Henrik Ibsen - PEER GYNT
En la primavera de 1864, Ibsen salió de Cristianía y abandonó su patria. Hizo un viaje á Italia, y como el poeta Goethe, echó raíces en aquel suelo privilegiado del arte y de la poesía. El Diario popular noruego dio muchos detalles de su estancia en Italia. Contaba la simpática alegría que le animaba a su entrada en Roma, las ilusiones de su espíritu emprendedor, y la seguridad que tenían todos los que conocían su talento de que algo grande había de resultar como fruto de su espíritu fecundo. Así fue, pues sus dos obras mejores, Brand y Peer Gynt, publicadas en 1866 y en 1867, las escribió en Roma, como Goethe, que necesitó del cielo de Italia para terminar su Ifigenia y su Tasso.
Ibsen respiraba una atmósfera nueva, que le hizo también emprender nuevos derroteros. No consiguió nuestro poeta, como Goethe, remontarse de las pequeñeces más triviales á la belleza más sublime, ni contemplar á través de la espesa niebla de la humanidad doliente el eterno sol de la verdad infinita. No vio nunca el veneno que, al morderle como traidora serpiente, le infiltró el pueblo de su propia patria. Pero Ibsen aprendió en Roma cuál era la verdadera misión del poeta: consiste ésta en reproducir con originalidad las pasiones y los sentimientos de los hombres, ajustándose á lo que nos dice la ciencia y la experimentación, y libres de toda tendencia ideal, presentando de este modo á los lectores una especie de espejo fiel de la vida de su tiempo.
En Roma encontró Ibsen paz y tranquilidad para el trabajo. Sus relaciones eran aún muy escasas, «pero había roto las cadenas», como él mismo decía, que le ligaban á su patria; respiraba esa atmósfera de hermosura, de recuerdos y de grandeza. En Roma se encuentra el que se busca, entra en sí el que divaga. Ibsen se sintió rejuvenecer en Roma, donde estaba con su familia, y rodeado siempre de artistas y de amigos. Allí se estableció definitivamente, y algunas veces recordaba con amargura su decisión de no volver jamás á su patria. Sólo abandonaba la ciudad en los veranos, para irse á un pueblo de los Apeninos ó de la costa. Trabajaba desde la mañana hasta la tarde, y el resto del día lo pasaba con sus amigos. Pocas veces hablaba de sus trabajos. No le gustaba, y esto ocurre á todos los grandes poetas, enterar á los demás de los argumentos de sus composiciones.
(L. Passarge, en Enrique Ibsen, La España Moderna, 1892).
Peer Gynt es un drama tan rico en intenciones como Brand, pero con un predominio de lo lírico sobre lo lógico. Sería fácil explicar a Brand y Peer Gynt dentro del mismo sistema: Brand, la voluntad, Peer Gynt, la fantasía. Brand, el hueco ideal de las virtudes ausentes en el pueblo noruego; Peer Gynt el retrato de los defectos patentes en ese pueblo. Brand, el héroe, Peer Gynt, el fanfarrón...
Sin embargo Peer Gynt no es una alegoría, sino un poema lírico escrito en plena embriaguez.
Sobre la blanda materia de los caprichos de la fantasía ha ido operando una concepción del hombre, de la voluntad, del sentido de su conducta. Por eso, aunque la fantasmagoría de Peer Gynt es pura belleza, encontramos el tema de siempre: la vocación. Peer es el hombre sin vocación, he aquí el quid. Fantasea, pero siempre a la zaga de las circunstancias. La primera voz del poema es la de su madre Aase: “¡Mientes, Peer!” y contesta Peer: “¡Confía en mí! Espera que yo realice algo, algo realmente grande... ¡Seré Rey, Emperador!... Sólo necesito tiempo”. Aase, que lo conoce bien, suspira con tristeza: “Hubieras podido ser algo si, desde la mañana hasta por la noche, no tuvieras la cabeza repleta de embustes, hojarasca y desatinos”.
Peer Gynt va a las bodas de Ingrid y allí conoce a Solveig, que se desliza por la fiesta como un ángel rubio, tímido, pudoroso. Se enamora de ella como de un sueño. Bebe, asusta a Solveig... Luego, por despecho, rapta a Ingrid, la recién casada, y se la lleva a cuestas hacia lo alto de la montaña, perseguido por todos.
