ICONOCLASTAS
«No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra» (Ex 20,4).
Etimológicamente deriva del griego eiconoklastes, de eicon, imagen, y klao, romper. Históricamente se aplica a los enemigos del culto a las imágenes (v.) que aparecen en el Imperio bizantino durante los s. VIII-ix.
Síntesis histórica. El culto a las imágenes se fue extendiendo poco a poco, a lo largo de los primeros siglos de la era cristiana, hasta llegar a un gran apogeo durante los s. vi y VII. Este culto contó siempre con una buena acogida popular. En alguna ocasión es cierto que se cometieron abusos pero se alzaron en seguida voces exhortativas en pro de una mayor corrección en este punto. Influyó también que en algunas regiones del Imperio bizantino, como Armenia, proliferaba en esta época una secta, los paulicianos, que eran enemigos acérrimos del culto a las imágenes (cfr. N. H. Baynes, o. c. en bibl., 93-106).
La querella de los i. puede dividirse en dos periodos bastante diferenciados, según se considere esta lucha antes o después del 787, fecha en la que se celebró el II Conc.
de Nicea.
Causas originantes del movimiento iconoclasta. La controversia acerca de las imágenes comienza a desarrollarse en Oriente bajo León III (v. ISÁURICA, DINASTÍA), durante el otoño del 725. Este emperador, fundador de la nueva dinastía y con grandes dotes para el gobierno, acentuó el intervencionismo imperial en los asuntos de la Iglesia. Algunos historiadores señalan en él posibles influencias islámicas o judaicas, contrarias al culto de las imágenes. También se ha insistido en el influjo de secta pauliciana durante su infancia y juventud (cfr. 1. Pargoire, o. c. en bibl. 253-254). Otros autores indican la influencia que en la iniciativa de esta lucha tuvo cierto sector eclesiástico, citándose al respecto la actitud de algunos obispos, singularmente, la de Constantino de Nacolia, la del metropolita Tomás de Claudiópolis y la del también metropolita Teodoro de Éfeso. Los tres fueron a visitar al patriarca Germán (v.) de Constantinopla para que procediera contra el culto a las imágenes. Este rechazó la petición, pero una vez que volvieron a sus sedes respectivas comenzaron por su cuenta a retirar las imágenes y a prohibir su veneración (H. G. Beck, o. c. en bibl., 91).
La primera actuación imperial tuvo lugar en 726. No fue un edicto sino unas exhortaciones al pueblo para que no siguiera venerando las imágenes. El mismo emperador hizo retirar una famosa imagen de Cristo, que estaba a la puerta de su palacio. Este hecho fue la causa promotora de un gran tumulto popular. Sin embargo, oficialmente, sólo se puede hablar de i. a partir del 17 en. 730, fecha en que se publicó un edicto contra el culto a las imágenes, después de haber resultado fallido el último intento del emperador para ganarse al patriarca Germán, quien se vio obligado a dimitir, recayendo el patriarcado en Anastasio, hombre de confianza del emperador.
Frente a esa postura hubo protestas inmediatas en las iglesias melquitas, sustraídas a la jurisdicción imperial, para defender la bondad del culto a las imágenes. Entre estas voces cabe destacar las de S. Juan Damasceno (v.) y Jorge de Chipre. El papa Gregorio II (715-31), al tener conocimiento de la nueva herejía, protestó enérgicamente ante el emperador y lo mismo hizo su sucesor Gregorio III (731-43), amén de reunir un sínodo en Roma (731), en el que se proclamó la legitimidad del culto a las imágenes sagradas. La reacción del emperador no se hizo esperar: confiscó las rentas de la Iglesia de Roma en las provincias del Imperio de Oriente y puso bajo la dependencia del patriarcado de Constantinopla a todas las sedes episcopales de los patriarcas de Roma y Antioquía que se encontraban en territorio bizantino. Pero, además, la acción imperial se extendió también contra las personas que se mantenían fieles a la ortodoxia, lo que llevó consigo que muchos clérigos, monjes y laicos recibieran la corona del martirio.
