebida.
En este punto sería conveniente hacer un excurso a modo de interpretación, o, si se prefiere, hipótesis cronológico-temporal de la 4ª parte de la novela, ya que el autor, con mano maestra, deja sólo pistas desperdigadas aquí y allá que es necesario tener en cuenta para proceder a esa reconstrucción temporal de los acontecimientos, un método que, injustamente, ha sido criticado con dureza por algunos comentaristas como ejemplo de confusión en la ordenación estructural de la obra. Si hay confusión, ella es responsabilidad exclusiva del lector. Ya se ha hecho referencia al primer día de esta 4ª parte, que da comienzo justo una semana después de la cita del banco verde. Ese primer día es también el primero de la estancia del general Ivolguin en casa de su yerno Ptitsin y de su hija Varvara, adonde se ha trasladado dejando la dacha de Lebédev. También ese día es el día en que Ivolguin se enfurece con su familia, sobre todo con su hijo Gavrila (que se abochorna del comportamiento y los escándalos de su padre), y decide abandonar la casa de su hija, aunque Kolia no lo dejará solo. Nina Aleksándrovna, la sufrida y paciente esposa, cinco años más joven que él, tampoco lo abandona, sino todo lo contrario; va tras él y se lo perdona todo, pues sabe que no actúa con mala fe. Naturalmente, lo trasladan de nuevo inmediatamente a casa de Ptitsin, donde ya permanecerá enfermo hasta su muerte.
El día de la velada en la dacha de las Yepánchinas (acontecimiento fundamental en la novela por las palabras pronunciadas en ella por el príncipe), a la que Mischkin llega sobre las nueve de la noche, es el mismo día en que el príncipe se levanta a las nueve de la mañana (capítulo VI), después de haber pasado una noche con pesadillas y delirios como consecuencia de la conversación mantenida con Aglaya la noche anterior, en la que la joven le intimida respecto a cómo debe comportarse en la recepción del día siguiente con los invitados (capítulo VI). Ese día de la velada, por la mañana cuando se levanta el príncipe a las nueve, hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev. Si el primer día de la 4ª parte (capítulo I) es cuando al general Ivolguin le da el ataque en la calle en presencia de Kolia, después de dejar la casa de su hija, y si en el capítulo VI se nos aclara que el día de la velada hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev, eso significa que el día de la velada han transcurrido tres días desde que le diese el ataque a Ivolguin, lo que al mismo tiempo implica que el día en que arranca la 4ª parte tiene lugar exactamente tres días antes de la velada de marras. Toda esa tarde del mismo día de la fiesta, el príncipe la pasa junto al enfermo general Ivolguin y junto a Nina Aleksándrovna. Después de levantarse ese día, como hemos dicho, a las nueve de la mañana, recibió el príncipe, a las diez, la visita de Lebédev, un encuentro muy desagradable en el que se entera que Lebédev le ha estado enviando anónimos a Lizaveta Prokófievna en relación con Aglaya, así como ha estado ejerciendo de vil espía engañando y sonsacándole cosas a su inocente hija Viera Lukiánovna, que, ignorante de la gravedad del asunto, ha estado sirviendo de correo de Aglaya a distintos destinatarios. Por la misma Viera se entera después el príncipe, a la que ha hecho llamar (aunque quien lo aclara entre paréntesis es el narrador), que «más de una vez les había servido de medianera, en secreto, a Rogochin y a Aglaya Ivánovna [pero] ni por un momento se le había ocurrido que con ello pudiera causar el menor daño al príncipe…». Entre las cartas que escribe Aglaya, hay tres que han sido dirigidas a Rogochin, a Ippolit Teréntiev y a Gavrila Ardaliónovich. Esta última, sin embargo, se la roba Lebédev a su hija (a quien se la había entregado la misma Aglaya), y es la que ahora el funcionario le entrega al príncipe, intentando congraciarse con él y conseguir su estima, cosa prácticamente imposible, pues Mischkin dáse cuenta plena, espantado, de su ruindad y bajeza. La carta ni mucho menos la abre el príncipe cuando se queda solo, sino que, por medio de Kolia, la hace llegar a su destinatario, Gavrila (capítulo VI). Convendría recordar aquí que, por esos mismos días, Varvara mantiene una larga conversación con su hermano, con motivo de los esfuerzos que ha hecho por ganarse la confianza de las Yepánchinas a fin de que Gavrila sea objeto de la atención y del interés de Aglaya, en el curso de la cual le lanza a la cara que Aglaya, a pesar de sus extravagancias y de ser ridícula (para ella, claro está), «es mil veces más noble que tú» (capítulo II).
En el capítulo V se describen diversos encuentros del príncipe con Aglaya en la dacha de ésta, coincidencias en las que Aglaya parece burlarse del príncipe, desconcertando por completo a sus padres e incluso irritando a su madre. Una de esas supuestas burlas es un regalo que le hace llegar, después de haberle costado cierto esfuerzo conseguirlo: un erizo, un extraño presente que, cuando se entera Lizaveta Prokófievna, la sorpresa se muda en enojo por la ignorancia de lo que eso pueda significar, ya que no entiende absolutamente nada del comportamiento de su caprichosa hija, como tampoco comprende nada el padre, el general Iván Fiodórovich. En el curso de uno de estos encuentros, en presencia de todos los Yepánchines, el príncipe le dice de sopetón a Aglaya que la ama: «Yo la amo a usted, Aglaya Ivánovna; yo la amo a usted mucho; yo no amo a nadie sino a usted, y… no lo tome usted a broma, por favor: yo la amo a usted mucho». Después de varias confidencias con sus padres, Lizaveta le confiesa a su marido que Aglaya no es que lo ame, es que está loca de amor por el príncipe. Parece que no queda más remedio que sobreponerse y resignarse a lo inevitable. No olvidemos que los padres de Aglaya no vieron nunca con buenos ojos esta posible relación con el príncipe, no, por supuesto, por el rango de éste, ni por su fortuna, mucho más mermada de lo que en un principio creían, sino por suenfermedad, por su rareza, por su extraña forma de conducirse, tan ajena a cualquier uso de sociedad. Lo estiman, lo aprecian mucho, incluso lo quieren, sobre todo Lizaveta, pero no lo consideran un buen partido para su hija. Aglaya se disculpa ante Mischkin, por su alocado comportamiento, y él se marcha henchido de felicidad y de renovadas esperanzas. Pero al día siguiente ya estaba otra vez Aglaya riñendo con el príncipe.
Antes de la velada, y también antes de aquella revelación de Lebédev a Mischkin sobre su ruin proceder de alcahuete, tiene lugar un último encuentro entre el príncipe y Teréntiev, provocado por este último. Asistimos, por parte de Ippolit, a un duelo psicológico, como si quisiese con toda su alma justificarse ante el príncipe, pero éste no le recrimina nada, aunque sí le responde, ante la apreciación de Ippolit de que se siente indigno de su propio sufrimiento, que «quien más puede sufrir es por eso digno de sufrir más». Pero Ippolit se tortura sin remedio. Le inquiere a su interlocutor si él cree que sería capaz de soportar un suplicio como el de Stepán Glébov, y el príncipe, «desconcertado», le responde que no ha tenido la intención de compararlo con Glébov, puesto que él, Ippolit, «habría sido mejor en aquel [remoto] tiempo…». Teréntiev le replica que no trate de consolarlo, y cuando por fin le solicita su opinión sobre «cuál sería para mí el mejor modo de morir. Para irme lo… más virtuosamente posible», Mischkin le contesta con una frase inmarcesible, otra de las frases más asombrosas y sublimes de toda la novela: «Pase de largo ante nosotros y perdónenos nuestra felicidad—dijo el príncipe en voz queda». Resulta tremendo: Perdónenos nuestra felicidad. A pesar de su risa irónica e insincera, Ippolit quédase desarmado. ¿Habrá pretendido Dostoyevski burlarse de su héroe, como presupone León Chestov? Porque, se interroga el pensador existencialista ruso, ¿pueden hacerse preguntas semejantes? ¿Es posible salir airoso en la respuesta? Chestov subraya la manera de preguntar de Ippolit: «para que resulte lo más virtuoso posible». Es como si Dostoyevski «no hubiera podido resistir al deseo de sacarle la lengua a su propia sabiduría». A la osadía de Ippolit, la respuesta «escandalosa» del príncipe. Continúa Chestov: «Dostoievsky no tuvo la audacia de obligar al pobre muchacho a que se inclinara ante la impudente santidad del príncipe. Y la voz tierna, que en tales circunstancias no deja de surtir efecto nunca, no dio en este caso resultado alguno, al igual que la palabra mágica “perdone”». Según Chestov, una de las diferencias más importantes entre Dostoyevski y Tolstoi, que en este pasaje puede advertirse con meridiana claridad, es que mientras el primero «deseaba obtener una respuesta real a la pregunta hecha por Hipólito, y no solamente ofrecer al público una obra de arte», el segundo «en cambio […] está profundamente convencido de que no hay respuesta posible y de que, por consiguiente, es necesario levantar entre la realidad, por una parte, y el lector y él mismo, por otra, una ficción artística».
