jueves, 20 de agosto de 2015

Los Yanquis en México

Los Yankis en México

por Guillermo Prieto


(1 de 3 partes)


El Molino del Rey

El general Scott, en el parte oficial, qué dio al gobierno de los Estados Unidos, asienta que el armisticio fue roto por parte del general Santa Anna, mandando hacer en la ciudad y sus inmediaciones obras de fortificación. Nosotros, como el gobierno de la época, creemos que por parte de los americanos no se guardó la buena fé debida, y que, enorgullecidos con sus triunfos y no queriendo desperdiciar la oportunidad que se les presentaba de acabar, como ellos decían, la conquista de los palacios de los Moctezumas, se preparaban al ataque, eligiendo aquel punto que ofrecía mas dificultades y resistencia, porque, una vez vencido, la ciudad caería naturalmente en su poder.
Los datos oficiales presentados a las cámaras de los Estados Unidos nos dan otra luz. El general Scott, mal informado evidentemente, creyó que en el Molino del Rey, donde se había establecido una fundición de cañones, existía considerable material de guerra. La orden número 95 del mismo general Scott prevenía expresamente que se asaltasen los edificios del Molino del Rey y Casa Mata, se destruyera todo el material de guerra que se encontrara, y concluida esta operación, regresaran las tropas a sus cuarteles de Tacubaya. Parece que este plan desagradó al general Worth; pero tuvo al fin que obedecer.
Sentados estos ligeros antecedentes, el lector nos acompañará, por decirlo así, en los días 7 y 8 de septiembre de 1847.
Una vez rotas las negociaciones, el enemigo eligió para el combate un terreno que calificamos los mexicanos de favorable, y donde todavía el patriotismo y el entusiasmo nos hicieron presentir un triunfo.
La ciudad presentaba un aspecto imponente, y se notaba la agitación febril que precede a los grandes acontecimientos. La campana de la Catedral resonaba Como un lúgubre y prolongado gemido: la policía multiplicaba sus providencias, y se notaba el marcado contraste entre aquellos que, patriotas diligentes y activos, cooperaban a que México se defendiera con la heroicidad de Numancia y Zaragoza, y los egoístas o espantadizos, que se preparaban a huir, desanimando a todos con los más funestos y sombríos presagios.
En cuanto al general Santa Ana, altamente indignado de las humillaciones a que los americanos habían tratado de sujetar a la nación, había celebrado pocos días antes en el Palacio una junta de jefes, en la cual se decidió que la defensa no se limitase al interior de la ciudad, sino que las tropas saldrían afuera a buscar al enemigo.
Combinada, pues, la resolución del general americano de destruir la fundición, con el acuerdo del presidente de la República, debía dar por resultado una batalla, y precisamente una batalla en las lomas de Tacubaya.
Pasemos un momento al terreno.
Al occidente del cerro de Chapultepec hay un edificio conocido con el nombre del Molino del Rey, dividido en dos secciones por un acueducto. Una sección del edificio es el molino de harinas conocido de pocos años a esta parte con el nombre de El Salvador, y la otra el antiguo molino de pólvora, en la época de que vamos hablando, destinado a la fundición de cañones. Fuera de estos edificios se halla un área enteramente descubierta. Limitan el conjunto de estas construcciones, que aunque arruinadas, son de tezontle y cantera, al norte una calzada llamada de Anzures, que quiebra para la conocida con el nombre de la Verónica, y al sur las paredes de los mismo edificios, que miran a los campos y lomas de Tacubaya.
El vasto edificio que hemos descrito tiene el frente medio hundido en una quiebra del terreno, que vulgarmente se conoce con el nombre de las Lomas del Rey, y es más bien una extensa mesa con muy pocas desigualdades, circundada de colinas poco elevadas, que en último término dejan ver una parte de la pintoresca cordillera que rodea el valle de México.