La actitud de Constantino V. Al morir León III, ocupó el trono imperial su hijo Constantino V Coprónimo (741775), que continuó la misma política religiosa de su padre con un celo i. relativamente moderado hasta el 752. Por estas fechas tuvo lugar la revuelta del general Artavasdo, quien apoyado por un grupo de fieles de la ortodoxia consiguió ser proclamado emperador en Constantinopla; su reinado, sin embargo, duró apenas un año. Es derrotado y Constantino V volvió a adueñarse de todo el poder imperial. Entonces reunió un conciliábulo en Hiéria el 753 con el fin de darle carta de naturaleza a la herejía i., anatematizando a quienes sostuvieran lo contrario.
A pesar de esta decisión, el pueblo y, sobre todo, los monjes, no la aceptaron. Entonces Constantino puso en marcha una violenta acción represiva, que llevó al martirio a un buen número de fieles. No contento con esto, promulgó un decreto a fines del 764 imponiendo a todos los súbditos del Imperio el juramento de renunciar a las imágenes. Su animosidad va in crescendo y llega a límites deplorables: lanza al mar reliquias de santos y suprime el adjetivo hagios (santo) hasta en las expresiones topográficas (Vita Stephani, PG 100,1112-1117).
El II Concilio de Nicea (787). El 775 es proclamado emperador León IV (775-780), hijo de Constantino V. El breve periodo de su mandato no tiene especial relevancia, salvo el hecho de marcar el final de la persecución promovida por su padre.
A la muerte de León IV, Irene, su viuda, toma bajo su tutela el gobierno del Imperio, dado que su hijo Constantino VI apenas cuenta seis años de edad. Con gran prudencia trata de restablecer el culto a las imágenes y suprimir el cisma con Roma y con los patriarcados me¡quitas. El 29 ag. 785 envía una delegación al papa Adriano, para proponerle la convocatoria de un concilio ecuménico. El Papa acepta la propuesta y al año siguiente se comienza solemnemente el Conc. en Constantinopla, teniendo como sede la Iglesia de los Santos Apóstoles. A poco de reunirse, estalló una revuelta militar, promovida por soldados i. Se suspende entonces el Concilio, hasta que, vencida la sublevación, puede volverse a reunir en la ciudad de Nicea: fue el VII Conc. ecuménico. En él se anatematizó a los i. y se reafirmó de modo muy explícito el culto que se debe tributar a los santos y a sus imágenes (cfr. Mansi, XII,1015.1059.1119; Denz.Sch. 600-603,2532; v. NICEA, CONCILIOS DE).
Segunda etapa de la controversia: nueva persecución. En el 813, a raíz de una rebelión militar, sube al poder León Bardas, elevado a la dignidad imperial con el nombre de León V, que pronto comenzaría a dar muestras de sus convicciones i. Así el patriarca de Constantinopla Nicéforos se vio forzado a renunciar a su sede y cederla a un notorio i., Teódoto Meliseno Cassiteras, quien se apresuró a condenar las decisiones del II Conc. de Nicea y a restablecer lo dispuesto en el conciliábulo de Hiéria. Con este prólogo comenzó una violenta persecución. Muchos obispos fueron depuestos y sustituidos por otros i. Se cerraron los monasterios y se dispersó a los monjes. Un gran número de fieles fueron torturados y martirizados. En resumen, un triste balance en vidas sacrificadas, al que se debe añadir la déstrucción de imágenes, vasos sagrados y vestiduras litúrgicas, en número considerable (S. Teodoro Estudita, Opera, PG 99,1157).
León V muere asesinado en el 820, y ocupa el trono su compañero de armas Miguel II el Balbuciente (820829), quien se mostró más benigno que su predecesor. Libera a los prisioneros y exiliados, pero en su política de moderación no fue más adelante y siguió prohibiendo el uso de las imágenes. Le sucede el emperador Teófilo (829-42), con el que la persecución cobra un nuevo impulso, con una multitud de encarcelamientos y martirios. A este respecto, se puede consignar el famoso caso de los hermanos Teodoro y Teófancs (cfr. Vita Theodori Grapti. PG 116,653-684).
A su muerte le sucede su hijo de tres años, Miguel 111 (842-867). La regencia fue asumida por la emperatriz viuda Teodora, que favorecía el culto a las imágenes. Sin embargo, la iniciativa de restauración no partió inmediatamente de ella, sino de su ministro y consejero Teocisto. Una de las primeras medidas de la emperatriz fue sustituir al patriarca i. Juan por Metodio, que tenía buenas dotes de gobierno además de doctrina ortodoxa. En el 843 tuvo lugar un sínodo, que depuso al patriarca Juan, lanzó anatemas contra los i. y restableció el culto a las imágenes sagradas (Libellus Synodicus, en Mansi, XIV,788). Finalmente, el primer domingo de Cuaresma (11 mar. 843) se celebró el triunfo de la ortodoxia con una fiesta solemnísima. Con este acontecimiento se puede decir que termina sus días la controversia iconoclasta. (Para el encuadre histórico, VA. BIZANCIO I).
