Catilina años de transición
Durante el año 64 a. C., Catilina fue aceptado de forma oficial como candidato a las elecciones consulares del año 63 a. C. Se presentó junto a Cayo Antonio Hybrida, del que se sospechaba que había sido uno de los conspiradores. A pesar de ello, Catilina fue derrotado por Marco Tulio Cicerón y Cayo Antonio Hybrida en las elecciones, principalmente porque la aristocracia romana temía a Catilina y sus planes económicos. Catilina promovía las reivindicaciones de la plebe junto a su política económica de las tabulae novae, la cancelación completa de las deudas.
Ese mismo año, Catilina había sido llevado de nuevo a juicio, aunque en esta ocasión por su papel en la represión de Sila. A instancias del cuestor Marco Porcio Catón, todos los hombres que se habían aprovechado de la represión fueron llevados a juicio. Catilina fue acusado de asesinar a Marco Mario Gratidiano, y por pasear la cabeza de éste por las calles de Roma. Otros le acusaban de haber asesinado a muchos otros hombres notables de la ciudad. La más indignante de las acusaciones aseguraba que había asesinado a su propio cuñado y haber pedido su proscripción posteriormente a Sila para hacer de su muerte un acto legítimo. A pesar de todo esto, Catilina fue de nuevo exculpado, aunque algunos conjeturan que esta exculpación se debió a la influencia de César, quien presidía el tribunal.
Catilina eligió de nuevo optar por el consulado. En las elecciones del año 62 a. C., Catilina fue derrotado nuevamente, esta vez por Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena, lo que quebró definitivamente sus ambiciones políticas. La única posibilidad de obtener el consulado era ya a través de medios ilegítimos: la conspiración o la revolución.
La segunda conjuración de Catilina
Privado de sus apoyos políticos Catilina derivó hacia el populismo más exacerbado, y comenzó a reclutar un nutrido grupo de hombres de las clases senatoriales y ecuestres, descontentos tanto con la política del Senado y de Pompeyo como con la situación económica existente entonces. Publio Cornelio Léntulo Sura, el conspirador más influyente tras Catilina, había obtenido el rango de cónsul en el año 71 a. C., pero se le expulsó del senado por los censores durante las purgas políticas del año siguiente. Autronio también fue cómplice de la conspiración, tras haber sido expulsado del gobierno romano.
Promoviendo su política de condonación de deudas, Catilina reunió a muchos pobres bajo su bandera, junto con muchos de los veteranos de Sila. Envió a Cayo Manlio, un centurión del antiguo ejército de Sila, para liderar la conspiración en Etruria, donde éste consiguió reunir un ejército. Envió también a otros hombres a tomar posiciones importantes a todo lo largo de la Península Itálica, e inició una pequeña revuelta de esclavos en Capua. Mientras el malestar de la población se dejaba sentir por los campos romanos, Catilina hizo los preparativos finales para la conjura en Roma. La acción debía iniciarse simultáneamente en varios puntos de Italia, especialmente en Etruria, donde, como puso al descubierto la rebelión de Lépido, existía un particular descontento entre la población y los veteranos. Sus planes incluían los incendios y la matanza de senadores, tras los cuales se uniría al ejército reunido por Manlio. La revolución -siempre según los planes iniciales- habría de alcanzar finalmente la ciudad de Roma, donde la promesa de un programa social sostendría a Catilina como dictador o como cónsul. Para llevar estos planes a cabo, Cayo Vornelio y Lucio Vargunteio deberían asesinar a Cicerón al amanecer del 7 de noviembre de 63 a. C.
Aunque los políticos populares como Craso y César estuvieron al corriente de la conjuración parece lo más probable que permanecieran alejados de ella, por considerar los planes demasiados radicales o difíciles de llevar a cabo. Cicerón tuvo, sin embargo, conocimiento de lo que se tramaba cuando Quinto Curio, uno de los senadores, le alertó del peligro a través de su amante Fulvia, lo que lo convirtió en uno de sus informadores. De este modo, Cicerón pudo escapar de una muerte segura.
Poco después, Cicerón denunciaría a Catilina ante el senado en el primero de los discursos de las Catilinarias. De ese momento es una de sus más famosas frases: «Quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?» (¿Hasta cuando abusarás de nuestra paciencia, Catilina?). Se dice que Catilina reaccionó de forma violenta asegurando que, si él se quemaba, lo haría en medio de la destrucción general. Inmediatamente después de esto, salió en dirección a su casa, mientras el Senado autorizaba a Cicerón a hacer uso del senatus consultum ultimum. Era el 22 de octubre de 63 a. C. Aquella noche, Catilina huyó de Roma bajo el pretexto de que se dirigía a un exilio voluntario en Masilia. Sin embargo, se dirigió hacia el campamento de Manlio en Etruria.