Al noroeste de los molinos hay otro edificio aislado, que se destinaba a depositar la pólvora, y se llama Casa Mata. Es de tezontle y cal, de forma cuadrada, y rodeado de un pequeño foso y de algunas obras de tonificación defectuosa, que aunque se aumentó en esos días, presentó muy débil resistencia.
Estos edificios se hallaban protegidos por los fuegos del castillo de Chapultepec, que estaba coronado de cañones.
Veamos cómo se estableció la batalla sobre este terreno.
Se formó una línea oblicua, apoyándose la izquierda en los edificios de los molinos: la derecha en la Casa Mata, y el centro en una pequeña zanja seca, que ponía a cubierto a la tropa de una parte de los fuegos que pudiera hacer el enemigo.
Las fuerzas que cubrieron esta línea de batalla, según la orden del 6 al 7 del general Santa Ama, y de. cuya exactitud estamos perfectamente seguros por los diversos informes que hemos adquirido eran las siguientes:
En los molinos, izquierda de la línea: Brigada del general León, compuesta de los batallones de Guardia Nacional Libertad, Unión, Querétaro y Mina. Esta tropa fue reforzada en la mañana del 7 por la brigada del general Rangel.
En la Casa Mata, derecha de la línea: El 4to. ligero y el 11vo. de línea, que formaban parte de la brigada del general graduado don Francisco Pérez.
En el terreno intermedio entre los molinos y la Casa Mata, Centro de la línea: La brigada del general Ramírez, compuesta de los batallones 2do. ligero. Fijo de México, y 1ro y 2do. de línea, con seis piezas de artillería.
La reserva, compuesta de los batallones 1ro. y 3er. ligeros, en el bosque de Chapultepec.
La fuerza que había de decidir por nosotros la batalla era la caballería, compuesta de cuatro mil hombres.
Se situó esta fuerza, al mando del general Alvarez. en la hacienda de los Morales, a menos de una legua de distancia de Chapultepec. En la tarde del mismo día 7, el general Santa Anna ordenó que la caballería se situase a tiro de fusil de la Casa Mata, con las instrucciones necesarias para que obrara con decisión rompiendo el flanco izquierdo del enemigo. El terreno, si no era absolutamente plano, sí al menos bastante a propósito para ejecutar un rompimiento con éxito.
El mismo general Santa Anna colocó en persona estas fuerzas con la tranquilidad y confianza de quien espera un triunfo con una fe ciega Respecto del general Juan Álvarez, fue minucioso en sus instrucciones, pues hasta le marcó el terreno por donde debía desfilar. Como un hecho sentamos que en lo general estas disposiciones fueron, no sólo aplaudidas sino calificadas de buenas y acertadas. Debe añadirse a esto la armonía que reinaba entre la tropa de línea y la Guardia Nacional, y el entusiasmo de todos los defensores de la capital que se manifestó de una manera notable cuando se divisó una columna enemiga en el camino que conduce de Tacubaya a las lomas. Era tanto el orden y la confianza que reinaban en nuestra línea, que el comandante del 3er. ligero de infantería señaló frente de sus soldados la distancia de un tiro de fusil, ordenando, que hasta que el enemigo no llegara a ese punto, no se rompiera fuego.
En la tarde, el campamento era un paseo. El general Santa Anna, rodeado de sus ayudantes, recorrió todos los puntos de la batalla, recibiendo aplausos.
Hasta aquí no puede notarse una sola medida que no hubiese sido acertada: en lo de adelante, el lector, sólo por la simple y verídica narración de los hechos, conocerá los errores que se cometieron.
Al anochecer del día 7 esta línea de batalla tan admirablemente formada, se desbarató en parte. El general Santa Anna ordenó que varios cuerpos de la derecha, centro e izquierda, pernoctasen en diversos puntos.
En la Casa Mata permanecieron dos cuerpos, el 4to. y el 11vo. De la brigada del general Rangel, una parte se situó en la casa de Alfaro (calzada de México a Chapultepeo) y otra entró en la capital. El 3er. ligero durmió en Chapultepec.