Aspectos doctrinales de la querella iconoclasta. 1) Posición doctrinal de los iconoclastas. Sobre este punto tenemos escasas noticias, debido, en buena parte, a la destrucción de sus escritos. Las fuentes que tenemos más a nuestro alcance nos han llegado a través de las definiciones del conciliábulo de Hiéria, que fueron condenadas más tarde en las actas del VII Conc. ecuménico (Mansi, X11,208-352). Sintéticamente, se puede decir que para los i. el culto a las imágenes es una verdadera idolatría (v.), contraria al primer precepto del Decálogo: «No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra» (Ex 20,4). Tratan también de descubrir en los escritos de los Padres todo aquello que pueda servirles para apoyar sus tesis. A veces las citas aparecen mutiladas; otras, no son interpretadas en su contexto.
En relación con la imagen de Cristo hacen valer el siguiente razonamiento: Ya que Jesucristo es al mismo tiempo Dios y hombre, pintando su humanidad, o bien se la separa de la divinidad y entonces se defendería el nestorianismo y se dividiría a Cristo; o bien, se caería en el monofisismo al tratar de circunscribir la divinidad, cosa de todo punto imposible.
Los i. piensan que la única imagen autorizada, como verdaderamente digna de adoración, es aquella que tiene lugar en la Eucaristía, mediante la consagración del pan y del vino. Este lenguaje está tomado de una antigua expresión patrística que se lee todavía en la Misa de S. Basilio y que llama a las oblatas de la Misa imágenes del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo.
Finalmente, para defender su doctrina recurren al argumento de señalar los abusos en que habían incurrido los defensores del culto a las imágenes. Una lista de estos abusos aparece en una carta de Miguel el Balbuciente a Ludovico Pío, del a. 824 (Hefele-Leclerq, Histoire des Conciles d'aprés les documenta originaux, París 1907 ss., I V,42).
Por su parte, Constantino V Coprónimo no sólo había atacado el culto a las imágenes de la Virgen y de los santos, sino también el culto de sus reliquias, llegando incluso a negar el poder intercesor de los santos.
2) Doctrina ortodoxa. Una figura de gran talla intelectual y teológica se alzó frente a los i.: S. Juan Damasceno (v.). Sus tres Discursos sobre las imágenes (PG 94,12321420) ofrecen un fondo de ideas comunes y muchos pasajes presentan una redacción casi idéntica, terminando cada uno de ellos con una serie de testimonios patrísticos. Su argumentación es como sigue: Dios es sin duda invisible, ilimitado, absolutamente incorporal, por eso no se le puede representar tal y como es a través de una imagen sensible, aunque se haya dado a conocer a los profetas bajo imágenes o especies puramente inteligibles (Discursos, 1,4; 11,7). Pero este Dios se hace hombre, y como tal se le puede pintar y representar. Igualmente se puede representar a la Virgen, a los santos y, en general, a todos los seres corporales. Respecto a los ángeles, demonios y almas humanas, también se pueden representar, ya que, a pesar de ser inmateriales, si se les considera en relación con los cuerpos terrestres no son absolutamente simples. Si los comparamos con Dios, son finitos, circunscritos y limitados a un lugar (o. c. 1,4,16-19; 111,6,24-25).
Ante la objeción de los i. sobre las prohibiciones veterotestamentarias respecto a las imágenes, dirá el Damasceno que no son absolutas y han sido abolidas, porque nosotros no estamos ya bajo el reino de la Ley, sino bajo el de la gracia; no somos niños, estamos en la edad plena de Cristo. Dios al hacerse visible nos ha incitado, de alguna manera, a hacer su imagen visible. Además el uso y la tradición de la Iglesia han autorizado el culto de las imágenes, e incluso esta tradición fuera de la Escritura es suficiente para legitimar su uso (o. c. 1,20.23; 11,9.16).
