LAS MIL Y UNA NOCHES
SEÑORAS, SEÑORES:
Un acontecimiento capital de la historia de las naciones occidentales es el descubrimiento
del Oriente. Sería más exacto hablar de una conciencia del Oriente, continua, comparable a la
presencia de Persia en la historia griega. Además de esa conciencia del Oriente —algo vasto,
inmóvil, magnifico, incomprensible— hay altos momentos y voy a enumerar algunos. Lo que me
parece conveniente, si queremos entrar en este tema que yo quiero tanto, que he querido desde la
infancia, el tema del Libro de Las mil y una noches, o, como se llamó en la versión inglesa —la
primera que leí— The Arabian Nights: Noches árabes. No sin misterio también, aunque el título es
menos bello que el de Libro de Las mil y una noches.
Voy a enumerar algunos hechos: los nueve libros de Herodoto y en ellos la revelación de
Egipto, el lejano Egipto. Digo “el lejano” porque el espacio se mide por el tiempo y las
navegaciones eran azarosas. Para los griegos, el mundo egipcio era mayor, y lo sentían misterioso.
Examinaremos después las palabras Oriente y Occidente) que no podemos definir y que son
verdaderas. Pasa con ellas lo que decía San Agustín que pasa con el tiempo: “¿Qué es el tiempo? Si
no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro”. ¿Qué son el Oriente y el Occidente? Si me
lo preguntan, lo ignoro. Busquemos una aproximación.
Veamos los encuentros, las guerras y las campañas de Alejandro. Alejandro, que conquista
la Persia, que conquista la India y que muere finalmente en Babilonia, según se sabe. Fue éste el
primer vasto encuentro con el Oriente, un encuentro que afectó tanto a Alejandro, que dejó de ser
griego y se hizo parcialmente persa. Los persas, ahora lo han incorporado a su historia. A
Alejandro, que dormía con la Ilíada y con la espada debajo de la almohada. Volveremos a él más
adelante, pero ya que mencionamos el nombre de Alejandro, quiero referirles una leyenda que, bien
lo sé, será de interés para ustedes.
Alejandro no muere en Babilonia a los treinta y tres años. Se aparta de un ejército y vaga por
desiertos y selvas y luego ve una claridad. Esa claridad es la de una fogata.
La rodean guerreros de tez amarilla y ojos oblicuos. No lo conocen, lo acogen. Como
esencialmente es un soldado, participa de batallas en una geografía del todo ignorada por él. Es un
soldado: no \e importan las causas y está listo a morir. Pasan los años, él se ha olvidado de tantas
cosas y llega un día en que se paga a la tropa y entre las monedas hay una que lo inquieta. La tiene
en la palma de la mano y dice: “Eres un hombre viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la
victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia.” Recobra en ese momento su pasado y
vuelve a ser un mercenario tártaro o chino o lo que fuere.
Esta memorable invención pertenece al poeta inglés Robert Graves. A Alejandro le había
sido predicho el dominio del Oriente y el Occidente. En los países del Islam se lo celebra aún bajo
el nombre de Alejandro Bicorne, porque dispone de los dos cuernos del Oriente y del Occidente.
Veamos otro ejemplo de ese largo diálogo entre el Oriente y el Occidente, ese diálogo no
pocas veces trágico. Pensamos en el joven Virgilio que está palpando una seda estampada, de un
país remoto. El país de los chinos, del cual él sólo sabe que es lejano y pacífico, muy numeroso, que
abarca los últimos confines del Oriente. Virgilio recordará esa seda en las Geórgicas, esa seda
inconsútil, con imágenes de templos, emperadores, ríos, puentes, lagos distintos de los que conocía.
J o r g e L u i s B o r g e s S i e t e n o c h e s
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Otra revelación del Oriente es la de aquel libro admirable, la Historia natural de Plinio. Ahí
se habla de los chinos y se menciona a Bactriana, Persia, se habla de la India, del rey Poro. Hay un
verso de Juvenal, que yo habré leído hará más de cuarenta años y que, de pronto, me viene a la
memoria. Para hablar de un lugar lejano, Juvenal dice: “Ultra Aurora et Ganges”, “más allá de la
aurora y del Ganges”. En esas cuatro palabras está el Oriente para nosotros. Quién sabe si Juvenal
lo sintió como lo sentimos nosotros. Creo que sí. Siempre el Oriente habrá ejercido fascinación
sobre los hombres del Occidente.