Las seis piezas de artillería del centro de la línea que se colocaron en un magueyal frente a la casa del molino, quedaron durante la noche absolutamente sin custodia, a pesar de las activas diligencias e instancias del general Carrera, que estaba persuadido de la entidad y consecuencias de tamaña falta o de tan inconcebible descuido.
Ya se conoce perfectamente, que la línea de batalla en la noche no era igual a la que existía por la tarde.
Nos ocuparemos ahora del ejército americano. El genereal Scott había establecido su cuartel general en Tacubaya, y allí fue donde de dio la orden número 95, que hemos mencionado al principio por la cual prevenía que se atacasen las posiciones del Molino y la Casa Mata; esto lo rectificamos, porque aun hemos oído decir a muchos, que esta batalla no fue originada sino por un reconocimiento que el enemigo intento hacer de Chapultepec.
La brigada al mando del general Worth, a quien fue encomendada esta función de guerra, fue reforzada por tres compañías de dragones, fuertes de doscientos setenta hombres; por dos piezas de artillería ligeras; por dos de sitio de a veinticuatro, y por la brigada del general Cadwallader, compuesta de setecientos ochenta hombres. La tuerza total con que los enemigos emprendieron el ataque, fue de tres mil quinientos infantes, ocho piezas de artillería y trescientos caballos.
Así, mientras los americanos habían aumentado sus fuerzas para formar su línea de batalla, la nuestra se había debilitado considerablemente.
El día 7 se limitaron los americanos a un reconocimiento que practicó el capitán de ingenieros Mason, con veinte dragones.
El día 8, a las tres de la mañana, colocaron sus fuerzas y artillería en el orden siguiente:
Dos piezas de a veinticuatro, al mando del capitán Huger, en un punto elevado del terreno, batiendo nuestro flanco izquierdo a una distancia de quinientas varas de los molinos. Esta batería dominaba completamente la posición, y arrasaba el área de que hemos hablado, situada fuera de los edificios.
Dos piezas de campaña fueron colocadas en otra pequeña altura, que dominaba el camino real de Tacubaya a Chapultepec, y al mismo tiempo ofendía a los molinos.
La batería de seis piezas, al mando del coronel Duncan, se colocó sobre la llanura al frente de la Casa Mata y en disposición de ofender, ya a los molinos, ya a la Casa Mata, ya a nuestra caballería, que los amagaba por el flanco. A poca distancia de esta línea estaba la reserva, dispuesta a acudir donde la necesidad lo exigiera.
Examinando el terreno, colocadas las dos fuerzas beligerantes en sus respectivas posiciones, la batalla debía comenzar.
Así sucedió en efecto. Al rayar la aurora del día 8, la batería enemiga de a veinticuatro rompió el fuego sobre el molino, y la artillería de Chapultepec contestó.
Los enemigos dispusieron una columna de asalto, compuesta de cosa de mil hombres, y protegida por la batería de a veinticuatro, avanzó a paso de carga. A esta columna la seguía a poca distancia el batallón de infantería ligera, al mando del coronel Smith, y ambas fuerzas, con decisión y firmeza, marchaban hacia el frente de los molinos.
La tropa perteneciente a la brigada del general León, estaba distribuida en las azoteas y en el acueducto. Luego que los americanos estuvieron a buena distancia se les rompió por nuestras fuerzas un vivo fuego de fusilería.
Mas como hemos asentado, mucha parte de las tropas que cubrían nuestra línea no se hallaban en ella, y la artillería no tenía fuerza que la sostuviera: la columna de asalto llegó hasta el punto donde estaba la batería que hemos dicho, y era un magueyal situado frente de los molinos. Se apoderó de tres de nuestras piezas, prorrumpió en hurras por su fácil victoria, y se retiraba en tropel con sus trofeos, sin duda para embestir de nuevo, pues como hemos dicho, tenían la orden de tomar a viva fuerza las posiciones.