Desde otro punto de vista se puede considerar que las imágenes están por todas partes. El Hijo es la imagen del Padre; en Dios se encuentra la imagen de lo que se debe creer; el mundo y el hombre especialmente son la imagen de Dios, de la Trinidad. Todo el A. T. no es más que una imagen del N. T. (o. c. 1,9-13; cfr. J. Tixeront, o. c. en bibl., 459-460).
También será legítimo el culto que se rinda a las imágenes. Es cierto que éstas en sí no son más que materia, cosas creadas, y que el culto se debe rendir a Dios únicamente. Ahora bien, ¿es que el Cuerpo y la Sangre de Cristo no son materia creada? Y, sin embargo, nosotros los adoramos. ¿Acaso no honramos también la cruz, los cálices y los instrumentos de culto? Y también son materiales (o. c. 1,16; 11,13.14).
Además, es preciso distinguir las diferentes clases de culto. El culto tributado a las imágenes no es un culto absoluto, sino relativo. Una cosa será la adoración de latría y otra la adoración de relación, que tiene por objeto las personas o las cosas en las que se halla cierta dignidad o particular excelencia (o. c. 1,8; v. CULTO III).
S. Juan Damasceno indica, a mayor abundamiento, la múltiple utilidad de las imágenes: son un medio de instrucción; son memoriales de los beneficios obtenidos de Dios; son medios para que imitemos los ejemplos de los santos; y también son, en cierto modo, canales de la gracia (o. c. 1,17-21; 11,14).
Otros teólogos de menor relieve, como S. Teodoro Estudita (v. ERMITAÑOS) y Nicéforo, aducirán análogos argumentos a los del Damasceno.
V. t.: CULTO; IMÁGENES; RELIQUIAS.
Etimológicamente deriva del griego eiconoklastes, de eicon, imagen, y klao, romper. Históricamente se aplica a los enemigos del culto a las imágenes (v.) que aparecen en el Imperio bizantino durante los s. VIII-ix.
Síntesis histórica. El culto a las imágenes se fue extendiendo poco a poco, a lo largo de los primeros siglos de la era cristiana, hasta llegar a un gran apogeo durante los s. vi y VII. Este culto contó siempre con una buena acogida popular. En alguna ocasión es cierto que se cometieron abusos pero se alzaron en seguida voces exhortativas en pro de una mayor corrección en este punto. Influyó también que en algunas regiones del Imperio bizantino, como Armenia, proliferaba en esta época una secta, los paulicianos, que eran enemigos acérrimos del culto a las imágenes (cfr. N. H. Baynes, o. c. en bibl., 93-106).
La querella de los i. puede dividirse en dos periodos bastante diferenciados, según se considere esta lucha antes o después del 787, fecha en la que se celebró el II Conc.
de Nicea.
Causas originantes del movimiento iconoclasta. La controversia acerca de las imágenes comienza a desarrollarse en Oriente bajo León III (v. ISÁURICA, DINASTÍA), durante el otoño del 725. Este emperador, fundador de la nueva dinastía y con grandes dotes para el gobierno, acentuó el intervencionismo imperial en los asuntos de la Iglesia. Algunos historiadores señalan en él posibles influencias islámicas o judaicas, contrarias al culto de las imágenes. También se ha insistido en el influjo de secta pauliciana durante su infancia y juventud (cfr. 1. Pargoire, o. c. en bibl. 253-254). Otros autores indican la influencia que en la iniciativa de esta lucha tuvo cierto sector eclesiástico, citándose al respecto la actitud de algunos obispos, singularmente, la de Constantino de Nacolia, la del metropolita Tomás de Claudiópolis y la del también metropolita Teodoro de Éfeso. Los tres fueron a visitar al patriarca Germán (v.) de Constantinopla para que procediera contra el culto a las imágenes. Este rechazó la petición, pero una vez que volvieron a sus sedes respectivas comenzaron por su cuenta a retirar las imágenes y a prohibir su veneración (H. G. Beck, o. c. en bibl., 91).
La primera actuación imperial tuvo lugar en 726. No fue un edicto sino unas exhortaciones al pueblo para que no siguiera venerando las imágenes. El mismo emperador hizo retirar una famosa imagen de Cristo, que estaba a la puerta de su palacio. Este hecho fue la causa promotora de un gran tumulto popular. Sin embargo, oficialmente, sólo se puede hablar de i. a partir del 17 en. 730, fecha en que se publicó un edicto contra el culto a las imágenes, después de haber resultado fallido el último intento del emperador para ganarse al patriarca Germán, quien se vio obligado a dimitir, recayendo el patriarcado en Anastasio, hombre de confianza del emperador.
