sábado, 23 de abril de 2016

Palabras de Fernando del Paso en el acto de entrega del Premio

Palabras de Fernando del Paso en el acto de entrega del Premio
de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2015
Dedico el Premio Cervantes a mis padres Fernando del Paso Carrara e
Irene Alicia Morante Benevendo.
Dedico las siguientes palabras a mi amiga Carmen Balcells de Cataluña, al
poeta mexicano Hugo Gutiérrez Vega y a José Emilio Pacheco.
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación,
Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad de Alcalá, Señora Presidenta
de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales,
autonómicas, locales y académicas, querida esposa –oíslo- e hijos, queridos
parientes y amigos que me acompañan, queridos todos, Señoras y Señores:
La del alba sería, cuando timbró el teléfono de mi casa y yo pensé que si no
era una tragedia la que me iban a anunciar, sería la malobra de un rufián que
deseaba perturbar mis buenas relaciones con Morfeo, o quizás el mago Frestón.
Pero no fue así, por ventura: era mi hija Paulina quien desde Los Cabos, Baja
California, me anunciaba haberse enterado que me habían otorgado este premio,
lo cual colmome de dicha pese a que desde ese instante las múltiples llamadas
telefónicas que recibí por parte de amigos, parientes y periodistas, incluyendo los
de España, para ratificar la gran nueva, no me dejaron volver a pegar el ojo. Yo, ni
tardo ni perezoso acometí de inmediato la empresa de despertar a cuanto amigo y
pariente tengo para informarles lo que me habían comunicado.
En marzo del año pasado, cuando tuve el honor de recibir en la ciudad
mexicana de Mérida el Premio José Emilio Pacheco a la Excelencia Literaria, hice
un discurso que causó cierto revuelo. Sé muy bien que esas palabras despertaron
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una gran expectativa en lo que se refiere a las palabras que hoy pronuncio en
España. Las cosas no han cambiado en México sino para empeorar, continúan los
atracos, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los feminicidios, la
discriminación, lo abusos de poder, la corrupción, la impunidad y el cinismo.
Criticar a mi país en un país extranjero me da vergüenza. Pues bien, me trago esa
vergüenza y aprovecho este foro internacional para denunciar a los cuatro vientos
la aprobación en el Estado de México de la bautizada como Ley Atenco, una ley
opresora que habilita a la policía a apresar e incluso a disparar en manifestaciones
y reuniones públicas a quienes atenten, según su criterio, contra la seguridad, el
orden público, la integridad, la vida y los bienes, tanto públicos como de las
personas. Subrayo: es a criterio de la autoridad, no necesariamente presente, que
se permite tal medida extrema. Esto pareciera tan solo el principio de un estado
totalitario que no podemos permitir. No denunciarlo, eso sí que me daría aún más
vergüenza.
Quizá debí haber comenzado este discurso de otra forma y decirles que yo
nací en el ámbito de la lengua castellana el 1º de abril de 1935 en la ciudad de
México. “Felicidades señora, es un niño”, dicen que dijo el médico que estaba
exhausto de maniobrar una y otra vez con los fórceps, antes de ponerme no de
patitas sino de orejitas en el mundo y quién al ver por primera vez mis entonces
diminutos órganos reproductores, coligió con gran perspicacia que yo era un
varón, rollizo no, pero tampoco escuálido: yo no quería nacer y a veces todavía
pienso que no quiero nacer.
Me cuentan que lloré un poco y ¡Oh, maravilla! lloré en castellano: y es que
desde hace 81 años y 22 días, cuando lloro, lloro en castellano; cuando me río,
incluso a carcajadas, me río en castellano y cuando bostezo, toso y estornudo,
bostezo, toso y estornudo en castellano. Eso no es todo: también hablo, leo y
escribo en castellano.