Las baterías del castillo de Chapultepec seguían jugando con acierto sobre la primera línea de batalla de los enemigos, que ya hemos descrito.
El 3er regimiento ligero, mandado por el coronel don Miguel Echagaráy, que según recordará el lector, se situó en la noche en Chapultepec, sin que nosotros hayamos alcanzado las razones por que se dictó semejante orden, apareció en los molinos en el momento en que los enemigos se acababan de apoderar de nuestras piezas.
Echagaray, valiente, patriota, deseoso de distinguirse, arenga a sus soldados, los anima, les da ejemplo, y la columna victoriosa con más de ochocientos hombres, se encuentra acometida repentinamente por quinientos de esa buena infantería mexicana que cuando ha sido conducida al combate por oficiales de pundonor y conciencia militar, ha merecido grandes elogios de los mismos enemigos.
La columna americana, turbada un momento con este ataque, se retira precipitadamente. El 3ro ligero la persigue haciéndole un vivo fuego. Los enemigos abandonan las piezas: nuestros soldados entusiasmados dejan la artillería reconquistada en medio de las lomas, y continúan haciendo un estrago horroroso en los asaltantes, y llegan precisamente hasta el tiro de fusil de la línea de batalla enemiga.
Pero esta tropa, que tan brillante comportamiento había tenido, se encuentra sin apoyo. El ala derecha batida por la artillería de Duncan y amagada por una formidable columna, no puede prestar ningún auxilio; la fuerza de reserva no aparece en el campo de batalla, y la numerosa caballería, fría espectadora del conflicto, intenta, pero no verifica, movimiento alguno sobre el enemigo.
El general don Simón Ramírez, que mandaba el centro de la línea, y que debía haber auxiliado con sus fuerzas, ya a la izquierda, ya a la derecha, supuesto que no era atacado, aparece un momento en los molinos, pero abandona el campo de batalla, y no se le vuelve a ver más en esta importante función de armas, que podía muy bien haber decidido en favor de la República. Don Carlos Brito, otro jefe cuya posición y mando en la batalla eran importantes, va a resultar en la villa de Guadalupe, sin que sepamos el motivo. Echagaray, que conservaba bastante sangre fría para calcular los acontecimientos, se ve comprometido a una gran distancia de nuestras posiciones: rodeado de numerosas fuerzas enemigas, cesa de perseguir a la columna, y se retira recogiendo las piezas de artillería, y la tropa multitud de despojos; circunstancia que unida a este momentáneo triunfo, embriagó materialmente de júbilo a estos buenos soldados, que limpiaban sus armas con orgullo; y entre la nube de humo que se levantaba lentamente de estos risueños campos, se elevaban también los gritos de entusiasmo y de regocijo, repetidos por las tropas que guarnecían la Casa Mata.
No olvidemos añadir que al retirarse el 3ro. ligero perdió alguna gente por la mala puntería de los soldados que guarnecían el acueducto. El lector, a quien queremos poner al alcance aun de los sucesos más minuciosos, notará que esta función de armas se puede decir que fue positivamente casual, y no intervino el mando y las órdenes de un general en jefe, ni la combinación que deben naturalmente tener unos puntos con otros en un campo de batalla.
Este primer suceso varió las disposiciones de los americanos, y su línea de batalla tomó una segunda posición.
Reforzados nuevamente, organizaron sus fuerzas de la manera siguiente:
Una columna, aumentada con la reserva de la brigada del general Cadwallader, se dirigió de nuevo sobre los molinos. Otra, sobre el frente de la Casa Mata. Y la tercera, tomando una línea diagonal al norte para atacar un ángulo de la misma Casa Mata.
La batería de cuatro piezas de Duncan fue avanzada, colocándose en la prolongación de la capital del ángulo, es decir, también en dirección diagonal de la Casa Mata, y en disposición de hacer fuego a la caballería.
Las compañías de dragones fueron enviadas contra nuestra caballería, y dos piezas ligeras avanzaron para batir el acueducto.