Frente a esa postura hubo protestas inmediatas en las iglesias melquitas, sustraídas a la jurisdicción imperial, para defender la bondad del culto a las imágenes. Entre estas voces cabe destacar las de S. Juan Damasceno (v.) y Jorge de Chipre. El papa Gregorio II (715-31), al tener conocimiento de la nueva herejía, protestó enérgicamente ante el emperador y lo mismo hizo su sucesor Gregorio III (731-43), amén de reunir un sínodo en Roma (731), en el que se proclamó la legitimidad del culto a las imágenes sagradas. La reacción del emperador no se hizo esperar: confiscó las rentas de la Iglesia de Roma en las provincias del Imperio de Oriente y puso bajo la dependencia del patriarcado de Constantinopla a todas las sedes episcopales de los patriarcas de Roma y Antioquía que se encontraban en territorio bizantino. Pero, además, la acción imperial se extendió también contra las personas que se mantenían fieles a la ortodoxia, lo que llevó consigo que muchos clérigos, monjes y laicos recibieran la corona del martirio.
La actitud de Constantino V. Al morir León III, ocupó el trono imperial su hijo Constantino V Coprónimo (741775), que continuó la misma política religiosa de su padre con un celo i. relativamente moderado hasta el 752. Por estas fechas tuvo lugar la revuelta del general Artavasdo, quien apoyado por un grupo de fieles de la ortodoxia consiguió ser proclamado emperador en Constantinopla; su reinado, sin embargo, duró apenas un año. Es derrotado y Constantino V volvió a adueñarse de todo el poder imperial. Entonces reunió un conciliábulo en Hiéria el 753 con el fin de darle carta de naturaleza a la herejía i., anatematizando a quienes sostuvieran lo contrario.
A pesar de esta decisión, el pueblo y, sobre todo, los monjes, no la aceptaron. Entonces Constantino puso en marcha una violenta acción represiva, que llevó al martirio a un buen número de fieles. No contento con esto, promulgó un decreto a fines del 764 imponiendo a todos los súbditos del Imperio el juramento de renunciar a las imágenes. Su animosidad va in crescendo y llega a límites deplorables: lanza al mar reliquias de santos y suprime el adjetivo hagios (santo) hasta en las expresiones topográficas (Vita Stephani, PG 100,1112-1117).
El II Concilio de Nicea (787). El 775 es proclamado emperador León IV (775-780), hijo de Constantino V. El breve periodo de su mandato no tiene especial relevancia, salvo el hecho de marcar el final de la persecución promovida por su padre.
A la muerte de León IV, Irene, su viuda, toma bajo su tutela el gobierno del Imperio, dado que su hijo Constantino VI apenas cuenta seis años de edad. Con gran prudencia trata de restablecer el culto a las imágenes y suprimir el cisma con Roma y con los patriarcados me¡quitas. El 29 ag. 785 envía una delegación al papa Adriano, para proponerle la convocatoria de un concilio ecuménico. El Papa acepta la propuesta y al año siguiente se comienza solemnemente el Conc. en Constantinopla, teniendo como sede la Iglesia de los Santos Apóstoles. A poco de reunirse, estalló una revuelta militar, promovida por soldados i. Se suspende entonces el Concilio, hasta que, vencida la sublevación, puede volverse a reunir en la ciudad de Nicea: fue el VII Conc. ecuménico. En él se anatematizó a los i. y se reafirmó de modo muy explícito el culto que se debe tributar a los santos y a sus imágenes (cfr. Mansi, XII,1015.1059.1119; Denz.Sch. 600-603,2532; v. NICEA, CONCILIOS DE).
Segunda etapa de la controversia: nueva persecución. En el 813, a raíz de una rebelión militar, sube al poder León Bardas, elevado a la dignidad imperial con el nombre de León V, que pronto comenzaría a dar muestras de sus convicciones i. Así el patriarca de Constantinopla Nicéforos se vio forzado a renunciar a su sede y cederla a un notorio i., Teódoto Meliseno Cassiteras, quien se apresuró a condenar las decisiones del II Conc. de Nicea y a restablecer lo dispuesto en el conciliábulo de Hiéria. Con este prólogo comenzó una violenta persecución. Muchos obispos fueron depuestos y sustituidos por otros i. Se cerraron los monasterios y se dispersó a los monjes. Un gran número de fieles fueron torturados y martirizados. En resumen, un triste balance en vidas sacrificadas, al que se debe añadir la déstrucción de imágenes, vasos sagrados y vestiduras litúrgicas, en número considerable (S. Teodoro Estudita, Opera, PG 99,1157).