Como si de un mal presagio se tratase, Aglaya, la víspera misma de la velada, ya muy tarde, a eso de las doce de la noche, aprovechó el momento en que el príncipe se marchaba de ladacha de las Yepánchinas en dirección a la suya, para despedirlo a solas y hacerle algunas advertencias, en previsión de su modo de proceder al día siguiente, delante de unos invitados tan importantes. El príncipe insiste en que no tiene nada que temer, que no se moverá de su sitio, que no hablará de nada que pueda alterarlo, que no hará gestos inoportunos con los brazos y con las manos. Ella, un poco irónicamente, pero sin maldad alguna, le dice que si tiene irremediablemente que suceder algo que sea al valioso jarrón de China, pues eso hará que su madre se eche a llorar delante de todos. Que, por tanto, se siente lo más cerca posible del jarrón y lo haga añicos. A estas ironías, Mischkin le asegura que se sentará lo más lejos posible del valioso objeto y que permanecerá quietecito. Al final del breve diálogo, en el que se ha reforzado su personalidad orgullosa y rebosante de pudor, Aglaya, que está otra vez a punto de estallar, pues él le insinúa que lo mejor es que no vaya a la fiesta, que se quede en su casa, cuando en realidad todo se ha organizado por él, con el fin de presentarlo a los invitados de sus padres, se contiene ante las, como siempre, inesperadas palabras del príncipe: «A mí me gusta la mar que usted sea una niña así: ¡una niña tan buena, tan buena! ¡Ah, y qué hermosísima puede usted ser, Aglaya!». ¡Cómo va a enfadarse ante esto! Querría, «pero, de pronto, un sentimiento inesperado para ella misma apoderóse de toda su alma en un momento». Sin querer, se pone colorada, y, en cuanto puede, aprovechando que la llaman, vuelve al lado de sus padres.
Lejos de haber quedado tranquilizado, el príncipe, como recordábamos antes, pasó una noche muy agitada. Por fin llega la tan esperada velada en casa de las Yepánchinas (capítulo VII), tan cuidadosamente preparada por Lizaveta Prokófievna, pues a la recepción, además de otros encopetados e insulsos personajes, asisten un no menos vulgar viejo dignatario, al que el general Iván Fiodórovich Yepanchin está muy interesado en agradar, y una tal Bielokónskaya, una señora de edad avanzada y perteneciente a la nobleza, que es madrina de Aglaya y ha considerado siempre a Lizaveta Prokófievna, a la que ve como muy inferior a ella, como su protegida, y a la que la propia generala se desvive también en complacer, en perfecta coincidencia en este punto con su marido, hasta rayar casi en la adulación. El príncipe llega sobre las nueve de la noche. Al principio, durante un buen rato, está tranquilo, sosegado, incluso un tanto aislado, aunque respondiendo muy cortésmente a cuantas preguntas le formulan los anodinos invitados. Pero, finalmente, sucede lo que tenía que suceder, como algo inevitable, como un fatum inexorable que pareciera perseguirlo y contra el que es inútil oponerse. Todo sucede por algunas opiniones intrascendentes emitidas por el viejo dignatario acerca de los jesuitas, encarándose directamente con el príncipe, sin sospechar siquiera su reacción, y comentarle sin maldad ninguna que tiene entendido que es un hombre muy religioso. Lo que se produce en Mischkin es, literalmente hablando, una transformación, una metamorfosis completa, una transfiguración. Nunca lo habíamos visto así antes ni lo veremos después. Hasta choca comprobar la calma aparente que mantendrá algunos días más tarde delante del cadáver de Nastasia Filíppovna en presencia de su asesino. Pero ese impreciso tema de índole religiosa que se apodera, sin pretensión expresa de nadie, de la conversación, hacen de él otra persona, absolutamente ida, enajenada, casi un profeta, un visionario, alguien que está poniendo tal pasión en lo que dice, está tan absorto y entregado a su espontáneo razonamiento, que hasta puede dar miedo. En esta memorable intervención, la más destacada de carácter religioso, político y socio-histórico de toda la novela, Mischkin expone algunos de sus más profundos pensamientos, que no tienen por qué coincidir exactamente, pero que tampoco sería exagerado afirmar que muchos de ellos son los del propio Dostoyevski. Es la única vez que vemos al príncipe agitado, transido de cierta violencia en las palabras, por ese nervio vehemente que las atraviesa como un afilado cuchillo, y esta actitud, sin que podamos evitarlo, nos evoca esa única vez en que Jesús pierde su habitual calma interior, esa paz infinita que emanaba de su figura inundándolo todo, y empuña con energía el látigo para expulsar a los mercaderes del atrio del Templo de Jerusalén (Jn 2, 13-22).
Su excitación y su transporte son tales, que, al final, termina por romper el valioso jarrón chino de la estancia en que se encuentra, tal y como había pronosticado el día anterior Aglaya. Esto maravilla sobremanera al príncipe, precisamente por el hecho de que, a pesar del sumo cuidado que había puesto en que tal cosa no sucediera, terminó acaeciendo, cual si de una profecía se tratase. Y eso que, como dijimos más arriba, había estado toda la noche anterior sobrecogido ante esa posibilidad, resolviéndose a evitarla como fuese. Sin embargo, ocurrió.
Además, su grado de excitación y de enajenación al hablar fueron tales, que, ante el asombro general y la impotente pena de Lizaveta Prokófievna y de Aglaya, terminó por darle un ataque epiléptico, delante de todos, si bien «leve» (como se dice un poco más adelante, en el capítulo VIII), pero que lo postró en la alfombra. Aglaya, al intuir que este desenlace era inminente, «con horror, con el rostro descompuesto de pena», después de acercarse a él y cogerle la mano, «oyó el salvaje grito del espíritu que sacudía y derribaba al desgraciado».
La disertación del príncipe es, esencialmente, de carácter religioso y espiritual, contraponiendo lo que él considera el verdadero cristianismo, el cristianismo ortodoxo ruso, al falso cristianismo, el catolicismo de la Iglesia romana, un catolicismo que, precisamente por su fariseísmo, por su históricamente comprobada ambición de poder temporal, por su desnaturalización del mensaje original de Jesús, ha incubado en su seno el ateísmo y el socialismo ateo. El príncipe llega incluso a decir que «el catolicismo romano es todavía peor que el propio ateísmo», precisamente por su falsedad, por su afrenta a Cristo, por su anhelo insaciable de dominio universal, pues «cree que sin el dominio universal no podrá subsistir la Iglesia en el mundo: grita: Non possumus!» El catolicismo romano no es más que una continuación del Imperio romano de Occidente, y hasta el dogma católico está subordinado a esa idea. En el Papa de Roma, además de haber «empuñado la espada», se encierra «la mentira, la picardía, el engaño, el fanatismo, la superstición y el crimen», habiéndolo vendido todo por el afán de riquezas temporales. El ateísmo, el socialismo ateo, nacen de la «desesperación», «de la oposición al catolicismo en sentido moral, para ocupar el puesto del perdido poder moral de la religión, para apagar la sed espiritual de la Humanidad sedienta y salvar a ésta, no por Cristo, sino por la fuerza…»; ambos, el ateísmo y el socialismo ateo, están dominados por la fuerza, por la imposición. El príncipe defiende un pensamiento profundamente cristiano, evangélico, pero también de carácter eslavófilo, rusófilo, es decir, que Rusia, la santa Rusia, está llamada a liberar espiritualmente a Europa y al mundo. «¡Es menester —dice el príncipe a sus incrédulos oyentes— que refulja, en contraposición al Occidente, nuestro Cristo, que hemos conservado, y al cual ellos no conocen!» Más adelante, siguiendo con su ardiente plática, Mischkin habla de lo fácil que es que el ruso se haga ateo, y ello no se debe sólo a una cuestión de vanidad, «sino de dolor de alma», «de nostalgia por un objeto supremo», «por una patria en la que [los rusos] han dejado de creer», porque nunca la han conocido. De ahí que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una nueva religión. Como decía un mercader de la secta de los viejos creyentes, «quien de su tierra reniega, de Dios reniega», recuerda el príncipe. «Porque basta pensar que, entre nosotros, personas muy instruidas se han hecho jlisti . ¿Y en qué, después de todo, es peor el jlistismo que el nihilismo, el jesuitismo o el ateísmo? ¡Hasta es posible que sea más profundo!». Al hombre ruso hay que revelarle el mundo ruso; «mostradle en lo por venir la renovación de toda la Humanidad y su resurrección, quizá por el solo pensamiento ruso, por un Dios y un Cristo rusos, y veréis qué gigante fuerte y justo, sabio y dulce se desarrolla ante el Universo…».
