Gino
Raúl De Gasperín Gasperín
Esta es
una historia real. Un maestro, bibliotecario durante muchos años en varias
escuelas, maestro de taller de Creación literaria, conferencista, amante de los
libros a más no poder, lector empedernido y excelente escritor de cuentos
(tiene una media docena de libros publicados) y hasta de una novela inédita.
Este maestro acaba de ser suspendido de su trabajo: era el encargado de un
quiosco de esos que el gobierno, a través de Conaculta y el Ivec, ha
desparramado por algunos sitios de nuestro país y que se llaman «Paralibros»,
enigmática palabreja que se inventaron, seguramente, en alguna parranda
carnavalesca. Su «pecado»: no reunir
el «perfil de promotor literario». Esas siglas de «Conaculta» significan Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes (porque, para ellos, las artes no son
parte de la cultura, sino un pegote, añadido o adendum, como los políticos le dicen incorrectamente a la prótesis
que le incrustaron al paticojo Pacto por México). Las siglas «Ivec» significan Instituto
Veracruzano de la Cultura.
Como se ve, ambas instituciones (en el papel)
promueven, cultivan y difunden a todo vapor la cultura (y las artes) por todo
lo ancho y lo larguísimo del territorio nacional. Sus «promotores» son
seleccionados escrupulosamente y su perfil debe incluir algún rubro tan
especial que no basta que alguien sea maestro, bibliotecario, lector y escritor
para ser contratado para tan elevado cargo.
Al maestro traté de darle ánimos y le escribí:
«Entiendo (y lamento) que no reúna usted el perfil de
promotor de la lectura. Probablemente carece usted de la experiencia que se
requiere para ser funcionario o empleado del Ivec. Ha de saber usted que un
promotor de lectura de estas instituciones culturales, más que ser compulsivo
lector y tenaz divulgador de los beneficios que reporta no ser iletrado, debe
saber hacer otras labores que, aunque ajenas al asunto literario, son de vital
importancia para la subsistencia del sistema, sobre todo en tiempos
electorales. Y usted no necesita más explicaciones. Deje usted de leer y de
escribir y llegará muy, pero muy lejos... y muy alto».
Como él necesita más el trabajo que mis
consejos, me contestó sabia y humildemente: «(Ahora) puedo disfrutar del tiempo
de las tardes». Y yo sé perfectamente qué significa ese «disfrutar»: significa
leer y escribir, enseñar a leer y enseñar a escribir.
Como hice referencia al maestro «desperfilado»,
debo relatar que a él lo conocí por un excelente cuento que apareció en una
revista. Me admiró su perspicaz conocimiento de “El Quijote” y su apropiado,
admirable y rico vocabulario, pues el relato se refería y parodiaba el nunca
bien ponderado encuentro que don Quijote tuvo con un feroz león, episodio
espeluznante y con un final feliz que Cervantes nos narra en la más hermosa de
las novelas que en el mundo se han escrito (¿la habrá leído el director del
Ivec?).
Pregunté al editor de esa revista quién era el
autor del citado cuento, y él me dijo: «¡Ah, Edmundo! Es un escritor de Río
Blanco». Cuando lo conocí personalmente, supe que su erudición y su cultura
eran producto de una escuela que, como decía el filósofo Descartes, debe ser
considerada la más grande universidad del mundo: la vida, y guiado por la más
excelente maestra: la necesidad. Apenas concluyó su primaria, y todo su saber y
su bonhomía son productos de su propio esfuerzo de autodidacta. Por eso no
reúne el perfil de «promotor literario»: no tiene un papel extendido por una
universidad, aunque sea de esas que venden títulos al por mayor, o rubricado
por un «rector» como, por ejemplo, Arias o Arredondo. Tampoco le han dado un
«doctorado honoris causa», porque esas distinciones solo son para
personalidades de la cultura (y las artes) como Adela Micha. Y tampoco habrá de
aparecer en algún álbum de «Personajes distinguidos» de su ciudad, porque los
más distinguidos ya están extinguidos desde hace muchos años y, además, nunca
regenteó ningún bar…
Pero el maestro Edmundo sabe, ama y disfruta
más las palabras que muchos egresados de la facultad de letras, o que los
funcionarios del Ivec, y cuánto hubiera dado yo, y más de uno de esos
directores de centros promotores de la cultura (y las artes) porque hubiera
sido mi (y su) maestro en la escuela. A lo mejor habríamos sido menos miopes.
Hay feria del libro: con promotores o sin
ellos, ojalá los mexicanos leamos más. Hay una garantía: haríamos un país mejor
y, obviamente, tendríamos un buen gobierno.
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