León V muere asesinado en el 820, y ocupa el trono su compañero de armas Miguel II el Balbuciente (820829), quien se mostró más benigno que su predecesor. Libera a los prisioneros y exiliados, pero en su política de moderación no fue más adelante y siguió prohibiendo el uso de las imágenes. Le sucede el emperador Teófilo (829-42), con el que la persecución cobra un nuevo impulso, con una multitud de encarcelamientos y martirios. A este respecto, se puede consignar el famoso caso de los hermanos Teodoro y Teófancs (cfr. Vita Theodori Grapti. PG 116,653-684).
A su muerte le sucede su hijo de tres años, Miguel 111 (842-867). La regencia fue asumida por la emperatriz viuda Teodora, que favorecía el culto a las imágenes. Sin embargo, la iniciativa de restauración no partió inmediatamente de ella, sino de su ministro y consejero Teocisto. Una de las primeras medidas de la emperatriz fue sustituir al patriarca i. Juan por Metodio, que tenía buenas dotes de gobierno además de doctrina ortodoxa. En el 843 tuvo lugar un sínodo, que depuso al patriarca Juan, lanzó anatemas contra los i. y restableció el culto a las imágenes sagradas (Libellus Synodicus, en Mansi, XIV,788). Finalmente, el primer domingo de Cuaresma (11 mar. 843) se celebró el triunfo de la ortodoxia con una fiesta solemnísima. Con este acontecimiento se puede decir que termina sus días la controversia iconoclasta. (Para el encuadre histórico, VA. BIZANCIO I).
Aspectos doctrinales de la querella iconoclasta. 1) Posición doctrinal de los iconoclastas. Sobre este punto tenemos escasas noticias, debido, en buena parte, a la destrucción de sus escritos. Las fuentes que tenemos más a nuestro alcance nos han llegado a través de las definiciones del conciliábulo de Hiéria, que fueron condenadas más tarde en las actas del VII Conc. ecuménico (Mansi, X11,208-352). Sintéticamente, se puede decir que para los i. el culto a las imágenes es una verdadera idolatría (v.), contraria al primer precepto del Decálogo: «No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra» (Ex 20,4). Tratan también de descubrir en los escritos de los Padres todo aquello que pueda servirles para apoyar sus tesis. A veces las citas aparecen mutiladas; otras, no son interpretadas en su contexto.
En relación con la imagen de Cristo hacen valer el siguiente razonamiento: Ya que Jesucristo es al mismo tiempo Dios y hombre, pintando su humanidad, o bien se la separa de la divinidad y entonces se defendería el nestorianismo y se dividiría a Cristo; o bien, se caería en el monofisismo al tratar de circunscribir la divinidad, cosa de todo punto imposible.
Los i. piensan que la única imagen autorizada, como verdaderamente digna de adoración, es aquella que tiene lugar en la Eucaristía, mediante la consagración del pan y del vino. Este lenguaje está tomado de una antigua expresión patrística que se lee todavía en la Misa de S. Basilio y que llama a las oblatas de la Misa imágenes del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo.
Finalmente, para defender su doctrina recurren al argumento de señalar los abusos en que habían incurrido los defensores del culto a las imágenes. Una lista de estos abusos aparece en una carta de Miguel el Balbuciente a Ludovico Pío, del a. 824 (Hefele-Leclerq, Histoire des Conciles d'aprés les documenta originaux, París 1907 ss., I V,42).
Por su parte, Constantino V Coprónimo no sólo había atacado el culto a las imágenes de la Virgen y de los santos, sino también el culto de sus reliquias, llegando incluso a negar el poder intercesor de los santos.