Prosigamos con la historia y llegaremos a un curioso regalo. Posiblemente no ocurrió nunca.
Se trata también de una leyenda. Harun al-Raschid, Aarón el Ortodoxo, envía a su colega
Carlomagno un elefante. Acaso era imposible enviar un elefante desde Bagdad hasta Francia, pero
eso no importa. Nada nos cuesta creer en ese elefante. Ese elefante es un monstruo. Recordemos
que la palabra monstruo no significa algo horrible. Lope de Vega fue llamado “Monstruo de la
Naturaleza” por Cervantes. Ese elefante tiene que haber sido algo muy extraño para los francos y
para el rey germánico Carlomagno. (Es triste pensar que Carlomagno no pudo haber leído la
Chanson de Roland, ya que hablaría algún dialecto germánico.)
Le envían un elefante y esa palabra, “elefante”, nos recuerda que Roland hace sonar el
“olifán”, la trompeta de marfil que se llamó así, precisamente, porque procede del colmillo del
elefante. Y ya que estamos hablando de etimologías, recordemos que la palabra española “alfil”
significa “el elefante” en árabe y tiene el mismo origen que “marfil”. En piezas de ajedrez orientales
yo he visto un elefante con un castillo y un hombrecito. Esa pieza no era la torre, como podría
pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante.
En las Cruzadas los guerreros vuelven y traen memorias: traen memorias de leones, por
ejemplo. Tenemos el famoso cruzado Richard of the Lion-Heart, Ricardo Corazón de León. El león
que ingresa en la heráldica es un animal del Oriente. Esta lista no puede ser infinita, pero
recordemos a Marco Polo, cuyo libro es una revelación del Oriente (durante mucho tiempo fue la
mayor revelación), aquel libro que dictó a un compañero de cárcel, después de una batalla en que
los venecianos fueron vencidos por los genoveses. Ahí está la historia del Oriente y ahí
precisamente se habla de Kublai Khan, que reaparecerá en cierto poema de Coleridge.
En el siglo quince se recogen en Alejandría, la ciudad de Alejandro Bicorne, una serie de
fábulas. Esas fábulas tienen una historia extraña, según se supone. Fueron habladas al principio en
la India, luego en Persia, luego en el Asia Menor y, finalmente, ya escritas en árabe, se compilan en
El Cairo. Es el Libro de Las mil y una noches.
Quiero detenerme en el título. Es uno de los más hermosos del mundo, tan hermoso, creo,
como aquel otro que cité la otra vez, y tan distinto: Un experimento con el tiempo.
En éste hay otra belleza. Creo que reside en el hecho de que para nosotros la palabra “mil”
sea casi sinónima de “infinito”. Decir mil noches es decir infinitas noches, las muchas noches, las
innumerables noches. Decir “mil y una noches” es agregar una al infinito. Recordemos una curiosa
expresión inglesa. A veces, en vez de decir “para siempre”, for ever, se dice for ever and a day,
“para siempre y un día”. Se agrega un día a la palabra “siempre”. Lo cual recuerda el epigrama de
Heine a una mujer: “Te amaré eternamente y aún después”.
La idea de infinito es consustancial con Las mil y una noches.
En 1704 se publica la primera versión europea, el primero de los seis volúmenes del
orientalista francés Antoine Galland. Con el movimiento romántico, el Oriente entra plenamente en
la conciencia de Europa. Básteme mencionar dos nombres, dos altos nombres. El de Byron, más
alto por su imagen que por su obra, y el de Hugo, alto de todos modos. Vienen otras versiones y
ocurre luego otra revelación del Oriente: es la operada hacia mil ochocientos noventa y tantos por
Kipling: “Si has oído el llamado del Oriente, ya no oirás otra cosa”.