Entretanto, nuestras fuerzas habían ocupado de nuevo sus posiciones; pero ni estaba por esto más reforzada que antes nuestra línea, ni la reserva se hallaba lista para auxiliar el punto más atacado, y la caballería, vacilante, no se decidía a cooperar al buen éxito de la segunda lucha, como tampoco lo había hecho en el acontecimiento anterior de que nos hemos ocupado.
Las baterías de ambas partes no habían dejado de jugar; pero el ruido de la fusilería cesó un momento, y al disiparse el humo, dejaba ver las columnas enemigas que con decisión, avanzaban de nuevo sobre los molinos y la Casa Mata, en el orden que hemos descrito.
La batalla comenzó por segunda vez, y a pesar de lo desventajosa que era ya nuestra línea, no se notó en toda la infantería, ya de Guardia Nacional, ya de línea, sino el entusiasmo más ardiente, el deseo más vivo de combatir.
La columna que asaltaba los molinos, como en la vez primera, fue recibida por un horrible fuego de fusilería.
Las tropas estaban colocadas en el acueducto y en las azoteas; además, en el área permanecían algunas fuerzas del tercero ligero, con una pieza de artillería; y detrás de una pequeña zanja, en cuya orilla todavía existen plantados algunos magueyes, colocó el coronel Echagaray unos tiradores que ofendían considerablemente al enemigo.
Los americanos volvieron en esta vez, si no a retirarse, al menos a vacilar en su tentativa.
La segunda columna, al mando del coronel Mac Intosh, protegida, como hemos asentado, por la batería de Duncan, avanzó resueltamente a la Casa Mata.
Las tropas mexicanas que la guarnecían no pueden contener su entusiasmo; saltan de los parapetos, forman su línea, avanzan sobre el enemigo valientemente, comenzándole a hacer fuego cuando estaba a distancia de veinticinco varas. El jefe y los principales oficiales americanos que conducían esta columna de asalto, caen heridos o muertos: los soldados quedan momentáneamente sin jefe y agobiados- con las descargas de fusilería, huyen precipitadamente, y sólo van a reunirse al punto donde estaba situada la batería del coronel Duncan.
La tercera columna, inclinada hacia una barranca que dividía el terreno de la acción del que ocupaban nuestros cuatro mil hombres de caballería, aparecía inmóvil, pero impotente.
Los americanos rechazados de la Casa Mata vuelven de nuevo a organizarse: la columna que había estado inmóvil se mueve, y considerables fuerzas cargan de nuevo sobre la Casa Mata.
La batalla se hace general. El estruendo de la artillería y fusilería se asemeja a la explosión de un volcán, y el humo envuelve a los combatientes.
Durante estos momentos, y nos vemos precisados a decirlo porque a ello nos obliga la verdad histórica, se había enviado al general Alvarez, con la orden terminante de que ejecutara violentamente la carga, al capitán Schafino, al licenciado don Juan José Baz, y al coronel Ramiro. El general Alvarez se excusaba, diciendo que algunos de los jefes no querían obedecer.
Otros de esos jefes disputaban en aquellos momentos que no era a propósito el terreno, y que no había por donde pasar. Sea de esto lo que fuere, el caso es que la caballería, lejos de pasar por el lugar que había demarcado el general Santa Anna, cambió de dirección, intentando buscar el Raso por otro punto casi inaccesible. Una de las piezas de a 24 del capitán Huger contuvo el segundo intento de la caballería, como las dos piezas de la batería de Duncan habían contenido el primero. Es menester añadir que el mayor Sumner, a la cabeza de doscientos setenta dragones, paso precisamente al encuentro de nuestra caballería por el lugar que el general Santa Anna había indicado como punto accesible, y que ésta no destruyó como debía, a la débil fuerza que le ofrecía una batalla.