Ya lo tenemos a Peer Gynt obligado a andar por el mundo. Las circunstancias lo han empujado, no su voluntad. Aunque Peer razona a cada paso, es evidente que él no tiene una conducta intencionada, sino que se mueve en zigzag y a barquinazos. A veces lo agita un impulso de águila, pero es cosa del momento. No tiene vocación ni tiene ideales. Y en cuanto avanza cae en un nuevo enredo. Por ejemplo, el de la mujer verde, hija del Rey de la Montaña. Peer se casará con ella, con el reino por dote. Duendes, gnomos, espíritus, le imponen condiciones que Peer Gynt va aceptando una a una, hasta que quieren enajenarle su libertad, cambiarle de alma, convertirlo en duende. Peer se resiste, pelea, huye, pero ya lleva el estigma de los duendes. Los hombres dicen: “¡Sé tú mismo!” Peer, como los duendes, tendrá como lema: “¡Bástate a ti mismo!” Será un egoísta, no una personalidad creadora. Peer está encerrado en un yo falso que no es voluntad sino compromiso. Es la escena de la Cueva. Peer Gynt golpea con una rama las tinieblas que lo rodean. No puede pasar. Por mucho que ande siempre está en el centro. Es una prisión de niebla, redonda y sin forma. Escapa, no obstante. Y dos años después es el Creso de los armadores de Charlestown, tratante de negros en Carolina, vendedor de ídolos en China, contratante de misioneros, propietario en la América del Sur... Su táctica: “No dar jamás un paso decisivo, avanzar con prudencia por en medio de las emboscadas de la vida, acordarse de que no se limita al combate del presente y tener detrás una línea de retirada segura”.
En eso, mientras está contando cómo acumuló su riqueza, se la roban. Entonces se disfraza y se hace pasar por Profeta. Ante las nuevas circunstancias hace otra vez el balance: “Buscar el yo en el poderío del oro es edificar sobre arenas” ”¡Profeta! ¡Esto es ya una posición! Sé donde estoy. Cuando me agasajan es por mí y no por mi dinero. Soy el que soy, sencillamente”.
Cree haberse encontrado, cuando han sido las circunstancias las que cambiaron. Ahora llamará yo al sensualismo, así como antes el yo era el poder del dinero. Hasta que, al engañarlo Anitra, Peer comprende la falsedad. Pese a lo cual no se corrige. Ahora huirá del presente y recorrerá, palmo a palmo, los caminos de la civilización: Egipto, Asia, vuelta al Mar Rojo, Babilonia, Troya. Atenas... Por ahí lo nombran Emperador del Manicomio. El loco es el perfecto ensimismado. ¿Qué yo más pleno, más encerrado en sí mismo que el del loco? Al final Peer vuelve a Noruega, viejo, solo, con un dinero que se le pierde en el naufragio. Y otra vez el balance al que Peer siempre está dispuesto: es la famosa escena de la cebolla. Coge una y la va arrancando las telas, una por una. Cada tela es una falsa aventura, es un papel representado, es una personalidad simulada:
PEER GYNT: (Arrancando varias telas a la vez) ¡Cuántas envolturas! ¿No aparecerá nunca el corazón? (Desgarra a pedazos lo que queda de la cebolla). ¡No hay nada! En el mismísimo centro no hay sino envolturas, cada vez más pequeñas y pequeñas...
No hay en la cebolla (como tampoco en su alma) ni hueso ni fondo. Y ahora Peer escucha claramente su culpa. Es de noche. La selva de pinos ha sido devastada por un incendio. Todo está envuelto en humo. Y Peer oye los reproches: “Somos pensamientos que tú debiste haber pensado”, le dicen ovillos de hilo gris que ruedan entre los troncos calcinados. “Somos consignas que debiste haber proclamado”, le dicen las hojas secas. Y las voces del aire: “Somos las canciones que debiste haber cantado”. Y las gotas de rocío: “Somos lágrimas no vertidas”. Y las briznas de paja: “Somos acciones que debiste haber realizado”.
Peer Gynt sigue su marcha, pero le intercepta el paso el Fundidor, personaje con valor de símbolo, de alegoría, dentro de la concepción religiosa de Ibsen. El Fundidor le revela a Peer la orden de Dios: “Comunicarás a Peer Gynt que habiendo faltado a su destino debe, como producto averiado, ser fundido de nuevo”. Y agrega el Fundidor: “El Amo es económico, y por eso es tan cuidadoso. No arroja nada que pueda servirle de materia prima. Ahora bien, destinado a brillar como botón en el vestido universal, viniste sin engaste. No queda más recurso que arrojarte a la caja de botones estropeados para que vuelvas a ser derretido en la masa”.