Volvamos al momento en que se traducen por primera vez Las mil y una noches. Es un
acontecimiento capital para todas las literaturas de Europa. Estamos en 1704, en Francia. Esa
Francia es la del Gran Siglo, es la Francia en que la literatura está legislada por Boileau, quien
muere en 1711 y no sospecha que toda su retórica ya está siendo amenazada por esa espléndida
invasión oriental.
Pensemos en la retórica de Boileau, hecha de precauciones, de prohibiciones, pensemos en
el culto de la razón, pensemos en aquella hermosa frase de Fenelon: “De las operaciones del
espíritu, la menos frecuente es la razón.” Pues bien, Boileau quiere fundar la poesía en la razón.
Estamos conversando en un ilustre dialecto del latín que se llama lengua castellana y ello es
también un episodio de esa nostalgia, de ese comercio amoroso y a veces belicoso del Oriente y del
Occidente, ya que América fue descubierta por el deseo de llegar a las Indias. Llamamos indios a la
gente de Moctezuma, de Atahualpa, de Catriel, precisamente por ese error, porque los españoles
creyeron haber llegado a las Indias. Esta mínima conferencia mía también es parte de ese diálogo
del Oriente y del Occidente.
En cuanto a la palabra Occidente, sabemos el origen que tiene, pero ello no importa. Cabría
decir que la cultura occidental es impura en el sentido de que sólo es a medias occidental. Hay dos
naciones esenciales para nuestra cultura. Esas dos naciones son Grecia (ya que Roma es una
extensión helenística) e Israel, un país oriental. Ambas se juntan en la que llamamos cultura
occidental. Al hablar de las revelaciones del Oriente, debía haber recordado esa revelación continua
que es la Sagrada Escritura. El hecho es recíproco, ya que el Occidente influye en el Oriente. Hay
un libro de un escritor francés que se titula El descubrimiento de Europa por los chinos y es un
hecho real, que tiene que haber ocurrido también.
El Oriente es el lugar en que sale el sol. Hay una hermosa palabra alemana que quiero
recordar: Morgenland —para el Oriente—, “tierra de la mañana”. Para el Occidente, Abenland,
“tierra de la tarde”. Ustedes recordarán Der untergang des Abendlandes de Spengler, es decir, “la
ida hacia abajo de la tierra de la tarde”, o, como se traduce de un modo más prosaico, La
decadencia de Occidente. Creo que no debemos renunciar a la palabra Oriente, una palabra tan
hermosa, ya que en ella está, por una feliz casualidad, el oro. En la palabra Oriente sentimos la
palabra oro, ya que cuando amanece se ve el cielo de oro. Vuelvo a recordar el verso ilustre de
Dante, “Dolce color d’oriental zaffiro”. Es que la palabra oriental tiene los dos sentidos: el zafiro
oriental, el que procede del Oriente, y es también el oro de la mañana, el oro de aquella primera
mañana en el Purgatorio.
¿Qué es el Oriente? Si lo definimos de un modo geográfico nos encontramos con algo
bastante curioso, y es que parte del Oriente sería el Occidente o lo que para los griegos y romanos
fue el Occidente, ya que se entiende que el Norte de África es el Oriente. Desde luego, Egipto es el
Oriente también, y las tierras de Israel, el Asia Menor y Bactriana, Persia, la India, todos esos países
que se extienden más allá y que tienen poco en común entre ellos. Así, por ejemplo, Tartaria, la
China, el Japón, todo eso es el Oriente para nosotros. Al decir Oriente creo que todos pensamos, en
principio, en el Oriente islámico, y por extensión en el Oriente del norte de la India.
Tal es el primer sentido que tiene para nosotros y ello es obra de Las mil y una noches. Hay
algo que sentimos como el Oriente, que yo no he sentido en Israel y que he sentido en Granada y en
Córdoba. He sentido la presencia del Oriente, y eso no sé si puede definirse; pero no sé si vale la
pena definir algo que todos sentimos íntimamente. Las connotaciones de esa palabra se las debemos
al Libro de Las mil y una noches. Es lo que primero pensamos; sólo después podemos pensar en
Marco Polo o en las leyendas del Preste Juan, en aquellos ríos de arena con peces de oro. En primer
término pensamos en el Islam.