También se detiene a reflexionar unos momentos sobre la nobleza rusa, sobre la clase aristocrática, de la que duda que todavía exista en su sentido de guía espiritual y moral del pueblo ruso. Por último, al final de su encendida alocución, aflorará, asimismo, su inconmensurable humildad, el creerse ridículo, incapaz de expresar una idea, una idea capital: «… porque la sinceridad no vale por el gesto». Es decir, no porque gesticule y parezca ridículo, deja de ser sincero. Incluso dice que «yo soy a veces un villano, porque pierdo la fe». Para alcanzar la perfección hay que empezar por no comprender muchas cosas. «Consagrémonos a servir».
Todas estas apretadas y densísimas palabras del príncipe, en las que sin duda hay mucho del pensamiento de Dostoyevski, aunque, como bien indica E. H. Carr, sería un grave error confundir de modo simplista al escritor con sus personajes, requerirían una prolija explicación, en realidad un nuevo ensayo, pues en ellas están contenidas cuestiones esenciales que preocupaban a Dostoyevski, y todas están tan enlazadas entre sí, que unas nos llevarían necesariamente a las otras, lo que dice Mischkin nos remitiría a lo que dicen otros personajes dostoyevskianos de otras novelas suyas, y así hasta adentrarnos de tal modo en el pensamiento del novelista, que nos apartaría por completo del propósito de estas líneas, que deben concentrarse en El idiota. Sin embargo, sí resulta ineludible hacer algunas precisiones y dar ciertas explicaciones en relación a las palabras del príncipe, a fin de evitar, en la medida de lo posible, malentendidos, aunque también conviene resaltar que el pensamiento político-religioso de Dostoyevski ofrece notorias contradicciones, y, sobre todo, en lo que se refiere a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el papel de Rusia en el mundo como faro espiritual, las tensiones entre Rusia y el Occidente, y el significado concreto de «pueblo» y de un «Cristo ruso», no se articula en un conjunto sistemáticamente estructurado, sino todo lo contrario, disperso, a veces confuso, donde las opiniones parecen entrar en conflicto unas con otras, y, lo que resulta aún más descorazonador, donde las opiniones vertidas en su extensísimo Diario de un escritor, a veces, por el modo como han sido redactadas, pueden prestarse fácilmente a simplificaciones excesivas o a acusaciones de burda ideología reaccionaria y ultramontana. A mi juicio, este tipo de conclusiones resultan muy injustas con Dostoyevski, que es un autor que no puede ser gratuitamente descontextualizado; sobre todo, que no puede ser apartado de Rusia, de su tradición histórica y de la acelerada evolución de las ideas en su propia época, evolución a la que él contribuye de una manera decisiva. Por eso, me parece improcedente la apreciación de Hallett Carr, que, en realidad, va dirigida principalmente contra Nicolás Berdiaev, cuando afirma que «los críticos que ven en Dostoievski por encima de todo a un pensador no tienen mucho que hacer con El idiota, ya que los pocos pasajes que dedica a cuestiones filosóficas son los más flojos del libro». Ni creo que esos pasajes sean flojos, sino más bien muy escasos, ni estimo que puedan separarse de manera clara en Dostoyevski, como da a entender el historiador británico, la ética y la religión; más bien diría que son inseparables, aunque es evidente, y así lo he reconocido en el propio título de este ensayo, que a Dostoyevsky le preocupa sobre todo en El idiota perfilar el ideal ético, mientras que la problemática religiosa, el ateísmo y el nihilismo, se agudizarán extraordinariamente en Demonios y en los Karamazov.
Mischkin afirma que la Iglesia romana ha incubado en su seno el ateísmo y el socialismo ateo, precisamente por su ambición de poder temporal y su afán de riquezas, y la mejor prueba de ese ateísmo, no son precisamente las palabras del príncipe, que no demuestran nada, pues están expresando una idea, sino lo que le confiesa el Gran Inquisidor a Jesús enLos hermanos Karamazov, que constituye un proyecto perfectamente planificado de Estado totalitario. Aunque las palabras del anciano nonagenario haya que interpretarlas, ante todo, en clave rusa, son, asimismo, extensibles a Occidente. Pero la vehemente y compulsiva exposición de Mischkin, que sin duda hace de manera muy explícita a la Iglesia de Roma responsable del ateísmo que se ha ido desplegando en el Occidente cristiano, especialmente desde el Renacimiento y la Reforma protestante, ya que entrambos magnos sucesos propiciarán un tipo de Humanismo cada vez más alejado de Dios, y, por consiguiente, más próximo a un endiosamiento o divinización del hombre, esto es, un proceso que conducirá paulatinamente de la creencia en el Dios-Hombre a la creencia en el hombre-dios, progreso que hallará su culminación, primero, entre los materialistas franceses de la Ilustración y del siglo XVIII, y, segundo, en el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel (cuyo camino había sido desbrozado esencialmente por Spinoza, pero también por Lessing), hasta desembocar, por un lado, en la corriente materialista y dialéctica de Feuerbach-Marx, y, por otro, en la corriente vitalista de Schopenhauer-Nietzsche, sin olvidarnos de Augusto Comte y el positivismo como transmutación de la Ciencia en una nueva religión, aquella exposición de Mischkin, decíamos, no puede ensombrecer lo que él mismo afirma muy poco después, a saber, que también el ateísmo y el socialismo ateo están apoderándose de Rusia; ahora bien, esta creciente ideología anticristiana en Rusia, más que deberse a la influencia europea, que ni mucho menos puede descartarse en precursores del nihilismo como Bielinsky o en revolucionarios como Alexander Herzen o el propio Mijaíl Bakunin, ante todo hunde sus raíces en la propia historia de Rusia, porque el nihilismo ruso, que es intrínsecamente ateo y que se va a convertir en el modo de pensar característico de la intelligentsiarusa del siglo XIX, es imposible de entender sin conocer lo que ocurrió en Rusia en la esfera político-religiosa desde el siglo XVI en adelante. Intentaré resumirlo a grandes rasgos.
De una parte, en ese siglo XVI, están las enseñanzas del monje Filoteo (Filofej), que en 1524, desde el monasterio de San Eleazar (San Lázaro) de la ciudad de Pskov, envía una carta al Gran Príncipe Basilio III, hablándole de Moscú como de la Tercera Roma, una vez caída la segunda, que ha sido Constantinopla, y sin posibilidad alguna de que pueda haber una cuarta; de otra parte, y de mucha mayor trascendencia, está la reforma religiosa emprendida por Nikon —Patriarca de Moscú entre 1652-1666— con el apoyo del zar Alejo I Romanov y de la jerarquía eclesiástica, una reforma que consistirá primordialmente en permitir la influencia de la Iglesia ortodoxa griega en Rusia, en modificar los contenidos de los libros santos y ciertos aspectos de la liturgia, de tal manera que muchos la consideran una traición y terminan provocando un cisma. Aparece un reino ortodoxo «invisible», que se retira al desierto, huyendo de la persecución. Berdiaev señala que «la forma exagerada del cisma, el Bespopóvstvo o la comunidad sin sacerdotes, que reniega de toda jerarquía eclesiástica, está empapada de elementos apocalípticos» (esperanza ferviente en una salvación futura) «y escatológicos» (el fin de los tiempos), «al mismo tiempo que nihilistas con respecto a la Iglesia organizada, el Estado y la cultura». Ya tenemos, pues, esta forma embrionaria de nihilismo estrechamente emparentada con el apocalipticismo en Rusia.
Lo que acontece desde ese momento hasta el decenio de 1860-1870, que es cuando toman cuerpo las ideas del populismo ruso y del nihilismo, lo ha sintetizado con gran rigor y penetración Berdiaev. Ante todo, que «el monarquismo de los viejos creyentes se trueca en anarquismo». En segundo lugar, que los síntomas profundos del cisma, tales como la ruptura entre el pueblo y el poder eclesiástico, entre el pueblo y las capas cultas de la sociedad, se vuelven cada vez más tremendos. La Reforma de Pedro I el Grande (1689-1725), tan implacable, acentuó este proceso. Las reformas, continuadas después por Catalina II la Grande (1762-1796), potenciaban la occidentalización frente a las tradiciones rusas. Es muy interesante esta observación psicológica: «La actividad de las masas con respecto al poder se vuelve huraña, desconfiada y hostil». Pero esas tendencias cismáticas y escatológicas se secularizan en el siglo XIX, afectando a la minoría intelectual, a la intelligentsia rusa. Esta intelligentsia del siglo XIX es disidente y vive de espaldas al presente, a la Rusia imperial, volviendo sus ojos a un pasado idealizado anterior a Pedro el Grande. Esta minoría intelectual y cultivada se distancia cada vez más del pueblo, y, además, en su estructura psíquica se opera la espera en una catástrofe final, donde «lo negativo» se convierte «en absoluto» y se acentúan las «tendencias extremistas». «La energía social creadora —sostiene Berdiaev— no podía realizarse libremente en las condiciones de vida de los rusos del siglo XIX, es decir, no estaba dirigida hacia una construcción social concreta, y así se replegó en sí misma, transformando la estructura del alma y provocando una tendencia apasionada hacia el ensueño social, hacia la utopía, acumulando así en el inconsciente elementos explosivos». El único que vio esto con total claridad fue Dostoyevski. Se dio cuenta que «el socialismo ruso era» en realidad «un problema religioso, relativo a Dios y a la inmortalidad, a la transformación completa y radical de la vida humana, no un problema político». La mayoría de la minoría intelectual rusa del siglo XIX profesaba el socialismo entendido como una nueva religión, determinando así todos sus criterios morales. Ahora sí se comprenden perfectamente las palabras de Mischkin de que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una nueva religión.