La actitud de Ibsen al crear a Peer Gynt fue de amor. Aun de amor por sus defectos. ¡Es tan humano Peer! Por lo mismo que sospechaba que toda existencia es fracaso, Ibsen se enterneció con Peer Gynt, la más desvalida, la más lírica, la más alocada criatura de su teatro. Acaso sea Peer Gynt el poema de Ibsen que la posteridad prefiera siempre.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.
En los dramas de Ibsen hay toda la complejidad de la vida moderna y toda su filosofía.
Quizá sean los únicos que hoy satisfagan á los espíritus intelectuales. Llegamos, con ellos, á los más hondos conflictos de la conciencia. Tiene más importancia el fracaso moral de una vida que la muerte de un hombre. La vida nos arrastra como un torbellino y nuestras voluntades son impotentes. Querer domeñar la existencia y ser víctimas de la realidad: esta es la tragedia en casi todos sus personajes.
Peer Gynt quiere afirmar su yo, perseverando en él. Tiene el orgullo de la personalidad y ansía su imperio. Y, sin embargo, no realiza el destino y su existencia es amorfa Todos sus arrebatos y sus maldades no sirven más que para extraviarle. Vive sólo para sí y su obra es estéril.
Hay escenas de una ternura sublime, por su misma condición, como las de Aase con la gente del pueblo y con su hijo: son momentos culminantes en que la vanidad de la vida se ofrece con aureola de luz eterna. Lágrimas vienen á los ojos, como si entonces la verdad surgiera de la belleza.
Peer Gynt quiere amoldarse á toda manifestación humana, como para imprimir el sello de su yo, y cada átomo de éste desaparece en la peregrinación loca. ¿Qué alcanza en su carrera? Vacío en tomo á él y extrañeza en el mundo. No hay solidaridad entre éste y él. Pero en su alma existe lo real y lo sobrenatural.
El héroe de esta obra, como tantos hombres, es víctima de su imaginación. Quiere Peer Gynt realizarla á toda costa y sus actos son vulgares: no pueden contenerla. Da á su vida una orientación que le es impropia, la aplica erróneamente, y este problema de alta psicología moral fue ya la preocupación del autor del Wilhelm Meister. ¡Cuántos hombres se consagran á obras que no les son peculiares!
Al final del drama volvemos al leitmotiv de la personalidad. ¿Dónde se ha ofrecido de modo tan filosófico y tan humano, como en las últimas escenas del último acto, la situación dramática del despojamiento de nuestro yo por la muerte? «Tú eres como una moneda de efigie gastada, que hay que fundir de nuevo»—dice el fundidor á Peer Gynt. ¡Que terror más profundo de éste, al percatarse de que su yo es un mito! La persona aparece como una ilusa y momentánea representación de esa voluntad universal, á la que todos obedecemos y que juega con nosotros. No nos conocemos y no somos nosotros. Nuestro yo, al menos, se desvanece en la sustancia del mundo. De su voluntad procedemos y á ella volvemos.
Sin embargo, nuestra personalidad vive en la representación que de ella toman los demás hombres y en ellos queda. Por eso es tanto más grande la escena de ternura entre Peer y Solveig cuando aquél la pregunta si es él mismo y si vive, contestándola ella que sí, que en su corazón y en su esperanza.
¿Hay problema más pavoroso que éste? Ibsen ejerce en sus obras de adivino del alma.
J. PÉREZ JORBA, en la Revista Blanca, 1902.
Años más tarde de haber escrito Peer Gynt, después que la obra ya se había publicado repetidas veces, Ibsen decidió llevarla al teatro. Peer Gynt está escrito en verso. Originalmente iba a ser un drama escrito para ser leído, no para ser interpretado en teatro. Las dificultades para cambiar rápidamente de escena (incluyendo un acto entero en oscuridad) ocasionaron algunos problemas en la interpretación.
Parte del plan de Ibsen para adaptar Peer Gynt a la escena era ponerle música a algunas partes, de modo que se puso en contacto con el compositor Edvard Grieg, también noruego. Grieg terminó la partitura al año siguiente y Peer Gynt se estrenó con gran éxito en la ciudad de Oslo a principios de 1876.
La partitura de la obra tenía un total de veintitrés movimientos, y más tarde, en 1888 y 1891, Grieg extrajo varios movimientos, hasta dejar los ocho definitivos, divididos en dos grupos: Suite nº1 (Opus 46) y Suite nº2 (Opus nº55).
Con la música de Grieg, Peer Gynt se convirtió en el drama nacional noruego, ocupando una posición en la conciencia noruega comparable al Fausto de Goethe en Alemania y al Hamlet de Shakespeare, en Inglaterra.
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