Mientras Catilina preparaba su ejército, los conspiradores continuaban con sus planes. Justamente por entonces se encontraban en Roma dos embajadores pertenecientes a la tribu gala de los alóbroges. Así que a Léntulo se le ocurrió intentar atraerlos a su causa. La idea era que, al estallar la revolución, cruzasen los Alpes con su caballería y se uniesen a los sublevados. Para conquistar su favor, Léntulo se valió de los servicios de Publio Umbreno, personaje conocido de los galos por haber hecho asiduamente negocios en su país y de Publio Gabinio Capito, un líder conspirador de clase ecuestre. Umbreno expuso a los embajadores de los alóbroges toda la conjura, incluyendo nombres, fechas, planes y lugares. A fin de convencerlos les narró la consabida historia, según la cual los augurios indicaban que Publio Cornelio Léntulo Sura iba a ser el tercer Cornelio que gobernase Roma. De esta manera la conjura fue revelada.
La delegación tomó rápidamente ventaja de esta oportunidad e informó a Cicerón, quien instruyó a los delegados para obtener un provecho tangible de la conspiración. Cinco de los líderes conspiradores escribieron cartas a los alóbroges para que los delegados mostraran a su pueblo que existía una esperanza en esta conspiración, pero estas cartas fueron interceptadas en su camino hacia la Galia en el puente Milvio. Entonces Cicerón leyó estas cartas incriminatorias en el Senado. La sesión senatorial del 5 de diciembrefue decisiva: en ella Catón solicitó la pena de muerte para los conjurados, que Cicerón aplicaría inmediatamente pese a la brillante defensa realizada por Julio César. Los cinco conspiradores fueron ejecutados sin juicio en la prisión del Tuliano. De esta forma se puso fin a la conjura en Roma.
Tras haber sido informado de la noticia sobre el desastre en Roma, Catilina (declarado hostis desde el 15 de noviembre) y su poco equipado ejército iniciaron la marcha hacia la Galia, para luego volverse hacia Roma en multitud de ocasiones, en un vano intento de evitar el combate. Inevitablemente, Catilina se vio forzado a luchar, por lo que eligió enfrentarse al ejército de Antonio cerca de Pistoria (la actual Pistoia), con la esperanza de que Antonio perdiera la batalla y desanimara al resto de los ejércitos. El mismo Catilina luchó con bravura en la batalla, y una vez constatado que no existía esperanza de victoria, se lanzó contra el grueso del enemigo. En el recuento de los cadáveres, todos los soldados de Catilina se encontraron con heridas frontales, y el cadáver del mismo Catilina se halló adelantado a sus propias líneas. Se le cortó la cabeza y ésta fue llevada a Roma, como prueba pública de que el conspirador había muerto.
Semblanza de Catilina
A decir de Salustio:
Lucio Catilina (...) fue de gran fortaleza de alma y cuerpo, pero de carácter malo y depravado. A éste, desde la adolescencia, le resultaron gratas las guerras civiles, las matanzas, las rapiñas, las discordias ciudadanas, y en ellas tuvo ocupada su juventud. Su cuerpo era capaz de soportar las privaciones, el frío, el insomnio más allá de lo creíble para cualquiera. Su espíritu era temerario, pérfido, veleidoso, simulador y disimulador de lo que le apetecía, ávido de lo ajeno, despilfarrador de lo propio, fogoso en las pasiones; mucha su elocuencia, su saber menguado. Su espíritu insaciable siempre deseaba cosas desmedidas, increíbles, fuera de su alcance. A este hombre, después de la dictadura de Sila le había asaltado un deseo irreprimible de hacerse dueño del Estado y no tenía escrúpulos sobre los medios con los que lo conseguiría con tal de procurarse el poder. Su ánimo feroz se agitaba más y más cada día por la disminución de su hacienda y por la conciencia de sus crímenes, incrementadas una y otra con aquellas artes que antes he señalado. Le incitaban además las costumbres corrompidas de la ciudad echadas a perder por dos males pésimos y opuestos entre sí: el libertinaje y la avaricia. Puesto que la circunstancia ha traído a colación las costumbres de la ciudad, el asunto mismo parece aconsejarnos volver atrás y explicar brevemente las instituciones de los antepasados en paz y en guerra, cómo gobernaron la República y cuán grande la dejaron para que poco a poco se transformase de la más hermosa y excelente en la peor y más infame.La Conjuración de Catilina, V
...su espíritu impuro, hostil a los dioses y a los hombres, no podía tranquilizarse ni en la vela ni en el reposo, hasta tal punto el remordimiento corroía su alma sobresaltada. Así pues, su color era pálido, su mirada repulsiva, su andar unas veces rápido y otras parsimonioso; en su aspecto y en su rostro se evidenciaba inequívocamente la locura.La Conjuración de Catilina, X
Nota:
- En varias publicaciones se han planteado objeciones a la realidad de la conspiración. Una de ellas es "El asesinato de Julio César: Una historia del pueblo de antigua Roma", 2005, ISBN 84-95786-72-9 [1], que recoge opiniones de Arthur D. Kahn (The education of Julius Caesar) y K. H. Walters (Cicero, Sallust and Catiline).
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