No podemos entrar aquí ni siquiera en un somero análisis de por qué se produce en Rusia, y no en ninguna otra parte, el fenómeno del bolchevismo. Pero sí debemos constatar, al menos, dos cosas: la primera, que el bolchevismo es una consecuencia directa de ese nihilismo que se ha apoderado de la intelligentsia rusa, un nihilismo ya no sólo ateo, sino de un extremismo atroz y resuelto a pasar a la acción revolucionaria con una lógica fría, calculadora y matemática, dando pasos muy meditados, aunque en ocasiones hubiese que improvisar y cambiar la orientación inicial transitoriamente. La segunda, es que Dostoyevski ve con una lucidez espantosa todo lo que se avecina; punto por punto, toda la actuación bolchevique está ya contenida en la manera de proceder de los quinqueviros de Demonios y en la ideología del Gran Inquisidor. Esto, naturalmente, no aparece en El idiota, puesto que su propósito es otro, pero conviene no olvidarlo. Dostoyevski es, efectivamente, un profeta o un visionario que se adelanta decenios a lo que vendrá, pero esa dimensión profética del contenido de sus últimas grandes novelas se debe principalmente a su profundo conocimiento del mundo de las ideas en Rusia y de la evolución espiritual e intelectual de la intelligentsia rusa, a su asombroso conocimiento, sin duda sin punto de comparación posible con nadie, de las tendencias más hondas y esenciales del alma rusa, del pueblo ruso, que le permitirán prever el destino de Rusia en el futuro a una distancia de decenios. Creo que todo esto debe subrayarse, entre otras razones, porque con frecuencia se olvida la inmensa equivocación de Carlos Marx, quien estaba convencido que la revolución socialista habría de producirse necesariamente primero en los países más industrializados, en Gran Bretaña y en Alemania, precisamente porque, según su reduccionismo dialéctico de la lucha de clases como motor de la historia, y su, hasta cierto grado, determinismo económico, sería en esas adelantadas naciones donde las insoportables contradicciones de clase terminarían por provocar el ansiado estallido revolucionario socialista. Jamás se le ocurrió pensar en Rusia. Lo hubiese considerado un insulto a su inteligencia, y a la, para él, muy fundamentada opinión propia de cómo funcionaba el sistema económico capitalista. Uno de los más graves errores de Marx es haberle concedido una preeminencia prácticamente absoluta a la economía frente al mundo de las ideas, que, para él, carecía de autonomía propia.
La otra gran cuestión que plantea Mischkin en su sorprendente intervención ante la atónita concurrencia, es la cuestión del papel de Rusia en la evolución religiosa y espiritual futura del mundo, el destino de la que él llama la «santa Rusia» a este respecto, cuya máxima concreción y expresión quizá sea esa extraña idea, o, más bien, extraña creencia en un «Cristo ruso», que, a su vez, plantea el arduo y casi insoluble problema de la eslavofilia o de la rusofilia religiosa de Dostoyevski, ideas nacionalistas político-religiosas que parecen desprenderse de las palabras del príncipe y que supuestamente habrían sido profesadas sin fisuras por el propio escritor. Sin propósito alguno de incidir en el error de confundir a Dostoyevski con el príncipe Mischkin, no creo que tampoco pueda juzgarse descabellado pensar que la mayor parte de las cosas que dice el protagonista de la novela son opiniones personales del escritor, y más en este delicado asunto, por el que Dostoyevski era ya no sólo muy conocido en Rusia, sino que en más de un aspecto era un referente ideológico fundamental para un creciente número de intelectuales cristianos de su país. Suponiendo que así fuera, esto es, que exista una razonable correlación entre las ideas del novelista y las del personaje literario del príncipe, el problema, en vez de resolverse o entrar en vías de solución, se agrava y se enrarece aún más. ¿Por qué? Pues porque, en lo que atañe a la idea de Dostoyevski sobre el supuesto liderazgo religioso de Rusia en el mundo, sobre su papel mesiánico evangelizador respecto de una Europa cada vez más descreída, sobre el «destino de Rusia» y qué significa exactamente eso de un «Cristo ruso», su obra está plagada de contradicciones, de ambigüedades, e incluso, como es palpable en el Diario de un escritor, de «chovinismo», un término probablemente muy duro para aplicarlo a un espíritu tan universal como era Dostoyevski, pero que Berdiaev, que siente por él una admiración incomparable con cualquier otro escritor, filósofo o artista que haya existido, no duda en emplear.
Estoy de acuerdo con Berdiaev en que, en el fondo, más que plantearse el problema religioso como el fundamental de las grandes obras de Dostoyevski, incluido el ateísmo y la creencia en Dios, lo que de verdad subyace en ellas es, ante todo, el intento de resolver un problema de carácter antropológico, que tiene que ver con el destino del hombre y con su libertad. Es decir, que lo que de verdad tortura a esa alma incandescente que era la de Dostoyevski, es el enigma del espíritu humano, del destino de la criatura humana, arrojada a este valle de lágrimas. Esto significa, y es importante subrayarlo, sobre todo frente a quienes han pretendido llevar a cabo una distorsión manipuladora de su pensamiento en sentido reaccionario, que a Dostoyevski, más que la teología, le preocupa la antropología. Para resolver el problema de Dios hay necesariamente que pasar por el hombre, o, dicho de otra manera, que el misterio de Dios se revela para él a través del misterio de lo que sucede en las profundidades del alma humana. En este sentido, nadie ha capuzado, por parafrasear a Walter Pater cuando nos habla de la dama submarina del Louvre, en mares más profundos, profundidades abisales, que producen vértigo y hasta espanto. No puede extrañarnos, pues, la honda impresión que su lectura causó en otro inmenso espíritu intempestivo, en Federico Nietzsche. Si el solitario de Sils Maria intuyó por vez primera en agosto de 1881 (medio año después de la muerte del novelista ruso) lo que él llamaba su «pensamiento más abismal», la idea del «eterno retorno», Dostoyevski había explorado, a su vez, las más recónditas e inaccesibles profundidades del alma humana, donde se elaboran las grandes pasiones, las grandes creencias y los grandes descreimientos.
En cuanto al tema de Rusia y a su supuesta eslavofilia, Berdiaev opina que a Dostoyevski no se le puede imaginar fuera de Rusia, ya que él encarna como nadie el espíritu de Rusia. Su concepción de lo que él llamaba el «pueblo ruso» es una concepción mesiánica, y por «pueblo ruso» entendía principalmente que era el que estaba compuesto por los mujiks, esto es, por los campesinos pobres. El pueblo ruso es para él el pueblo «portador de Dios». Pensaba, como se ha dicho antes, que las naciones de Europa se habían apartado de Dios y del cristianismo, pero su relación con Europa es ambivalente, contradictoria, una relación conflictiva de amor-odio. Él mismo viajó mucho por Europa y llega a afirmar que cuanto más europeo se siente un ruso, más ruso es. Pero entre los rusos y los europeos occidentales existen para él diferencias casi insalvables. Una de ellas es que mientras el alma rusa es mística y apocalíptica, mientras que los rusos no saben controlar sus pasiones, los europeos son disciplinados en materia religiosa y en materia cultural. Para Berdiaev, el «populismo religioso» de Dostoyevski se aparta del populismo de la intelligentsia rusa, así como de las dos corrientes principales del populismo: la materialista y la religiosa. A diferencia de la mayor parte de los críticos y estudiosos de Dostoyevski, Berdiaev no lo considera exactamente un eslavófilo, o, al menos, un eslavófilo en el sentido normal y corriente del término. Una de las mayores discrepancias que mantiene con los eslavófilos (Alexei Stepánovich Jomiakov, Konstantin Sergueevich Aksakov y su hermano Iván Sergeyevich Aksakov, Iván Vasilyevich Kireevsky y su hermano Piotr) es que él ya pertenece a «una época que se vuelve religiosamente hacia el Apocalipsis». El mesianismo de Dostoyevski no es nacionalista. La concepción que tiene del pueblo ruso como del pueblo «portador de Dios», es una concepción mesiánica universal, no nacionalista. Pero Berdiaev entiende que la falta de claridad y la confusión de Dostoyevski en relación con la idea de «pueblo», está en que entendía como «pueblo» un organismo místico constituido por los campesinos pobres. Pero esa pretendida «verdad popular» no la extrae en realidad Dostoyevski del pueblo, sino de las profundidades de su propio espíritu. «El destino del hombre ruso —nos recuerda Berdiaev que dice Dostoyevski— es indiscutiblemente ser europeo y universal […] Para un auténtico ruso, Europa y toda la gran tribu aria son igual de valiosas que la misma Rusia, que la propiedad de su tierra natal, porque nuestro destino es un destino universal». Precisamente, Dostoyevski lo que hace es advertir del peligro de la conciencia mesiánica populista, nacionalista, no universal, aunque, a veces, sucumbe a la tendencia pagana de la ortodoxia, subordinando el universalismo cristiano al nacionalismo religioso, el logos universal al elemento popular.