Pancho y Ramona, el Príncipe Valiente, Lorenzo y Pepita, Tarzán y
Mandrake, fueron mis primeros personajes favoritos, y yo no podía esperar a que
mi padre despertara para que me leyera las historietas dominicales a colores, de
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modo que me di priesa en aprender a leer en la pre-primaria en la que me
inscribieron mis padres, dirigida por dos señoritas que no eran monjas pero sí muy
católicas y tan malandrines que me daban con grandes bríos y denuedo reglazos
en la mano izquierda –yo soy zurdo- cuando intentaba escribir con ella, sin obtener
su objetivo: no soy ambidextro, soy ambisiniestro. Más tarde mi mano izquierda
se dedicó a dibujar y fue así como se vengó de la derecha. Pero aprendí a leer
con los dos ojos, y con los dos ojos y entre los rugidos de los leones me las vi con
don Quijote de La Mancha. En efecto, un hermano de mi padre que tenía una gran
biblioteca virgen –nadie la leía: compraba los libros por metro-, me invitó a pasar
quince días en su casa, muy cercana al zoológico, desde donde se escuchaban a
distintas horas del día los estentóreos rugidos de los leones y yo me dije:
¿leoncitos a mí? y me zambullí en la literatura de los clásicos castellanos: desde
entonces estoy familiarizado con todos ellos: Tirso de Molina, Lope de Vega,
Garcilaso, Góngora, el Arcipreste de Hita, Quevedo, Baltasar Gracián y varios
otros. Fue allí también, en la casa de mi tío donde me enfrenté con Don Quijote en
desigual y descomunal batalla: él, las más de las veces jinete en Rocinante o a
horcajadas en Clavileño y yo, en miserable situación pedestre. No obstante mi
Señor y Sancho Panza estaban ilustrados por Gustave Doré y eso me sirvió de
báculo. Salí de su lectura muy enriquecido y muy contento de haber aprendido que
la literatura y el humor podían hacer buenas migas. De esto colegí que también los
discursos y el humor podían llevarse.
De ahí continué leyendo, apasionado, a numerosos y muy buenos
escritores españoles. Antonio Montaña Nariño, un escritor colombiano ya fallecido,
entró a la agencia de publicidad donde yo trabajaba y me presentó a su amigo, el
hispano-mexicano José de la Colina. Pronto ellos se transformaron en mis
primeros mentores literarios y me dieron a conocer a Benito Pérez Galdós, Ramón
Menéndez Pidal, Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle Inclán,
Antonio y Manuel Machado, Rafael Alberti y otros autores que me hicieron
enamorarme profundamente de la lengua. En aquél entonces yo me regocijaba
mucho leyendo a estilistas como Gabriel Miró.
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Antonio y José me dieron también a conocer a Joyce, Faulkner, Dos
Passos, Erskine Caldwell, Julien Green, Marcel Schwob y otros muchos grandes
autores de las literaturas anglosajona y francesa.
También desde luego a excelentes escritores españoles como Rafael
Sánchez Ferlosio, Juan José Armas Marcelo, Juan Marsé, los hermanos
Goytisolo, Fernando Savater, Camilo José Cela, Javier Marías, Arturo Pérez-
Reverte y a quién detonó toda mi vocación literaria: el poeta Miguel Hernández,
autor de El rayo que no cesa.
Recuerdo que hace algunos años en una universidad francesa, cuando
comencé a dar una lista de los escritores que según yo me habían influido, una
persona del público señaló que yo no había mencionado a ningún escritor español
y me dijo que cómo era posible. Yo le contesté: los españoles no me han influido,
a los españoles los traigo en la sangre, y agregué a la enumeración aquellos
latinoamericanos que son parte de mis lecturas más importantes y por lo tanto de
mi vida como Borges, Onetti, Carpentier, Lezama Lima, Cortázar, Asturias, Vargas
Llosa, García Márquez, Neruda, Huidobro, Gallegos, Guimarães Rosa y César
Vallejo y entre los mexicanos Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mariano
Azuela, Martín Luis Guzmán, sin olvidar a Fernández de Lizardi y a nuestra amada
monja Sor Juana Inés de la Cruz.
