DOCTOR STOCKMANN. — Hace algunos días habría defendido
valerosamente mis derechos si hubieran querido hacerme callar, como aquí acaba
de ocurrir. Pero hoy ya no me importa. La cuestión de que voy a hablar es muy
importante. (La multitud se agrupa alrededor suyo. Se ve entre ella al viejo
MORTEN KUL.) Estos últimos días he estado pensando mucho. Tanto he pensado,
que, en suma, he tenido miedo de volverme loco. Pero a la postre ha triunfado
la verdad en mi espíritu, a pesar de todo. Por eso estoy aquí. ¡Ciudadanos!,
repito que voy a hablaros de algo muy importante. En comparación con lo que voy
a decir, no tiene ninguna importancia haber demostrado que las aguas del
balneario están contaminadas, y que el balneario está mal construído.
DOCTOR STOCKMANN. — Como gustéis. Sólo voy a hablaros de un
descubrimiento que acabo de hacer. He descubierto que la base de nuestra vida
moral está completamente podrida, que la base de nuestra sociedad está
corrompida por la mentira.
DOCTOR STOCKMANN. — He querido a mi ciudad tanto como a mis
hijos. Cuando tuve que dejarla, era yo muy joven, y la distancia, la nostalgia,
el recuerdo del pasado siempre me la hacían ver transfigurada por el cariño.
(Se oyen aplausos.) Después, he vivido largos años una vida melancólica, muy
lejos, en una ciudad triste, y cada vez que veía a la pobre gente que vegetaba
entre aquellas montañas, pensaba que habría sido mejor dar a aquellos seres
salvajes un veterinario en vez de un médico como yo. (Suenan murmullos.)
DOCTOR STOCKMANN. — ¡Un momento! Me parece que nadie podrá
decir que he perdido allá el cariño a mi país natal. La imaginación elaboraba
ideas constantemente e hizo germinar en mí el propósito de fundar un balneario.
(Hay aplausos y protestas.) Cuando tuve la dicha de regresar, creí, queridos
conciudadanos, que se habían realizado todos mis deseos. Me animaba una ambición
sincera, y ardiente de consagrar.
DOCTOR STOCKMANN. — Con mi extraña ceguera vivía yo dichoso.
Pero desde ayer, mejor dicho, desde anteayer, se han abierto mis ojos, y lo
primero que he visto ha sido la incapacidad total, la crasa ignorancia de las
autoridades. (Se oyen ruidos, gritos y carcajadas.)
DOCTOR STOCKMANN. — ¡Es una ridiculez preocuparse por las
palabras que debo emplear, señor Aslaksen! Únicamente quería decir que me
asusta la inmensa villanía de que han sido culpables las personas que ostentan
el poder. Las detesto; no puedo con ellas. Son como cabras a las que se dejara
invadir un jardín recién plantado. No hacen más que estropearlo todo. Un hombre
libre no puede adelantar nada sin chocar con ellas a cada paso. Quisiera acabar
de una vez con esa casta de personas como se hace con los animales dañinos...
(Se perciben murmullos.)
DOCTOR STOCKMANN. (Imponiéndose.) — Lo que más me extraña es
que antes no me haya dado cuenta del valor de esos individuos, a pesar de tener
ante mi vista un ejemplar perfecto de su especie en la persona de mi hermano
Pedro... ese hombre que nunca retrocede ante sus yerros… (Se oyen risas y
silbidos. ASLAKSEN hace sonar la campanilla con más fuerza aún. EL BORRACHO
vuelve a entrar.)
DOCTOR STOCKMANN. — No pienso denigrar más a nuestros
superiores; quien crea que he de seguir haciéndolo, se equivoca de medio a
medio. Estoy seguro de que todos ellos, todos esos reaccionarios, sucumbirán
tarde o temprano. No es necesario atacarlos aún para que llegue su fin, y por
ende, opino que no constituyen el peligro más inminente de la sociedad. No, no
son ellos los más peligrosos destructores de las fuerzas vivas; no son ellos
los más temibles enemigos de la razón y de la libertad. ¡No!
DOCTOR STOCKMANN. — Lo haré. Precisamente es este el gran
descubrimiento que hice ayer. El enemigo más peligroso de la razón y de la
libertad de nuestra sociedad es el sufragio universal. El mal está en la
maldita mayoría liberal del sufragio, en esa masa amorfa. He dicho. (Gran
alboroto. La multitud patea y silba. Algunos ancianos parecen aprobar de un
modo furtivo. La SEÑORA STOCKMANN se levanta con ansiedad. EJLIF y MORTEN se
dirigen en actitud amenazadora a los escolares alborotadores. ASLAKSEN agita la
campanilla y reclama silencio. HOVSTAD y BILLING gritan a la par, sin que se
les pueda entender. Pasado un largo rato de escándalo, se restablece la calma.)
DOCTOR STOCKMANN. — Me niego terminantemente, señor
Aslaksen. ¿Acaso no es la mayoría de esta sociedad la que me roba mi derecho y
pretende arrebatarme la libertad de decir la verdad?