Ya hemos hecho mención del notabilísimo ensayo de crítica literaria escrito por Dmitri Merejkovsky, entre 1900-1901, sobre Tolstoi y Dostoyevski. En 1906, con motivo del veinticinco aniversario del fallecimiento de Dostoyevski, escribió Merejkovsky otro ensayo sobre el escritor, relativamente breve, de menos de doscientas páginas, pero extraordinariamente denso y profundo, al que ya nos hemos referido, titulado El profeta de la revolución rusa . La inmensa mayoría de las citas de Dostoyevski contenidas en el ensayo pertenecen a Demonios, a Los hermanos Karamazov y al Diario de un escritor . No es este el lugar, ni mucho menos, de hacer una semblanza biográfico-intelectual del brillante crítico, novelista, pensador, místico y escritor ruso Merejkovsky, asociado al movimiento del simbolismo en Rusia, como tampoco la hemos hecho de su amigo Nicolás Berdiaev, con el que mantenía, sin embargo, sonoras diferencias en su interpretación del pensamiento de Dostoyevski. Pero no está de más advertir al lector que se trata, en el caso de Merejkovsky, de una personalidad espiritual extremadamente compleja, con multitud de rasgos que lo emparentan, a veces en una relación casi patológica, con Dostoyevski y con Vladímir Soloviev (1853-1900), cuyas obras, las de ambos, conocía con una profundidad que, a mi juicio, sólo es equiparable a la de Berdiaev. Este es uno de los problemas, pero también una de las indiscutibles ventajas, de apoyarse en este tipo de autores, a saber, que se trata de pensadores profundos que hablan sobre un pensador más profundo todavía, Dostoyevski, que, como ellos mismos reconocen, es, en el caso de Berdiaev, el autor que más ha influido en su vida, y, en el caso de Merejkovsky, el más querido por él, el que más ama.
Una de las mayores dificultades para comprender correctamente a Dostoyevski, según Merejkovsky, es que, bajo la máscara de la reacción, de un pensamiento a veces ultraconservador, se escondía a un profeta de la revolución, de la revolución religiosa y místico-espiritual, claro está, aunque también anuncie con pavorosa exactitud la otra revolución, la anticristiana y bolchevique, incubada ya en las entrañas mismas del nihilismo ruso. La envoltura exterior de Dostoyevski puede parecernos a veces muerta, algo así como una «mentira transitoria», pero el corazón de ese fruto es un corazón de «verdad eterna», puesto que él, más que ningún otro, nos ha mostrado el camino hacia el Cristo que habrá de llegar, esto es, el reino de Dios sobre la tierra, que, cuando se aproxime, será fácilmente confundible con el reinado del Anticristo. ¿Cuál es, según Merejkovsky, la idea fundamental de Dostoyevski, y cuál es, al mismo tiempo, su error capital? La idea fundamental es que el campesinado pobre es el cristianismo, o, si se quiere, que el cristianismo es el campesinado pobre. El error, que el pueblo ruso, ese campesinado pobre, es para él ortodoxo religiosamente hablando, lo que implica que quien no comprenda la ortodoxia no podrá nunca comprender al pueblo ruso. Es decir, que Dostoyevski confunde, al menos aparentemente y si sólo nos dejamos guiar por una lectura literal o superficial de sus anotaciones y reflexiones en el Diario de un escritor, la verdad del cielo, el supuesto cristianismo auténtico por venir, con la verdad de la tierra, que no sería otra que la supuesta verdad de la ortodoxia de la Iglesia rusa, íntimamente vinculada a la autocracia zarista. Esa ansiada unión, pues, sería imposible, nunca se produce. Tiene toda la razón del mundo el príncipe Mischkin cuando se refiere a la ambición de poder temporal de los pontífices romanos, y cómo, de este modo, el Papado ha traicionado la esencia misma del mensaje evangélico de Cristo, pero también la Iglesia rusa ortodoxa, en su alianza con la autocracia zarista, aunque esto no lo dice ya el príncipe, sino Merejkovsky basándose en múltiples textos dostoyevskianos, ha traicionado a Cristo y ha hecho posible un reino que más bien parece el del Anticristo. El «Cristo ruso» es el zar ruso, y esto no tiene ya nada que ver con el cristianismo, sino con los jlisti. La autocracia es el Anticristo. Según Merejkovsky, al final dióse cuenta Dostoyevski «que era imposible descubrir un sentido universal en el Cristo ruso, ateniéndose al terreno de la ortodoxia». A la postre, triunfa su universalismo cristiano, su creencia profunda en Cristo Jesús, el Hijo del Hombre, el Resucitado. Las palabras traicionan a Dostoyevski, por no explicarlas a veces suficientemente, como cuando opone «teocracia» a «democracia», que son términos que, para él, no tienen el significado que habitualmente les damos los occidentales. La democracia, para Dostoyevski, ha permitido el reino del demonio, del afán ilimitado de riquezas materiales, de la explotación del humilde, del alejamiento de Dios, de la deificación del hombre y de la ciencia, apartando al hombre de Cristo y del reino del Espíritu, alejando al hombre de los sencillos y humildes, de los pobres de espíritu, de los niños, de los humillados y de los ofendidos, de los pecadores, de los lisiados, de los enfermos, de los «idiotas». La teocracia no es en Dostoyevski, como nosotros creemos cuando nos referimos a ella al hablar del antiguo Egipto faraónico, o de Israel bajo los asmoneos, o de la Ginebra de Calvino, el gobierno de los sacerdotes, el dominio temporal del clero, sino el reino de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, basado en el amor, en la fraternidad, en la compasión, alejado por completo del deseo de bienes materiales superfluos, de la violencia, del poder de unos sobre otros, sobre todo de los poderosos sobre los débiles. Por eso se ha hablado con razón de un ideal utópico en Dostoyevski, una especie de anarquismo cristiano, pero donde el término «anarquismo» equivale a ausencia de imposición: no se puede imponer la verdad revelada. Pero el cristianismo de Dostoyevski —y esto lo vincula paradójicamente con Nietzsche, aunque en un sentido muy distinto del pensamiento que tenía Nietzsche sobre esta cuestión esencial, además de tener en cuenta que mientras que el autor del Zaratustra había leído, si bien en malas traducciones, a Dostoyevski, éste ni siquiera sabía de la existencia de aquél— no renuncia ni traiciona a la tierra, ya que supone una nueva fidelidad a ella, un nuevo amor y un nuevo abrazo, que consiste, nada menos, en que no podemos amar por separado el cielo y la tierra (como Mischkin no podía amar por separado a Aglaya y a Nastasia), que no podemos optar por uno o por la otra, sino que cielo y tierra están inextricablemente unidos, esto es, la verdad del cielo es inseparable de la verdad de la tierra. Esta es la gran revelación del cristianismo a la cultura rusa y universal, una revelación hecha a través de Dostoyevski. De ahí las extraordinarias palabras de Merejkovsky intentando explicar lo que Dostoyevski quería decirnos cuando hablaba de que «el misterio terrestre entra en contacto con el misterio de las estrellas»: «Mientras no amemos el cielo o la tierra hasta el extremo límite, nos parecerá, como a Tolstoi y a Nietzsche, que uno de esos amores excluye al otro. Sin embargo, es necesario amar la tierra hasta el fin, hasta el extremo borde del cielo; hasta la tierra. Solamente entonces comprenderemos que se trata de un único amor y no de dos; que el cielo está unido a la tierra y la abraza». Es en aquel «contacto» del que habla Dostoyevski «donde reside la esencia, si no del Cristianismo histórico, al menos de la doctrina de Cristo». No «asaltar los cielos», como anhelaba el poeta-filósofo Hölderlin, a fin de transmutar al hombre en un dios, sino creer en las palabras del Padrenuestro: ¡Venga a nos el Tu reino! ¡Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo! «Entonces, cielo y tierra no serán dos, sino uno, al igual que Yo y mi Padre hacemos Uno. Es la sal de la doctrina cristiana». Esto fue lo que Dostoyevski «anunció con extraordinaria fuerza», una fuerza desconocida que no volverá a darse probablemente nunca en hombre alguno.
Dejamos en este punto las reflexiones en torno a las palabras pronunciadas por el príncipe durante la velada sobre su particular visión de la religión, y retomamos el hilo de la narración.