El coronel de Mina, don Lucas Balderas, había sido herido en un pie al principio de la acción; pero entusiasta y pundonoroso como Echagaray, no quiso retirarse, y apareció a la cabeza de su batallón en el momento en que los americanos, hacían un tercero y formidable esfuerzo para vencer la posición de los molinos. Atento Balderas a sus soldados, se adelantó quizá temerariamente y cayo atravesado por una bala. La guerra nos arrebató a uno de los mejores ciudadanos, uno de los militares más valientes, uno de los hombres más honrados; pero murió rodeado de todo el prestigio del valor y de la gloria.
El general León, mudo, sereno, indiferente, se paseaba en medio de una lluvia de balas, y sin retroceder un paso de su puesto, recibió una grave herida de que sucumbió, terminando su carrera como Balderas, de una manera gloriosa, y dejando una memoria groja a los mexicanos.
Echagaray, el valiente coronel que hemos visto rechazar el primer ataque, y rescatar nuestras piezas de artillería, y el oficial de ingenieros Colombres, hacían en los molinos esfuerzos dignos de que los hubiera coronado la victoria. Se hallaban también allí, animando a los soldados y prestando útiles servicios, el general don Matías Peña y el coronel Cano.
El valiente capitán Méndez, del 3ro ligero, ayudado del teniente Martínez, continuaban en el área haciendo un fuego terrible con la pieza de artillería, hasta que sucumbió el primero, y una parte de su fuerza fue arrebatada por la batería que hemos dicho habían acercado al acueducto.
Los soldados de Mina, valerosos, entusiastas hasta un grado infinito, y guiados por sus jefes Alemán, Díaz y otros, hacían esfuerzos desesperados con muy buen éxito.
En medio de esta lucha encarnizada, los enemigos llegaron a la puerta del Molino. Desalojados todos los tiradores que estaban en el acueducto, una parte de las fuerzas enemigas pasaron del otro lado de la cerca y al abrigo de las milpas penetraron por detrás de los edificios, teniendo que romper una puerta y sostener aún otra lucha contra algunos soldados que la defendieron.
El elogio mayor que se puede hacer de esta función de guerra, es referirse a los documentos de los enemigos en que asientan, que de catorce oficiales que conducían la columna de asalto, quedaron fuera de combate once.
En cuanto al centro, aunque calculado de más débil por los americanos, no fue objeto de sus mas fuertes ataques.
El coronel Echagaray en el último extremo reunió la fuerza que había quedado en pie y emprendió su retirada.
Los soldados de Mina se retiraron igualmente por las milpas hacia el bosque sin dejar de hacer fuego, la demás fuerza que defendía las azoteas, rodeada por frente y retaguardia, cayó prisionera.
El coronel Tenorio cumplió hasta el último extremo con los deberes de un militar de honor, y herido gravemente, fue hecho también prisionero. Suazo, oficial de Mina, casi moribundo salvó la bandera de su batallón, enredándosela en la cintura y presentándola después a los que habían escapado del desastre, cubierta con la sangre de sus heridas.
La posición de los molinos cayó finalmente en poder del enemigo, nuestra línea rota, no sin que esta parte del campo hubiese quedado cubierta de los cadáveres de los soldados americanos y perecido la flor de su oficialidad. Una vez esta parte de la batalla forzada, establecieron una batería frente de las casas de los molinos, y en unión de nuestras piezas, que habían caído en su poder, dirigieron sus juegos a la Casa Mata, cuyos defensores habían sabido sostener admirablemente el punto.
Las columnas enemigas rodearon esta segunda posición, atacándola con todo esfuerzo. Con el mismo fueron recibidos por nuestras tropas que guarnecían las azoteas y parapetos; de manera que fue una lucha, se puede decir, cuerpo a cuerpo. Y en este particular, como mayor elogio, debemos referirnos también a los documentos oficiales de los mismos enemigos que asientan que línea a línea tuvieron que conquistar el terreno. En estos momentos murió valientemente el recomendable coronel don Gregorio Gelaty.