DOCTOR STOCKMANN. — No; la mayoría no tiene razón nunca. Esa
es la mayor mentira social que se ha dicho. Todo ciudadano libre debe protestar
contra ella. ¿Quiénes suponen la mayoría en el sufragio? ¿Los estúpidos o los
inteligentes? Espero que ustedes me concederán que los estúpidos están en todas
partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden los
estúpidos sobre los demás. (Escándalo, gritos.) ¡Ahogad mis palabras con
vuestro vocerío! No sabéis contestarme de otra manera. Oíd: la mayoría tiene la
fuerza, pero no tiene la razón. Tenemos la razón yo y algunos otros. La minoría
siempre tiene razón. (Tumulto.)
DOCTOR STOCKMANN. — Os juro que no otorgaré ni una palabra
de limosna a los desgraciados de pecho comprimido y respiración vacilante,
quienes no tienen nada que ver con el movimiento de la vida. Para ellos no son
posibles la acción ni el progreso. Me refiero a la aristocracia intelectual que
se apodera de todas las verdades nacientes. Los hombres de esa aristocracia
están siempre en primera línea, lejos de la mayoría, y luchan por las nuevas
verdades, demasiado nuevas para que la mayoría las comprenda y las admita.
Pienso dedicar todas mis fuerzas y toda mi inteligencia a luchar contra esa
mentira de que la voz del pueblo es la voz de la razón. ¿Qué valor ofrecen las
verdades proclamadas por la masa? Son viejas y caducas. Y cuando una verdad es
vieja, se puede decir que es una mentira, porque acabará convirtiéndose en
mentira. (Se oyen risas, burlas, murmullos y exclamaciones de sorpresa.) No me
importa lo más mínimo que me creáis o no. En general, las verdades no tienen
una vida tan larga como Matusalén. Cuando una verdad es aceptada per todos,
sólo le quedan de vida unos quince o veinte años a lo sumo, y esas verdades,
que se han convertido así en viejas y caducas, son las que impone la mayoría de
la sociedad como buenas, como sanas. ¿De qué sirve asimilar tamaña podredumbre?
Soy médico, y les aseguro que es un alimento desastroso, créanme, tan malo como
los arenques salados y el jamón rancio. Esa es la razón por la cual las
enfermedades morales acaban con el pueblo.
DOCTOR STOCKMANN. — Y yo estimo, Pedro, que eres un loco de
atar. Voy justamente al meollo del asunto, puesto que estoy hablando de la
repugnante mayoría que envenena las fuentes de nuestra vida intelectual y el
terreno sobre el cual nos movemos.
DOCTOR STOCKMANN. — ¡Por Dios, señor Hovstad, no me hable usted
ahora de verdades evidentes, reconocidas por todos! Las verdades que acepta la
mayoría no son otras que las que defendían los pensadores de vanguardia en
tiempos de nuestros tatarabuelos. Ya no las queremos. No nos sirven. La única
verdad evidente es que un cuerpo social no puede desarrollarse con regularidad
si no se alimenta más que de verdades disecadas.
DOCTOR STOCKMANN. — Podría nombrar muchas, si quisiera.
Bastará que diga una, de la cual viven el señor Hovstad, La Voz del Pueblo y
todos sus lectores.
DOCTOR STOCKMANN.— La creencia heredada de sus antepasados, y que usted
defiende impensadamente sin descanso: me refiero a la creencia según la cual la
plebe, la mayoría, constituye la esencia del pueblo; a su juicio, el hombre del
pueblo, el que encarna la ignorancia y todas las enfermedades sociales, debe
tener el mismo derecho a condenar y a aprobar, a dirigir y a gobernar, que los
seres elegidos que forman la aristocracia intelectual.
DOCTOR STOCKMANN. (Cuando se calma el tumulto.) — ¿Es que no
podéis oír por una sola vez en vuestra vida una verdad sin encolerizaros?
Realmente, no esperaba convenceros a todos en el primer momento; pero creía
que, por lo menos, estaría de acuerdo conmigo el señor Hovstad, que es
librepensador... ALGUNOS. (Asombrados.) — ¡Cómo! ¿El periodista Hovstad,
librepensador?...