Veamos la historia de ese libro; luego, las traducciones. El origen del libro está oculto.
Podríamos pensar en las catedrales malamente llamadas góticas, que son obras de generaciones de
hombres. Pero hay una diferencia esencial, y es que los artesanos, los artífices de las catedrales,
sabían bien lo que hacían. En cambio, Las mil y una noches surgen de modo misterioso. Son obra
de miles de autores y ninguno pensó que estaba edificando un libro ilustre, uno de los libros más
ilustres de todas las literaturas, más apreciados en el Occidente que en el Oriente, según me dicen.
Ahora, una noticia curiosa que transcribe el barón de Hammer Purgstall, un orientalista citado con
admiración por Lañe y por Burton, los dos traductores ingleses más famosos de Las mil y una
noches. Habla de ciertos hombres que él llama confabulatores nocturni: hombres de la noche que
refieren cuentos, hombres cuya profesión es contar cuentos durante la noche. Cita un antiguo texto
persa que informa que el primero que oyó recitar cuentos, que reunió hombres de la noche para
contar cuentos que distrajeran su insomnio fue Alejandro de Macedonia. Esos cuentos tienen que
haber sido fábulas. Sospecho que el encanto de las fábulas no está en la moraleja. Lo que encantó a
Esopo o a los fabulistas hindúes fue imaginar animales que fueran como hombrecitos, con sus
Comedias y sus tragedias. La idea del propósito moral fue agregada al fin: lo importante era el
hecho de que el lobo hablara con el cordero y el buey con el asno o el león con un ruiseñor.
Tenemos a Alejandro de Macedonia oyendo cuentos contados por esos anónimos hombres
de la noche cuya profesión es referir cuentos, y esto perduró durante mucho tiempo. Lañe, en su
libro Account of the Manners and Costumes of the modern Egyptians, Modales y costumbres de los
actuales egipcios, cuenta que hacia 1850 eran muy comunes los narradores de cuentos en El Cairo.
Que había unos cincuenta y que con frecuencia narraban las historias de Las mil y una noches.
Tenemos una serie de cuentos; la serie de la India, donde se forma el núcleo central, según
Burton y según Cansinos-Asséns, autor de una admirable versión española, pasa a Persia; en Persia
los modifican, los enriquecen y los arabizan; llegan finalmente a Egipto. Esto ocurre a fines del
siglo quince. A fines del siglo quince se hace la primera compilación y esa compilación procedía de
otra, persa según parece: Hazar afsana, Los mil cuentos.
¿Por qué primero mil y después mil y una? Creo que hay dos razones. Una, supersticiosa (la
superstición es importante en este caso), según la cual las cifras pares son de mal agüero. Entonces
se buscó una cifra impar y felizmente se agregó “y una”. Si hubieran puesto novecientas noventa y
nueve noches, sentiríamos que falta una noche; en cambio, así, sentimos que nos dan algo infinito y
que nos agregan todavía una yapa, una noche. El texto es leído por el orientalista francés Galland,
quien lo traduce. Veamos en qué consiste y de qué modo está el Oriente en ese texto. Está, ante
todo, porque al leerlo nos sentimos en un país lejano.
Es sabido que la cronología, que la historia existen; pero son ante todo averiguaciones
occidentales. No hay historias de la literatura persa o historias de la filosofía indos-tánica; tampoco
hay historias chinas de la literatura china, porque a la gente no le interesa la sucesión de los hechos.
Se piensa que la literatura y la poesía son procesos eternos. Creo que, en lo esencial, tienen razón.
Creo, por ejemplo, que el título Libro de Las mil y una noches (o, como quiere Burton, Book of tke
Thousand Nigths and a Night, Libro de las mil noches y una noche), seria un hermoso título si lo
hubieran inventado esta mañana. Si lo hiciéramos ahora pensaríamos qué lindo título; y es lindo
pues no sólo ts hermoso (como hermoso es Los crepúsculos del jardín, de Lugones) sino porque da
ganas de leer el libro.