Los maravillosos sonetos de Miguel Hernández me motivaron a escribir
Sonetos de lo diario, publicados por Juan José Arreola en “Cuadernos del
Unicornio” en 1958. Pero en realidad mi primera incursión en el mundo castellano
tuvo lugar cuando era yo muy peque: “Nano Papo quiee cuca pan quiquía”, que mi
madre interpretaba fielmente: “Nano Papo” era: “Fernando del Paso”, “quiee cuca
pan quiquía” quería decir “quiere azúcar pan y mantequilla”. Algunas tías
malhumoradas, pronosticaron que yo no iba a dar pie con bola con el lenguaje. Se
equivocaron de palmo a palmo. Poco después, al parecer insatisfecho con el
eufemismo familiar que se le asignaba a los glúteos, los llamé “las guinguingas” y
pronto este neologismo fue adoptado por toda la familia. La publicación de los
Sonetos me sirvió para conocer a Arreola y a Juan Rulfo, quien sabía todo lo que
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había que saber sobre novela mexicana, española, rusa, inglesa, italiana,
alemana, y, en fin, sobre novela mundial. Comencé entonces a escribir José Trigo,
un libro reflejo de mi obsesión por el lenguaje, mi fascinación por la mitología
náhuatl y que obedecía a tantos otros propósitos, que lo transformaron casi en un
despropósito. Pero ahí está, tan campante, a sus 50 años de edad: fue publicado
en 1966. Seguí después con Palinuro de México, una especie de autobiografía
inventada, una recreación literaria de mi vida como niño y adolescente, conjugada
en varios tiempos verbales: lo que fui, lo que yo creí que era, lo que no fui, lo que
hubiera sido, lo que sería, etc. Y después vino Noticias del Imperio, la novela
sobre los emperadores Maximiliano y Carlota en la que me propuse darle a la
documentación el papel de la tortuga y a la imaginación el de Aquiles. Desde muy
peque el melodrama de estos dos personajes, el saber que habíamos tenido en
México un emperador austriaco de largas barbas rubias al que fusilamos en la
ciudad de Querétaro y una emperatriz belga que vivió, loca, hasta 1927, cuando
Lindbergh cruzó el Atlántico en avión, me había fascinado. Por supuesto, en
cuanto ganó Aquiles la novela quedó terminada. He escrito también libros de
poesía, libros para niños y dos obras de teatro. Una de ellas que he soñado que
algún día se represente o se lleve a escena en este país: La muerte se va a
Granada, sobre el asesinato de Federico García Lorca.
Toda mi vida ha continuado la riña entre mi mano izquierda y mi mano
derecha. Ninguna de las dos ha triunfado y esto ha significado para mí un conflicto
muy profundo. Sin embargo mi mano derecha se ha impuesto, no sé si soy
escritor, pero sé que no soy pintor, nunca he dejado de escribir para dibujar y
siempre he dejado de dibujar para escribir.
Sin embargo la lucha más prolongada que he sostenido en la vida ha sido
contra mi propia salud. Desde que era muy peque y me operaron de algo que se
llama “adenoides” hasta el momento actual, en que supero las secuelas, largas y
dolorosas, de dos series de infartos al cerebro de carácter isquémico, he estado
cuando menos quince veces en el quirófano: por una apendicitis, por dos hernias,
dos tumores benignos, un desgarre en el corazón, un stent en la arteria femoral
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superficial de la pierna derecha, otro en la arteria coronaria izquierda, dos
oclusiones intestinales y entre otras cosas dos operaciones de las que llaman “a
corazón abierto”. Además de recurrentes ataques de gota y una fractura del tobillo
derecho. Tan mal he estado en los últimos tiempos que cuando alguien me vio me
dijo: “pero hombre, ¿así va usted a ir a España?” y yo le contesté: “yo a España
voy así sea en camilla de propulsión a chorro o en avión de ruedas”.