El día siguiente a la velada, muy avanzada la tarde, tiene lugar el encuentro, requerido por Aglaya Ivánovna, entre ésta y Nastasia Filíppovna, en presencia del príncipe y de Rogochin, en la casa que Daria Aleksiéyevna posee en Pávlovsk (capítulo VIII). Asistimos a una lucha sorda y soterrada sin igual entre ambas rivales, en la que Aglaya manifiesta de modo ostensible signos de superioridad, si bien hace esfuerzos por mantener la dignidad sin ser traicionada por los celos, pero éstos acaban por impedirle el autodominio que se había impuesto a sí misma. Aglaya, en efecto, está devorada por los celos, y quiere resolver de manera definitiva sus insufribles dudas sobre si el príncipe siente amor por Nastasia, o, más precisamente, cuál es en concreto la relación que mantiene con ella. Aglaya le suelta a su competidora, en un duelo en el que todo se tensa a medida que avanza el diálogo entre ambas, que sólo se ama a sí misma, y la prueba de ello son las tres cartas que le ha enviado; «usted sólo puede amar a su propio oprobio y el constante pensamiento de que está usted deshonrada y de que la han ofendido. Si su ignominia fuese menor o no existiese en absoluto, sería usted desgraciada». Pero Nastasia, que permanece sentada, se mantiene en calma, casi imperturbable, recibiendo la cascada de acusaciones como si se las mereciese, como una penitencia autoimpuesta. Un poco más adelante, Aglaya le lanza que el propio príncipe le ha dicho que sólo siente piedad por ella, por Nastasia, «y que cuando se acordaba de usted, su corazón parecía como si estuviese traspasado para siempre». Pero, de modo gradual, vámonos dando cuenta de que Aglaya ha juzgado demasiado severamente a Nastasia, sobre todo en lo que se refiere a que sea una mujer vanidosa y una perdida. Nastasia, en el fondo, como indica tan oportunamente el narrador, es una «soñadora» y posee mucho de «fantástica». A todo este lance, Rogochin asiste en silencio, mientras que el príncipe va sumiéndose en un estado de creciente dolor e impotencia. Nastasia, sin perder el sosiego, al menos aparente, le responde que cómo se atreve a juzgarla; que ella, Aglaya, ha concertado esta cita por miedo, por miedo a ella, a Nastasia, y a quien se teme no se le desprecia. Si se ha presentado ante ella, es porque anhela desesperadamente saber a quién de las dos quiere el príncipe, ya que los celos no le permiten vivir. Su actitud la ha decepcionado, pues se la había imaginado más inteligente, y, además, está mintiendo cuando afirma que el príncipe ya no la ama. Sin embargo, está dispuesta a perdonarla. Hay un breve momento de debilidad por parte de Nastasia, dejándose llevar por el llanto, pero, de pronto, inesperadamente, se desata la tormenta, como un terrible vendaval que todo lo arrasa. Nastasia, como una loca, como una trastornada, reta con energía inusitada a Aglaya, quien termina por asustarse y decide abandonar de inmediato la casa. Pero antes de que eso ocurra, Nastasia le recuerda al príncipe que le ha prometido que no la dejaría nunca, y, sin dejar de dirigirse a él, se pregunta cómo puede Aglaya afirmar que es una perdida, por qué se ha conducido con ella como si lo fuese. Reparemos un instante en esta importantísima apreciación: una pecadora como es ella, para Dostoyevski, no puede ser nunca una perdida, como no lo fue nunca María Magdalena para Jesús. En un arrebato que conmociona y deja perplejos a los presentes, Nastasia echa literalmente de la casa a Rogochin, casi a empellones, y reta al príncipe a que se acerque a ella y elija definitivamente. El príncipe, aturdido, excitado, con un inmenso sufrimiento, se dirige a Aglaya, señalando a Nastasia, con estas solas palabras: «Pero ¿es posible? ¡Con lo … desgraciada que es!». Esto es suficiente para Aglaya, esta mínima —casi imperceptible— duda, este sentimiento de piedad, y en ese instante, con odio y profundamente humillada, abandona la casa. El príncipe pretende seguirla, intentando reparar lo que ya no tiene arreglo, pero Nastasia lo retiene, se desmaya en sus brazos, y el príncipe se queda con ella. Mischkin, el alter Christus, ha elegido a la pecadora. El príncipe sienta con infinito mimo a Nastasia y le acaricia suavemente la cabeza y las manos, como a una niña, como a una pequeña criatura desvalida y sola en el mundo.
El capítulo IX comienza transcurridas dos semanas después de la borrascosa entrevista entre las dos adversarias. El narrador, en un preámbulo aclaratorio, nos informa acerca de cómo los rumores han ido deformando en ese tiempo, casi desde el primer instante, la realidad de los acontecimientos, y cómo se piensa en todo Pávlovsk que el príncipe ha dejado a una muchacha decente y de buena familia por una cualquiera. Los vecinos opinan en su mayoría que el príncipe es un nihilista, un hombre amoral, y que todo lo tenía madurado, sin alcanzar a explicarse cómo ha podido hacerle eso a la familia de las Yepánchinas, por qué se decidió y qué razones le condujeron a convertirse en novio de Aglaya. Ésta y su familia, por descontado, rompen toda relación con él, así como todos sus allegados y conocidos. El príncipe, una hora después de la entrevista, acude en pos de Aglaya, pero ya es demasiado tarde. Lo fue desde el momento en que mostró piedad por Nastasia delante de su novia. Los días siguientes acude invariablemente a rondar la dacha de las Yepánchinas, pero éstas no sólo no le dan cara, sino que terminan dejando el pueblo residencial y trasladándose a la localidad de Kolmino, a una residencia que poseen cerca de Petersburgo. Todo esto sobreviene ya a principios de julio.
Quien sí le visita, seis o siete días después de la tumultuosa conferencia entre Aglaya y Nastasia, es Radomskii, que mantiene con el príncipe una larga conversación que va a constituir el núcleo capital de este capítulo IX, pues en el transcurso de ella se desvelarán las verdaderas razones que han llevado al príncipe a conducirse de esa manera tan incomprensible para la mayoría. Radomskii hace gala de una retórica brillante, de un análisis psicológico aparentemente profundo de la situación, intentando mostrar al príncipe los motivos que explican lo sucedido, pero a medida que avanzan sus reproches hacia Mischkin, nos percatamos que lo que está haciendo, como no puede ser de otra manera, es someter a análisis con las reglas de la lógica y de la pura racionalidad algo que trasciende lo racional, que está más allá de la lógica y de cualquier explicación normal y sensata. ¿Cómo es posible, si cree que Nastasia está loca y le tiene susto, que pretenda casarse con ella, incluso no amándola? Pero Mischkin le contesta: «¡Oh, no; yo la amo a ella con toda mi alma! Porque ella… es una niña; ahora es una niña, enteramente una niña. ¡Oh…, usted no sabe nada!» ¡Claro que no sabe nada! ¡Nadie sabe aquí nada, salvo Mischkin! Radomskii, en su diálogo argumentativo, se conduce sólo con lógica, con sentido común, pero para rozar siquiera la tempestad inabarcable que tiene lugar en el corazón del príncipe, no sirven de nada ni la lógica ni el sentido común, no valen las explicaciones racionales. ¿Cómo es posible, le dice Radomskii al príncipe, que ame a la vez a dos mujeres? El príncipe no lo niega; al revés, lo afirma reiteradamente. Pero, a su vez, requiere a Radomskii que Aglaya lo sepa todo, tiene que saberlo todo, irremisiblemente: «¿Por qué no podremos nunca saberlo todo de otro, cuando hace falta, cuando ese otro es culpable?» El príncipe se siente a sí mismo culpable, responsable de lo sucedido. «Aquí —continúa diciéndole Mischkin a Radomskii— hay de por medio algo que no puedo explicarle a usted». Radomskii termina por creer que el príncipe no ha amado nunca ni a Nastasia ni a Aglaya. ¿Cómo es posible amar a las dos? «¿Con amores distintos?» Pero esto es ya un misterio que le está vedado a Radomskii y a la inmensa mayoría de los hombres, a prácticamente todos nosotros. El príncipe, con ese doble amor, ha cruzado la frontera de la realidad terrenal de aquí abajo, pues está instalado —aunque no se dé cuenta de ello, ya que su inocencia y pureza son absolutas (como Velázquez tampoco se daba cuenta al pintar al Niño de Vallecas que lo estaba redimiendo de la grosera realidad de la pintura, pues lo dejaba simplemente estar, tal cual él era, como una «hostia consagrada», todo «redondo en su ser central»)— en el otro lado, el lado de la eternidad, del mismo modo que Velázquez lo estaba en el de la Verdad; esto es, Mischkin también está situado en el lado de la Verdad, del Espíritu, en el lado de Dios, en el lado del Amor, y en ese lado es posible amar por igual a dos criaturas, como Jesús amó a María Magdalena y a María de Betania, la hermana de Lázaro. Pero ese amor no es ya de este mundo, es un amor de naturaleza divina, inexpresable, incomprensible, propio de eseabsolutamente otro, como diría el hermano Kierkegaard, que era como llamaba al pensador danés nuestro Miguel de Unamuno. Los hombres no pueden comprender este tipo de amor, pues no se trata de amor, sino del Amor, pero no en abstracto, cuidado con esto, sino en concreto, individualizado, personal, a dos seres, distintos sólo superficialmente, puesto que ambos son criaturas de Dios. La orgullosa, inocente y pudorosa Aglaya, sin embargo, no ve tampoco la profunda ternura e inocencia que guarda como un tesoro escondido la pecadora. Esto sólo puede verlo Mischkin, el alter Christus.