Uno tiene ganas de perderse en Las mil y una noches; uno sabe que entrando en ese libro
puede olvidarse de su pobre destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está
hecho de unas cuantas figuras arquetípicas y también de individuos.
En el título de Las mil y una noches hay algo muy importante: la sugestión de un libro
infinito. Virtualmente, lo es. Los árabes dicen que nadie puede leer Las mil y una noches hasta el
fin. No por razones de tedio: se siente que el libro es infinito.
Tengo en casa los diecisiete volúmenes de la versión de Burton. Sé que nunca los habré
leído todos pero sé que ahí están las noches esperándome; que mi vida puede ser desdichada pero
ahí estarán los diecisiete volúmenes; ahí estará esa especie de eternidad de Las mil y una noches del
Oriente.
¿Y cómo definir al Oriente, no el Oriente real, que no existe? Yo diría que las nociones de
Oriente y Occidente son generalizaciones pero que ningún individuo se siente oriental. Supongo que
un hombre se siente persa, se siente hindú, se siente malayo, pero no oriental. Del mismo modo,
nadie se siente latinoamericano: nos sentimos argentinos, chilenos, orientales (uruguayos). No
importa, el concepto no existe. ¿Cuál es su base? Es ante todo la de un mundo de extremos en el
cual las personas son o muy desdichadas o muy felices, muy ricas o muy pobres. Un mundo de
reyes, de reyes que no tienen por qué explicar lo que hacen. De reyes que son, digamos,
irresponsables como dioses.
Hay, además, la noción de tesoros escondidos. Cualquier hombre puede descubrirlos. Y la
noción de la magia, muy importante. ¿Qué es la magia? La magia es una causalidad distinta. Es
suponer que, además de las relaciones causales que conocemos, hay otra relación causal. Esa
relación puede deberse a accidentes, a un anillo, a una lámpara. Frotamos un anillo, una lámpara, y
aparece el genio. Ese genio es un esclavo que también es omnipotente, que juntará nuestra voluntad.
Puede ocurrir en cualquier momento.
Recordemos la historia del pescador y del genio. El pescador tiene cuatro hijos, es pobre.
Todas las mañanas echa su red al borde de un mar. Ya la expresión un mar es una expresión
mágica, que nos sitúa en un mundo de geografía indefinida. El pescador no se acerca al mar, se
acerca a un mar y arroja su red. Una mañana la arroja y la saca tres veces: saca un asno muerto, saca
cacharros rotos, saca, en fin, cosas inútiles. La arroja por cuarta vez (cada vez recita un poema) y la
red está muy pesada. Espera que esté llena de peces y lo que saca es una jarra de cobre amarillo,
sellado con el sello de Solimán (Salomón). Abre la jarra y sale un humo espeso. Piensa que podrá
vender la jarra a los quincalleros, pero el humo llega hasta el cielo, se condensa y toma la figura de
un genio.
¿Qué son esos genios? Pertenecen a una creación pre-adamita, anterior a Adán, inferior a los
hombres, pero pueden ser gigantescos. Según los musulmanes, habitan todo el espacio y son
invisibles e impalpables.
El genio dice: “Alabado sea Dios y Salomón su Apóstol.” El pescador le pregunta por qué
habla de Salomón, que murió hace tanto tiempo: ahora su apóstol es Mahoma. Le pregunta,
también, por qué estaba encerrado en la jarra. El otro le dice que fue uno de los genios que se
rebelaron contra Solimán y que Solimán lo encerró en la jarra, la selló y la tiró al fondo del mar.
Pasaron cuatrocientos años y el genio juró que a quien lo liberase le daría todo el oro del mundo,
pero nada ocurrió. Juró que a quien lo liberase le enseñaría el canto de los pájaros. Pasan los siglos
y las promesas se multiplican. Al fin llega un momento en el que jura que dará muerte a quien lo
libere. “Ahora tengo que cumplir mi juramento. Prepárate a morir, ¡ oh mi salvador!” Ese rasgo de
ira hace extrañamente humano al genio y quizá querible.