DOCTOR STOCKMANN. — Sí, tiene usted razón, es cierto. Nunca
denotó esa sinceridad. En fin, no quiero comprometerle, señor Hovstad. Por lo
visto, aquí no hay más librepensador que yo. Os voy a probar que La Voz del
Pueblo se burla cuando dice que la mayoría es la esencia del pueblo. Eso no
implica sino una adulación, un truco periodístico. ¿Se dan cuenta ustedes? La
plebe es la materia prima que hay que transformar en pueblo. (Escándalo.) ¿No
se han fijado en la diferencia que existe entre los animales de lujo y los
animales vulgares? Piensen en la gallina de un campesino. ¿Qué clase de huevos
pone? No mayores que los de una paloma. Imaginaos, por el contrario, una
gallina japonesa o española, de casta selecta, y comparadlas. ¿No habéis visto
a los perros, esos amigos de quienes casi puede decirse que pertenecen a la
familia? Tomad un mastín grande, sucio, vulgar, que mancha todas las esquinas,
y comparadle con un perro de raza, cuyos ascendentes se han alimentado bien
durante varias generaciones y han vivido entre voces armoniosas y música. ¿No
opinan que el cráneo de ese perro de lujo estará desarrollado de un modo muy
diferente al del mastín? Creedme: los cachorros de esos perros de lujo son
aquellos a quienes los titiriteros y los saltimbanquis enseñan las habilidades
más extraordinarias que los otros no podrían aprender jamás. (Ruido y burlas.)
DOCTOR STOCKMANN. — ¡Condéneme si no sois animales! Todos
somos animales. Lo que pasa es que hay una gran distancia entre los
hombres—mastines y los hombres de raza. Y lo más gracioso es que estoy seguro
de que el periodista Hovstad me dará la razón... tratándose de cuadrúpedos.
DOCTOR STOCKMANN. — Perfectamente; pero cuando se trata de
animales de dos patas, el señor Hovstad no se atreve a compartir mi opinión.
Predica en seguida en La Voz del Pueblo que la gallina del campesino y el
mastín callejero son más distinguidos y mejores que la gallina y el perro de
lujo. Así será siempre con el hombre, mientras no eliminen lo que hay de vulgar
en él, para alcanzar su verdadera distinción espiritual.
DOCTOR STOCKMANN. — La plebe a que me refiero no se encuentra
sólo en las clases bajas; también bulle en torno nuestro, aun entre las clases
más elevadas de la sociedad. Básteos mirar a vuestro propio alcalde. Mi hermano
Pedro es tan plebeyo como cualquier otro bípedo calzado con zapatos. (Risas.)
DOCTOR STOCKMANN. (Sin inmutarse.) Con todo, en el fondo, no
lo es; él como yo, desciende de un viejo pirata de Pomerania. No lo duden
ustedes.
DOCTOR STOCKMANN. — Pero es un plebeyo, porque piensa lo que
piensan sus superiores, porque opina lo que opinan sus superiores. Quienes
hacen eso serán siempre plebeyos morales. Por ello digo que mi queridísimo
hermano Pedro es tan poco noble en realidad, y por consiguiente, tan poco
liberal.
DOCTOR STOCKMANN. — Sí, en efecto, ése ha sido otro de mis
descubrimientos; sólo el liberalismo tiene valores morales. Así, pues,
conceptúo indisculpable por parte de La Voz del Pueblo afirmar que la mayoría,
únicamente la mayoría, está en posesión de los principios del liberalismo y de
la moral; que la corrupción, la vileza y todos los vicios son patrimonio de las
clases altas de la sociedad, y que de ellas proviene toda la podredumbre, como
el veneno que corrompe y contamina el agua del balneario proviene de las
porquerías del Valle de los Molinos. (Escándalo.
El DOCTOR STOCKMANN, sin turbarse, prosigue sus palabras,
arrastrado por sus pensamientos.) --La misma Voz del Pueblo pide para la
mayoría una educación superior y cabal. Pero la verdad es que, según la tesis
del propio periódico, eso sería envenenar al pueblo. He aquí una vieja
equivocación popular: creer que la cultura intelectual es contraproducente, que
debilita al pueblo. Lo que de veras debilita al pueblo es la miseria, la
pobreza, y todo lo que se hace para embrutecerle. Cuando en una casa no se barre
ni se friega el suelo, sus habitantes acaban por perder en un par de años toda noción de moralidad. La
conciencia, como los pulmones, vive de oxígeno, y el oxígeno falta en casi
todas las casas del pueblo, porque una mayoría compacta, que es harto inmoral,
quiere basar el progreso de nuestra ciudad sobre fundamentos arteros y
engañosos.
DOCTOR STOCKMANN. (Poniéndose nervioso.) — Nadie puede
impedir que diga la verdad. Apelaré a los periódicos de las poblaciones
cercanas. Todo el mundo sabrá lo que pasa aquí.
DOCTOR STOCKMANN. — Amo a mi ciudad lo suficiente para
preferir que se arruine a que prospere por medio de engaños.
DOCTOR STOCKMANN. (Más violento.) — ¿Y qué importa que se arruine una sociedad podrida? Lo
mejor que se puede hacer es acabar con ella, acabar con todos los que viven de
la mentira como bestias dañinas. Terminaréis por contaminar todo el país, y
sois capaces de llevar también a él la ruina de la ciudad; si se llega a tal
punto de corrupción, gritaré con toda mi alma que este país debe ser
aniquilado, que nuestro pueblo debe desaparecer de una vez para siempre.
DOCTOR STOCKMANN. (A quienes silban.) — ¡Sois unos
estúpidos; digo que sois...!
No hay comentarios:
Publicar un comentario