En los tres últimos capítulos de esta 4ª parte se desencadena la tragedia. La boda entre el príncipe y Nastasia se fija para una semana después del diálogo entre Mischkin y Radomskii, y habrá de tener lugar en el propio Pávlovsk. En esa semana de ínterin, muere el general Ivolguin. En la iglesia donde se celebran los funerales por el general, el príncipe cree haber visto los ojos de Rogochin, escrutándole, como siempre, de manera clandestina y misteriosa. Todo ese mismo día y aquella noche, en cambio, Nastasia estuvo alegre. Al día siguiente del funeral, el príncipe recibe la visita de Keller, que, junto con Burdovskii, serán los padrinos de la boda. La última vez que se ven el príncipe y Nastasia antes de la boda, es la noche anterior a ésta. Muy poco antes de la jornada fijada para los desposorios, Ippolit, que las intuye con preclara lucidez, advierte al príncipe respecto de las oscuras intenciones de Rogochin. Este aviso excita sobremanera al príncipe. Sin embargo, cree sinceramente que, con su ayuda, Nastasia todavía puede resucitar. El amor que siente hacia ella tiene mucho que ver con el que se siente hacia un niño desvalido y enfermo, al que hay que cuidar. También es consciente que Nastasia sabe sin ambages lo que para él significa Aglaya. Quizás ello influyera en el estado de desasosiego de Nastasia durante los días inmediatamente anteriores a la boda. La víspera de ésta, por la noche, dejó el príncipe a Nastasia muy animada. Ella soñaba con delectación con que Aglaya, o cualquier emisario suyo, pudiera verla altiva y resplandeciente en la ceremonia. El príncipe y Nastasia se separaron a las ocho de la noche, pero antes de que diesen las doce tuvo que acudir Mischkin precipitadamente de nuevo a casa de Nastasia (que, como se recordará, era la de su amiga Daria Aleksiéyevna en Pávlovsk), pues le comunicaron que le había dado un ataque de histerismo. Entró en su alcoba, ella se abrazó llorando a sus pies y terminó por fin tranquilizándose. El príncipe regresó a su casa (la dacha de Lebédev). La boda estaba fijada para las ocho de la mañana. Desde las siete de la mañana, ya estaba preparada Nastasia. A las siete y media, el príncipe se dirigió en coche a la iglesia, y esperó a su novia en el altar. El gentío y la expectación eran enormes. Pero cuando, poco después de las siete y media, Nastasia llegó en coche a la iglesia, con esa deslumbrante belleza connatural a ella, ante el asombro y estupefacción generales, viendo entre la turba a Rogochin, se fue inexplicablemente con él, sin que nadie pudiese reaccionar, en el mismo coche donde había llegado de casa de Daria, y se dirigieron a toda prisa a la estación para coger el tren de Petersburgo. Al llegar ella a él, le dijo: «¡Sálvame!... ¡Llévame contigo a donde quieras, ahora mismo!» La decisión tomada a la entrada de la iglesia no es una decisión premeditada, planificada de antemano. Se trata de un dictamen irracional, impulsivo, vehemente, desenfrenado, trágico, pero, ante todo, de la aceptación inevitable del destino. De un destino que viene trazado por la renuncia de la pecadora, de esta pecadora desbordante de pureza, a sacrificar al inocente, al espíritu puro e inmaculado encarnado en Mischkin. Eso es lo que ella cree que haría si se desposase con el príncipe: enlodazarlo; nunca se ha creído de verdad digna de él. Su amor es tan grande que se encamina a su propio sacrificio sin miedo alguno, con una dignidad infinita. El único en comprenderlo de inmediato es el príncipe, y por eso la buscará donde cree que está. No se equivocó, aunque Rogochin jugase al escondite y tratase de impedir, al menos durante todo un día, que la hallase. Cuando la encuentra, todo se ha cumplido. Consummatum est (Jn 19, 30).
El príncipe, ante el asombro de sus conocidos e invitados, reaccionó con extraña serenidad, como si esperase desde lo más íntimo de su ser una salida parecida por parte de su novia. A las diez y media de la mañana, logró finalmente quedarse solo. Lo estuvo todo el día. A las ocho de la mañana del día siguiente, Viera Lukiánovna, que estaba desolada y a la que el príncipe besó antes de acostarse las manos y la frente en señal de consuelo y agradecimiento, llamó a la puerta de su habitación, según él le había indicado. A las nueve de la mañana ya estaba el príncipe en Petersburgo y a las diez en casa de Rogochin. Éste se esconde deliberadamente durante todo el día, impidiendo que el príncipe dé con él. Las gestiones resultan infructuosas, debido a las instrucciones dadas por Rogochin a sus sirvientes. El príncipe, después de visitar a una profesora amiga de Nastasia en cuya casa cree que su novia ha podido refugiarse, cada vez más desanimado, se hospeda de nuevo en la fonda donde cinco semanas antes, en su oscuro corredor de la primera planta, agazapado entre las sombras, Rogochin intentara asesinarlo. Por indicación de la profesora, acude también a casa de una alemana amiga de Nastasia, por si estuviera allí. Nada. Vuelve a casa de la profesora y observa detenidamente los dos espaciosos cuartos que ocupase Nastasia cuando vivía allí, en uno de los cuales, sobre un velador, estaba abierto por una determinada página la novelaMadame Bovary, de Gustave Flaubert. El príncipe se lleva el libro, teniendo cuidado de doblar la página por la que estaba abierto. Siendo ya noche cerrada, llega de nuevo a su fonda. Su angustiosa intranquilidad le impide estar mucho tiempo, y se lanza de nuevo a la calle. Nada más salir, a cincuenta pasos de la fonda, una voz queda le llama: es Rogochin. Él había sido la persona que el príncipe creyó ver tras los visillos, de nuevo como un espectro, cuando miró hacia arriba del inmueble de Rogochin, a las ventanas, por la mañana, después de que la fiel y vieja criada Pafnútievna le hubiese dicho que el señor no estaba en la casa (también se entera poco después que Rogochin ha estado hace unas horas en el mismo corredor oscuro de la pensión, acechándolo). A las diez de la noche, caminando por aceras opuestas, llegaron a casa de Rogochin. Le hace pasar, y, finalmente, lo conduce a la habitación donde se encuentra Nastasia, tendida en una cama, cubierta con un hule y con una sábana y rodeada de frascos de perfume, para amortiguar el hedor. Yace muerta desde las cuatro de la madrugada de la noche anterior, que es cuando Rogochin la ha asesinado clavándole un puñal en el corazón que le provoca una hemorragia interna y la muerte inmediata, sin apenas brotar sangre, sólo «media cucharada sopera». Es decir, que cuando Mischkin llegó a Petersburgo a las nueve de la mañana, ya llevaba muerta Nastasia cinco horas. Rogochin la asesina la noche del día de la boda, pero muy avanzada la madrugada. Nadie se ha enterado, ni la madre de Rogochin, ni la vieja sirvienta, ni el portero de la casa. Rogochin desea fervientemente pasar toda la noche, junto al príncipe, velando el cadáver. Su deseo es sincero. La amaba. Pero sólo amaba su hermosísimo cuerpo, no su alma, no la extraordinaria belleza de su espíritu. La tristeza del príncipe es infinita. Poco a poco le flaquean las piernas y siente un paulatino trastorno general. La escena es sobrecogedora, traspasa como un dardo de fuego el corazón del lector. El asesino y el alter Christus juntos, como dos hermanos. Resulta verdaderamente difícil entender lo que está ocurriendo. Dostoyevski nos está conduciendo al límite mismo de la comprensión humana en lo que se refiere al sentimiento de la compasión. Es como si la estancia en penumbra, alumbrada sólo por las velas, se hubiese convertido en un pequeño templo, en una iglesia, en un lugar sagrado. Las tres almas permanecen durante varias horas juntas, aunque la de Nastasia hace ya tiempo que ha abandonado su cuerpo. Por fin se ha liberado. Las preguntas del príncipe al asesino, desvelan con todos los pormenores cómo ha ocurrido el terrible hecho. Cuando ya ha amanecido por completo, el príncipe incluso acaricia los cabellos y la cara de Rogochin, que ha entrado en una fase de delirio, en la que profiere intermitentes gritos. Sobre las once de la mañana, entra la Policía.