El pescador está aterrado; finge descreer de la historia y dice: “Lo que me has contado no es
cierto. ¿Cómo tú, cuya cabeza toca el cielo y cuyos pies tocan la tierra, puedes haber cabido en este
pequeño recipiente?” El genio contesta: “Hombre de poca fe, vas a ver”. Se reduce, entra en la jarra
y el pescador la cierra y lo amenaza.
La historia sigue y llega un momento en que el protagonista no es un pescador sino un rey,
luego el rey de las Islas Negras y al fin todo se junta. El hecho es típico de Las mil y una noches.
Podemos pensar en aquellas esferas chinas donde hay otras esferas o en las muñecas rusas. Algo
parecido encontramos en el Quijote, pero no llevado al extremo de Las mil y una noches. Además
todo esto está dentro de un vasto relato central que ustedes conocen: el del sultán que ha sido
engañado por su mujer y que para evitar que el engaño se repita resuelve desposarse cada noche y
hacer matar a la mujer a la mañana siguiente. Hasta que Shahrazada resuelve salvar a las otras y lo
va reteniendo con cuentos que quedan inconclusos. Sobre los dos pasan mil y una noches y ella le
muestra un hijo.
Con cuentos que están dentro de cuentos se produce un efecto curioso, casi infinito, con una
suerte de vértigo. Esto ha sido imitado por escritores muy posteriores. Así, los libros de Alicia de
Lewis Carroll, o la novela Sylvia and Bruno, donde hay sueños adentro de sueños que se ramifican
y multiplican.
El tema de los sueños es uno de los preferidos de Las mil y una noches. Admirable es la
historia de los dos que soñaron. Un habitante de El Cairo sueña que una voz le ordena en sueños
que vaya a la ciudad de Isfaján, en Per-sia, donde lo aguarda un tesoro. Afronta el largo y peligroso
viaje y en Isfaján, agotado, se tiende en el patio de una mezquita a descansar. Sin saberlo, está entre
ladrones. Los arrestan a todos y el cadí le pregunta por qué ha llegado hasta la ciudad. El egipcio se
lo cuenta. El cadí se ríe hasta mostrar las muelas y le dice: “Hombre desatinado y crédulo, tres
veces he soñado con una casa en El Cairo en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol
y luego una fuente y una higuera y bajo la fuente está un tesoro. Jamás he dado el menor crédito a
esa mentira. Que no te vuelva a ver por Isfaján. Toma esta moneda y vete.” El otro se vuelve a El
Cairo: ha reconocido en el sueño del cadí su propia casa. Cava bajo la fuente y encuentra el tesoro.
En Las mil y una noches hay ecos del Occidente. Nos encontramos con las aventuras de
Ulises, salvo que Ulises se llama Simbad el Marino. Las aventuras son a veces las mismas (ahí está
Polifemo). Para erigir el palacio de Las mil y una noches se han necesitado generaciones de
hombres y esos hombres son nuestros bienhechores, ya que nos han legado ese libro inagotable, ese
libro capaz de tantas metamorfosis. Digo tantas metamorfosis porque el primer texto, el de Galland,
es bastante sencillo y es quizá el de mayor encanto de todos, el que no exige ningún esfuerzo del
lector; sin ese primer texto, como muy bien dice el capitán Burton, no se hubieran cumplido las
versiones ulteriores.
Galland, pues, publica el primer volumen en 1704. Se produce una suerte de escándalo, pero
al mismo tiempo de encanto para la razonable Francia de Luis XIV. Cuando se habla del
movimiento romántico se piensa en fechas muy posteriores. Podríamos decir que el movimiento
romántico empieza en aquel instante en que alguien, en Normandía o en París, lee Las mil y una
noches. Está saliendo del mundo legislado por Boileau, está entrando en el mundo de la libertad
romántica.
Vendrán luego otros hechos. El descubrimiento francés de la novela picaresca por Lessage;
las baladas escocesas e inglesas publicadas por Percy hacia 1750. Y, hacia 1798, el movimiento
romántico empieza en Inglaterra con Cole-ridge, que sueña con Kublai Khan, el protector de Marco
Polo. Vemos así lo admirable que es el mundo y lo entreveradas que están las cosas.
