sábado, 4 de enero de 2014

Historia de un promotor literario desperfilado



Gino Raúl De Gasperín Gasperín

Esta es una historia real. Un maestro, bibliotecario durante muchos años en varias escuelas, maestro de taller de Creación literaria, conferencista, amante de los libros a más no poder, lector empedernido y excelente escritor de cuentos (tiene una media docena de libros publicados) y hasta de una novela inédita. Este maestro acaba de ser suspendido de su trabajo: era el encargado de un quiosco de esos que el gobierno, a través de Conaculta y el Ivec, ha desparramado por algunos sitios de nuestro país y que se llaman «Paralibros», enigmática palabreja que se inventaron, seguramente, en alguna parranda carnavalesca. Su «pecado»: no reunir el «perfil de promotor literario». Esas siglas de «Conaculta» significan Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (porque, para ellos, las artes no son parte de la cultura, sino un pegote, añadido o adendum, como los políticos le dicen incorrectamente a la prótesis que le incrustaron al paticojo Pacto por México). Las siglas «Ivec» significan Instituto Veracruzano de la Cultura.
Como se ve, ambas instituciones (en el papel) promueven, cultivan y difunden a todo vapor la cultura (y las artes) por todo lo ancho y lo larguísimo del territorio nacional. Sus «promotores» son seleccionados escrupulosamente y su perfil debe incluir algún rubro tan especial que no basta que alguien sea maestro, bibliotecario, lector y escritor para ser contratado para tan elevado cargo.
Al maestro traté de darle ánimos y le escribí: «Entiendo (y lamento) que no reúna usted el perfil de promotor de la lectura. Probablemente carece usted de la experiencia que se requiere para ser funcionario o empleado del Ivec. Ha de saber usted que un promotor de lectura de estas instituciones culturales, más que ser compulsivo lector y tenaz divulgador de los beneficios que reporta no ser iletrado, debe saber hacer otras labores que, aunque ajenas al asunto literario, son de vital importancia para la subsistencia del sistema, sobre todo en tiempos electorales. Y usted no necesita más explicaciones. Deje usted de leer y de escribir y llegará muy, pero muy lejos... y muy alto».
Como él necesita más el trabajo que mis consejos, me contestó sabia y humildemente: «(Ahora) puedo disfrutar del tiempo de las tardes». Y yo sé perfectamente qué significa ese «disfrutar»: significa leer y escribir, enseñar a leer y enseñar a escribir.
Como hice referencia al maestro «desperfilado», debo relatar que a él lo conocí por un excelente cuento que apareció en una revista. Me admiró su perspicaz conocimiento de “El Quijote” y su apropiado, admirable y rico vocabulario, pues el relato se refería y parodiaba el nunca bien ponderado encuentro que don Quijote tuvo con un feroz león, episodio espeluznante y con un final feliz que Cervantes nos narra en la más hermosa de las novelas que en el mundo se han escrito (¿la habrá leído el director del Ivec?).
Pregunté al editor de esa revista quién era el autor del citado cuento, y él me dijo: «¡Ah, Edmundo! Es un escritor de Río Blanco». Cuando lo conocí personalmente, supe que su erudición y su cultura eran producto de una escuela que, como decía el filósofo Descartes, debe ser considerada la más grande universidad del mundo: la vida, y guiado por la más excelente maestra: la necesidad. Apenas concluyó su primaria, y todo su saber y su bonhomía son productos de su propio esfuerzo de autodidacta. Por eso no reúne el perfil de «promotor literario»: no tiene un papel extendido por una universidad, aunque sea de esas que venden títulos al por mayor, o rubricado por un «rector» como, por ejemplo, Arias o Arredondo. Tampoco le han dado un «doctorado honoris causa», porque esas distinciones solo son para personalidades de la cultura (y las artes) como Adela Micha. Y tampoco habrá de aparecer en algún álbum de «Personajes distinguidos» de su ciudad, porque los más distinguidos ya están extinguidos desde hace muchos años y, además, nunca regenteó ningún bar…
Pero el maestro Edmundo sabe, ama y disfruta más las palabras que muchos egresados de la facultad de letras, o que los funcionarios del Ivec, y cuánto hubiera dado yo, y más de uno de esos directores de centros promotores de la cultura (y las artes) porque hubiera sido mi (y su) maestro en la escuela. A lo mejor habríamos sido menos miopes.

Hay feria del libro: con promotores o sin ellos, ojalá los mexicanos leamos más. Hay una garantía: haríamos un país mejor y, obviamente, tendríamos un buen gobierno.


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