¿Dije antes que "todavía pienso que no quiero nacer"? ¡Pamplinas! Fue una
bravuconada. La vida ha sido bastante cuata conmigo. Quise escribir y escribí.
Nunca escribí para ganar premios, pero ya ven ustedes, aquí estoy. Quise
casarme con Socorro y me casé con ella. Quisimos tener hijos y tuvimos hijos.
Quisimos tener nietos y tuvimos nietos. Y desde hace unos dos años tenemos una
bisnieta: Cora Kate McDougal del Paso. Espero que algún día sus padres le
recuerden que su bisabuelo le deseó que ella agradezca haber venido al mundo a
compartir la vida con todos nosotros, aunque no sé en que lengua lo hará, puesto
que nació en la tierra de James Joyce, Irlanda, y parece destinada a vivir en ese
país. También desde aquí le mando mil besos a nuestra otra casi bisnieta,
Ximena, a quien le digo casi bisnieta porque es la nieta de un casi nuestro hijo,
Arturo. Hay más, les voy a contar una historia. Seré breve, es la misma historia
que conté en la Caja de las Letras: Hace mucho tiempo el joven poeta mexicano
tabasqueño, José Carlos Becerra, obtuvo una beca Guggenheim y con ella se fue
a Londres con el propósito de comprar un automóvil con el cual recorrer toda
Europa. Una madrugada, camino a Bríndisi, en Italia, no se sabe qué sucedió: tal
vez se quedó dormido al volante, el caso es que se desbarrancó y se mató. Yo
llegué también con mi beca Guggenheim a Londres pocos meses después y me
alojé en la casa del mismo amigo mutuo, Alberto Díaz Lastra, en donde él se
había alojado. Allí, José Carlos olvidó una camisa que yo heredé. Desde entonces,
cada vez que yo sentía pereza de escribir, desánimo o escepticismo, me ponía la
camisa y comenzaba a trabajar. Consideré que yo tenía un deber hacia aquellos
artistas, hombres y mujeres, cuya muerte prematura les impidió decir lo que tenían
que decir. Por eso esa camisa tiene tanta importancia en mi vida. Depositarla en la
Caja de las Letras no significa que no vuelva yo a escribir: la magnificencia e
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importancia del Premio de Literatura Española Cervantes, me obliga moralmente a
hacerlo y así lo haré: me pondré la camisa, así sea metafóricamente, una y otra
vez, hasta que se acabe (no la camisa sino mi vida).
Pero no vine aquí para contar mi vida y mis obras, ni para comentar mis
penas. Tampoco a hablar de las guinguingas de nadie, ni siquiera de las de Don
Quijote, aturdidas y compungidas como debieron estar, tras tantas tan tremendas
tundas que le propinaron durante su azarosa profesión caballeril. Vine y estoy aquí
hoy, 23 de abril de 2016, en el que se conmemora el aniversario número 400 de la
muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, discurso en ristre y con los colores de
España en el pecho, muy cerca del corazón, para agradecer: a sus majestades los
Reyes de España Felipe VI y doña Letizia, por su muy generosa hospitalidad; por
su hospitalidad también a la ciudad de Alcalá de Henares, a su Alcalde, y al Rector
de esta Universidad; al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte así como al
Instituto Cervantes; al jurado del Premio Cervantes por su decisión, riesgosa diría
yo, en la medida en que juzgó como tal a mi literatura. Agradezco también a mis
amigos y familiares presentes, a oíslo Socorro y a mis hijos: Fernando que
descanse en paz, a Alejandro, Adriana y Paulina el gran apoyo que me han dado
toda la vida. Socorro: perdóname si alguna vez te hice daño: te pido perdón en
público. Asimismo y profundamente a la Providencia, a la casualidad o a la
causalidad el haberme hecho súbdito de la lengua castellana, a mi país México y a
mis padres por haberme dado este lenguaje y sobre todo, gracias a ti, España, mil
gracias.
Por cierto, también sueño en español.
Vale.
Fernando del Paso

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