2) Doctrina ortodoxa. Una figura de gran talla intelectual y teológica se alzó frente a los i.: S. Juan Damasceno (v.). Sus tres Discursos sobre las imágenes (PG 94,12321420) ofrecen un fondo de ideas comunes y muchos pasajes presentan una redacción casi idéntica, terminando cada uno de ellos con una serie de testimonios patrísticos. Su argumentación es como sigue: Dios es sin duda invisible, ilimitado, absolutamente incorporal, por eso no se le puede representar tal y como es a través de una imagen sensible, aunque se haya dado a conocer a los profetas bajo imágenes o especies puramente inteligibles (Discursos, 1,4; 11,7). Pero este Dios se hace hombre, y como tal se le puede pintar y representar. Igualmente se puede representar a la Virgen, a los santos y, en general, a todos los seres corporales. Respecto a los ángeles, demonios y almas humanas, también se pueden representar, ya que, a pesar de ser inmateriales, si se les considera en relación con los cuerpos terrestres no son absolutamente simples. Si los comparamos con Dios, son finitos, circunscritos y limitados a un lugar (o. c. 1,4,16-19; 111,6,24-25).
Ante la objeción de los i. sobre las prohibiciones veterotestamentarias respecto a las imágenes, dirá el Damasceno que no son absolutas y han sido abolidas, porque nosotros no estamos ya bajo el reino de la Ley, sino bajo el de la gracia; no somos niños, estamos en la edad plena de Cristo. Dios al hacerse visible nos ha incitado, de alguna manera, a hacer su imagen visible. Además el uso y la tradición de la Iglesia han autorizado el culto de las imágenes, e incluso esta tradición fuera de la Escritura es suficiente para legitimar su uso (o. c. 1,20.23; 11,9.16).
Desde otro punto de vista se puede considerar que las imágenes están por todas partes. El Hijo es la imagen del Padre; en Dios se encuentra la imagen de lo que se debe creer; el mundo y el hombre especialmente son la imagen de Dios, de la Trinidad. Todo el A. T. no es más que una imagen del N. T. (o. c. 1,9-13; cfr. J. Tixeront, o. c. en bibl., 459-460).
También será legítimo el culto que se rinda a las imágenes. Es cierto que éstas en sí no son más que materia, cosas creadas, y que el culto se debe rendir a Dios únicamente. Ahora bien, ¿es que el Cuerpo y la Sangre de Cristo no son materia creada? Y, sin embargo, nosotros los adoramos. ¿Acaso no honramos también la cruz, los cálices y los instrumentos de culto? Y también son materiales (o. c. 1,16; 11,13.14).
Además, es preciso distinguir las diferentes clases de culto. El culto tributado a las imágenes no es un culto absoluto, sino relativo. Una cosa será la adoración de latría y otra la adoración de relación, que tiene por objeto las personas o las cosas en las que se halla cierta dignidad o particular excelencia (o. c. 1,8; v. CULTO III).
S. Juan Damasceno indica, a mayor abundamiento, la múltiple utilidad de las imágenes: son un medio de instrucción; son memoriales de los beneficios obtenidos de Dios; son medios para que imitemos los ejemplos de los santos; y también son, en cierto modo, canales de la gracia (o. c. 1,17-21; 11,14).
Otros teólogos de menor relieve, como S. Teodoro Estudita (v. ERMITAÑOS) y Nicéforo, aducirán análogos argumentos a los del Damasceno.
V. t.: CULTO; IMÁGENES; RELIQUIAS.
BIBL.: Mansi XII-XIV; E. AMANN, L'époque carolingienne, en Fliche-Martin VI,229-246; N. H. BAYNES, The Icons be/ore Iconoclasm, «The Harvard Theological Review» 44 (1951) 93-106; H. G. BECK, La Iglesia griega en el periodo del iconoclasmo, en H. JEDIN, Manual de Historia de la Iglesia, III, Barcelona 1970, 88-123; L. BRÉHIER, La Querelle des images jusqu'au Concile iconoclaste de 754, en Fliche-Martin V,431-470 (con amplia bibl.); C. EMEREAU, Iconoclasme, en DTC VII,575-595; M. JUGIE, Iconoclastia, en Enciclopedia Cattolica, VI, Vaticano 1951, 1541-46; E. 1. MARTIN, A History oj the Iconoclastic Controversy, Londres 1930; P. MIQUEL, Images (culte des), en DSAM VI1,1509-11; J. PARGOIRE, L'Église Byzantine de 527-847, 3 ed. París 1923; J. TIXERONT, Histoire des dogmes dans l'antiquité chrétienne, III, París 1912, 435-483; B. LLORCA, R. GARCIA VILLOSLADA y F. 1. MONTALBÁN, Historia de la Iglesia Católica, II, 3 ed. Madrid 1963, 178-189.
D. RAMOS LISSÓN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
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