En el juicio posterior, en el que Rogochin no oculta nada y despeja cualquier duda respecto a la posible implicación del príncipe, el asesino es condenado, con eximentes, a quince años de presidio en Siberia. Sus cuantiosos bienes pasan a su hermano Semión Semiónovich Rogochin. A las dos semanas justas de la muerte de Nastasia Filíppovna, muere Ippolit Teréntiev. Kolia tiene trazas de convertirse en un hombre bueno. Radomskii se hace cargo del príncipe y se ocupa de trasladarlo de nuevo a la clínica del doctor Schneider en Suiza. El propio Radomskii emprenderá un largo viaje y una prolongada estancia en Europa, visitando mensualmente al príncipe. Entre Radomskii y Viera Lukiánovna se establece una correspondencia epistolar que apunta a algo más que a una mera amistad. Aglaya, para disgusto de su familia, se casa con un falso conde polaco, que ni es conde ni posee ninguna fortuna, como había hecho creer. Un sacerdote amigo del supuesto conde polaco propicia la conversión de Aglaya al catolicismo. Adelaida Ivánovna y el príncipe Tsch*** terminarán uniendo sus destinos. Lizaveta Prokófievna, que ha perdonado por completo al príncipe, en compañía de sus hijas, Adelaida y Aleksandra, lo visitan en Suiza, pero Mischkin no las reconoce ya a ninguna de ellas. Su recaída es completa. Tiene seriamente dañados los órganos cerebrales y la posibilidad de cura es muy remota.
Sólo dos observaciones finales. La primera es que la conversión religiosa de Aglaya, que solamente se constata, sin ninguna explicación, me parece el único error destacable de toda la novela. Mejor dicho: la presiento como una decisión injusta del novelista. Ya hemos podido comprobar qué opinión le merecía el catolicismo romano a Dostoyevski, así como al propio príncipe Mischkin. El extraordinario personaje femenino de Aglaya, que tan simpático se le hace al lector por su pureza, pudor, gallardía, nobleza, autonomía y despierta inteligencia, a pesar de su orgullo y de sus celos, no se había hecho merecedor de este fin, entre otras razones porque puede terminar dando la impresión de ser una persona inconstante y voluble. Además, su personalidad y su carácter no tenían nada de jesuíticos. ¿Es este el castigo a su excesivo orgullo? El novelista permanece mudo. Mudo para siempre.
La segunda tiene que ver con la recaída, prácticamente irreversible, del príncipe. Es natural que muchos críticos y comentaristas hayan hablado del profundo carácter desesperanzado, trágico y desazonador de esta novela, con este final tan amargo. De un lado, hemos podido comprobar que la pureza del príncipe, en vez de aplacar las oscuras potencias de los individuos, en buena medida, de modo completamente involuntario, las exalta. Mischkin desea que Nastasia, que Aglaya y que Rogochin sean enteramente libres, pero no consigue su propósito, en gran medida debido a la propia enajenación del hombre. Por eso dice Jacques Madaule: «Lo que Mishkin quisiera devolverles es el ejercicio de su libertad soberana; pero eso es lo que el hombre no puede devolver al hombre una vez que él lo ha enajenado [una vez que el hombre ha enajenado al hombre]. En ninguna obra de Dostoievsky se muestra con tanta fuerza la derrota inexpresable de la libertad, y ninguna, por consiguiente, es más desesperada que El idiota…». ¿Será ése final tan doloroso, en el fondo, elfracaso al que se refiere Reinhard Lauth? Quizás Dostoyevski nos esté transmitiendo un profundo y oculto mensaje: los seres humanos no están todavía espiritualmente preparados ni predispuestos para poseer como un don preciado en su seno a un hombre sencillo y bueno, un «pobre de espíritu». Ha transcurrido casi siglo y medio desde que la novela fue terminada, y continúan sin estarlo. ¿Lo estarán algún día?
Málaga, 4 de noviembre de 2012. Festividad de la Beata Teresa Manganiello, laica de la Orden Tercera de San Francisco, analfabeta, pero que respondía con sabiduría a quienes le preguntaban. Murió el 4 de noviembre de 1876 con tan sólo 27 años, la misma edad del príncipe Mischkin en El idiota.
En una conferencia pronunciada en Moscú el 15 de marzo de 1989, ¿Qué nos dice Dostoievski hoy?, afirmaba lo siguiente el pensador católico alemán Reinhard Lauth: «No es casualidad que tuviera a Cervantes por el más grande de todos los escritores, quien sin misericordia enredaba a su Don Quijote en locuras de las que se mofan los “cuerdos”, pero quien al final lo muestra admirablemente como más sensato que todos esos “cuerdos”, de modo que, en el umbral de la muerte, puede llamarlo “el bueno”. Pues lo que lo eleva por encima de todos los errores e ilusiones es su seriedad moral inconmovible. Ustedes saben que Dostoievski trató de presentar a un hombre así en Myschkin, y que hubo de experimentar en ese empeño cuán infinitamente difícil es eso, de modo que no fue capaz de lograrlo». Aun estando casi siempre de acuerdo con muchos de los juicios y reflexiones de Lauth, discrepo de esta última opinión. A mi modo de ver, sí fue excelsamente capaz de lograrlo. El texto completo de la conferencia, en traducción de Alberto Ciria, puede consultarse en la estupenda página web en español del Instituto Filosófico Reinhard Lauth (http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html). En una carta dirigida a su sobrina Sofía Aleksándrovna Ivánov-Jmírov, fechada en Ginebra el 13 de enero de 1868, escribe Dostoyevski: «Sólo quería decir que de cuantas figuras bellas hay en la literatura cristiana, la de Don Quijote se me antoja la más perfecta». Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1648.
Demetrio Merejkovsky, Tolstoi y Dostoievsky, Buenos Aires, Cronos, 1946. La edición original es de 1900-1901.
Esta es la obra más importante, en varios volúmenes, del más destacado de todos los historiadores rusos, Serguéi Soloviev (1820-1879), padre del singularísimo pensador cristiano Vladímir Soloviev.
Amante de la primera esposa de Pedro el Grande de Rusia, la ex emperatriz Eudoxia. Fue mandado empalar en 1718 por orden del zar. El suplicio, según asevera Mischkin, duró unas quince horas. EudoxiaFiódorovna Lopujiná, o Praskovia Ilariónovna Lopujina (1669-1731), fue la madre del zarévich Alexis Petróvich. Eudoxia pertenecía a una secta rigorista, los viejos creyentes (raskólniki, esto es, «cismáticos», «disidentes»), por lo que se opuso a las reformas de su marido, lo que le valió ser encerrada en un convento, donde profesó con el nombre de Elena en 1698. Más tarde volvió a la vida pública, intentando casarse con su amante, Stepán Glébov, cosa que no consiguió. Pretendiendo asegurar los derechos de su hijo, preparó un complot contra Pedro el Grande, que la mandó encerrar (1718–1727), decapitó a su hermano Abraham, empaló a Glébov y asesinó también al hijo de ambos, el zarévich Alexis Petróvich.
Un acercamiento riguroso y espléndido es el de Jutta Scherrer, «Pour une théologie de la révolution. Merejkovski et le symbolisme russe», Archives des sciences sociales des religions, N. 45/1, 1978, págs.27-50. La revista forma parte de la actividad editorial de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de Francia, que posee una magnífica página web.
El significado del «sufrimiento» en Dostoyevski es muy complejo. Casi todos los grandes estudiosos de su pensamiento se han ocupado de él. Una primera aproximación puede ser el capítulo que dedica Reinhard Lauth a este tema en su ensayo La filosofía de Dostoievski expuesta sistemáticamente (Die Philosophie Dostojewskis. In systematischer Darstellung, Munich, Piper, 1950), capítulo incluido en la mencionada web dedicada a Lauth (http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html). En ese capítulo se afirma: «Si el sufrimiento adopta el carácter de la compasión, entonces profundiza el amor en el hombre. Todo verdadero amor en la tierra está hermanado con el sufrimiento. A un hombre a quien se ama, en el sufrimiento todavía se le ama más íntima y profundamente. Y a uno a quien no se ama en absoluto, en el sufrimiento quizá se le puede llegar a amar».
Antip Burdovskii (llamado en la novela el hijo de Pávlischev) es un joven de unos 22 años que aparece al final del capítulo VII de la 2ª parte. Perteneciente a la célula nihilista de Ippolit Teréntiev, Burdovskii, junto con sus compinches, tratan, según hemos esbozado antes, de arrebatarle a Mischkin una buena parte de su herencia, pretextando que esa herencia, en realidad, le corresponde a Burdovskii, supuesto hijo natural del ya fallecido y adinerado Pávlischev, amigo del padre de Mischkin y protector suyo durante su estancia en Suiza. La farsa es un burdo y perverso montaje de tales sujetos, quienes se embravecen ante la que ellos creen ingenuidad del príncipe.
Este mismo ensayo está publicado en la siguiente dirección web:
http://enriquecastanos.blogspot.com.es/2013/06/ensayo-n-2-el-principe-mischkin-de_8232.html
Ver también:
www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm
www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm
www.enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm
www.enriquecastanos.com/stoker_dracula.htm