ANÁLISIS:FESTIVAL DE AVIÑÓN
'Peer Gynt' se reencuentra con su humor perdido
OCTAVI MARTI Aviñón 22 JUL 2004
El Peer Gynt de Ibsen firmado por el francés Patrick Pineau es el primer gran montaje que vemos en esta edición de Aviñón. No es una versión íntegra del texto -eso exigiría entre seis y siete horas de función- pero con sus cuatro horas y media tampoco cabe considerar el espectáculo como un Peer Gynt edulcorado, de esos que se fijan la frontera de las tres horas como límite de la resistencia humana. Pineau no es un debutante -tiene 42 años, es actor asiduo de los montajes de Georges Lavaudant, dirige también desde 1992- pero sí es el primero que se ha atrevido a llevar Peer Gynt al enorme e ingrato espacio de la Cour d'Honneur. Ese atrevimiento descansa en la confianza depositada en un actor espléndido -Eric Elmosnino, 40 años, descendiente de judíos españoles expulsados por los Reyes Católicos, de una familia que se va de Marruecos en 1956, cuando el país se independiza, nacido él en los alrededores de París- y en una confianza aún mayor en las potencialidades del texto de Ibsen.
Hamlet y Descartes
Peer Gynt tiene la reputación de ser un texto no representable: demasiado filosófico, demasiado cambiante, demasiado largo y demasiado exigente. Para Pineau, es el recorrido vital de un hombre joven, de alguien que no deja de serlo nunca, incluso cuando, ya anciano, muere en el regazo de su amada. El traductor de la obra, François Regnault, cree que Peer Gynt -el personaje y el texto- es la continuación de los interrogantes del príncipe Hamlet y la constatación de Descartes pues, como le dice el rey de los trolls en una de las escenas iniciales, como hombre intenta "ser uno mismo" cuando, de ser también un troll, se interesaría por "bastarse a sí mismo". El problema de Peer Gynt, que comienza viviendo en universo rural de los cuentos de Grimm y acaba en medio de la angustia urbana del mundo de Nietzsche, es que en el transcurso de su itinerario vital ha sido mercader de esclavos, traficantes de esculturas religiosas, millonario, profeta, cazador de pieles, buscador de oro, erudito, emperador de locos y perseguidor de mozuelas, y en cada una de esas actividades ha sido él. ¿Qué significa pues "ser uno mismo" cuando al embrollo vital hay que añadirle una bien merecida fama de fabulador, por no decir de mentiroso?
Pineau y Elmosnino han dado alegría y humor a la peregrinación filosófica de Ibsen. No han inventado las bromas, se han limitado a liberarlas de la ganga de falso trascendentalismo que las asfixia en tantas puestas en escena. El resultado es un espectáculo excelente, en el que brillan el autor y sus intérpretes, en el que el espectador viaja también de sorpresa en sorpresa y recupera el placer perdido de creer en la mecánica narrativa.
Muy decepcionante, en cambio, resultó L' illusion comique de Corneille en versión de Frédéric Fisbach. Aquí, el director ha querido ser la estrella y esa voluntad se sustenta en apenas nada, en cuatro bromas de estudiante sobre el idioma del XVII y un juego entre el texto, dicho por unos infortunados actores desde una gran variedad de podios, y el original cornelliano que aparece a modo de subtítulo para que podamos seguir mejor los intríngulis de esta reflexión del teatro dentro del teatro sin perdernos las variantes que introducen los intérpretes, a veces dignas de un chiste de una representación de fin de curso. El error de Fisbach no tendría mayor importancia si no fuese artista invitado, es decir, creador e inspirador de la edición de 2007.
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