Vienen las otras traducciones. La de Lañe está acompañada por una enciclopedia de las
costumbres de los musulmanes. La traducción antropológica y obscena de Burton está redactada en
un curioso inglés parcialmente del siglo catorce, un inglés lleno de arcaísmos y neologismos, un
inglés no desposeído de belleza pero que a veces es de difícil lectura. Luego la versión licenciosa,
en ambos sentidos de la palabra, del doctor Mardrus, y una versión alemana literal pero sin ningún
encanto literario, de Lit-tmann. Ahora, felizmente, tenemos la versión castellana de quien fue mi
maestro Rafael Cansinos-Asséns. El libro ha sido publicado en México; es, quizá, la mejor de todas
las versiones; también está acompañada de notas.
Hay un cuento que es el más famoso de Las mil y una noches y que no se lo halla en las
versiones originales. Es la historia de Aladino y la lámpara maravillosa. Aparece en la versión de
Galland y Burton buscó en vano el texto árabe o persa. Hubo quien sospechó que Galland había
falsificado la narración. Creo que la palabra “falsificar” es injusta y maligna. Galland tenía tanto
derecho a inventar un cuento como lo tenían aquellos confabulatores nocturni. ¿ Por qué no suponer
que después de haber traducido tantos cuentos, quiso inventar uno y lo hizo?
La historia no queda detenida en el cuento de Galland. En su autobiografía De Quincey dice
que para él había en Las mil y una noches un cuento superior a los demás y que ese cuento,
incomparablemente superior, era la historia de Aladino. Habla del mago del Magreb que llega a la
China porque sabe que ahí está la única persona capaz de exhumar la lámpara maravillosa. Galland
nos dice que el mago era un astrólogo y que los astros le revelaron que tenía que ir a China en busca
del muchacho. De Quincey, que tiene una admirable memoria inventiva, recordaba un hecho del
todo distinto. Según él, el mago había aplicado el oído a la tierra y había oído las innumerables
pisadas de los hombres. Y había distinguido, entre esas pisadas, las del chico predestinado a
exhumar la lámpara. Esto, dice De Quincey que lo llevó a la idea de que el mundo está hecho de
correspondencias, está lleno de espejos mágicos y que en las cosas pequeñas está la cifra de las
mayores. El hecho de que el mago mogrebí aplicara el oído a la tierra y descifrara los pasos de
Aladino no se halla en ninguno de los textos. Es una invención que los sueños o la memoria dieron
a De Quincey. Las mil y una noches no han muerto. El infinito tiempo de Las mil y una noches
prosigue su camino. A principios del siglo dieciocho se traduce el libro; a principios del diecinueve
o fines del dieciocho De Quincey lo recuerda de otro modo. Las noches tendrán otros traductores y
cada traductor dará una versión distinta del libro. Casi podríamos hablar de muchos libros titulados
Las mil y una noches. Dos en francés, redactados por Galland y Mardrus; tres en inglés, redactados
por Burton, Lañe y Paine; tres en alemán, redactados por Henning, Littmann y Weil; uno en
castellano, de Cansinos-Asséns. Cada uno de esos libros es distinto, porque Las mil y una noches
siguen creciendo, o recreándose. En el admirable Stevenson y en sus admirables Nuevas mil y una
noches (New Arabian Nights) se retoma el tema del príncipe disfrazado que recorre la ciudad,
acompañado de su visir, y a quien le ocurren curiosas aventuras. Pero Stevenson inventó un
príncipe, Floricel de Bohemia, su edecán, el coronel Geraldine, y los hizo recorrer Londres. Pero no
el Londres real sino un Londres parecido a Bagdad; no al Bagdad de la realidad, sino al Bagdad de
Las mil y una noches.
Hay otro autor cuya obra debemos agradecer todos: Chesterton, heredero de Stevenson. El
Londres fantástico en el que ocurren las aventuras del padre Brown y del Hombre que fue Jueves no
existiría si él no hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una
noches si no hubiese leído Las mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha muerto.
Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y
es parte de esta noche también.
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