Sin que ocurriera la reserva, sin que la caballería, a pesar del clamor general de todos los lejanos espectadores, ejecutara su carga, dispersas las tropas del centro, y forzada absolutamente el ala izquierda de la línea, y atacada por el frente y flancos por la artillería, la Casa Mata cayó en poder del enemigo, y el general Pérez, que la defendió con honor, efectuó igualmente su retirada por las milpas situadas detrás del edificio, logrando llegar a la calzada de la Verónica.
Nuestros lectores habrán extrañado el que no mencionemos en todo este conflicto al general Santa Anna. Es porque después de haber formado el día 7 su magnifica línea y de haberla casi destruido en la noche del mismo 7, se retiró a dormir a Palacio, y al amanecer marchó a la garita de la Candelaria, punto que creyó debería ser atacado. La acción, pues, del Molino del Rey careció de general en jefe, y se redujo a los esfuerzos aislados de los que tuvieron bastante honor y patriotismo para cumplir con su deber; que se vieron abandonados de los jefes de que hemos hablado, de la numerosa caballería sin esperanza de ser auxiliados, ni de obtener una victoria.
En la garita de la Candelaria se observó el fuego de cañón, que como hemos dicho, comenzó al rayar el día. El general Santa Anna se dirigió al lugar del combate, a la cabeza del primer regimiento ligero; pero no llegó sino hasta cosa de las nueve y media de la mañana, hora en que la derrota estaba consumada y era imposible reparar los desastres. En la calzada de Anzures encontró el general Santa Anna al coronel Echagaray, que se retiraba, conduciendo con mil esfuerzos dos piezas de la batería tan tenazmente disputada.
Se intentó resistir al enemigo que continuaba su avance; pero siendo ya imposible, se abandonaron las piezas, y las tropas se retiraron a Chapultepec. Las baterías del cerro habían continuado haciendo fuego con mucho acierto sobre las posiciones que habían ocupado los enemigos. Una bomba cayó en la Casa Mata, y voló el repuesto de pólvora que había en ella, pereciendo el teniente americano de ingenieros Amstrong.
Algunas fracciones de las Columnas de asalto enemigas intentaron penetrar en el bosque; pero fueron contenidas por los batallones de San Blas y Querétaro, y este último, todavía lleno de entusiasmo, obró oportunamente con muy buen éxito, pues el enemigo desistió de su intento.
Los americanos recogieron sus heridos y oficiales muertos, y se retiraron a su cuartel general de Tacubaya. Según sus partes oficiales, perdieron cerca de ochocientos hombres.
Supuesto que los enemigos forzaron nuestras posiciones y ocuparon nuestro campo, en el lenguaje militar no puede dársele a esta función de armas más nombre que el de derrota; pero nosotros juzgamos que es una de las derrotas que nos honran; una de las más señaladas y sangrientas batallas de toda esta guerra, y en la cual los soldados mexicanos dieron un evidente testimonio de su valor y entusiasmo.

Los americanos asientan que esa acción la mandó el general Santa Anna en persona, y que combatieron catorce mil hombres por nuestra parte. Lo que hemos referido es la simple y sencilla verdad de los hechos. El lector podrá deducir las consecuencias y conocer evidentemente las causas que ocasionaron este nuevo y sensible desastre.

Los Yankis en México
por Guillermo Prieto
(2 de 3 partes)

Asalto del castillo de Chapultec
-combates en las garita-
Junta de guerra en la ciudadela

En el capítulo anterior dejamos a las tropas mexicanas que escaparon de la muerte en la acción del Molino del Rey, colocadas ya bajo el abrigo de los fuegos de Chapultepec, y a los enemigos posesionados del campo de batalla. Esta situación duró poco tiempo. Los americanos recogieron a sus heridos y enterraron a sus muertos, permaneciendo, entre tanto duraba esta operación, acampadas una parte de sus fuerzas en las lomas inmediatas, en una actitud amenazadora. Al fin volvieron a entrar en sus cuarteles de Tacubaya.
En concepto de muchos de los jefes enemigos, la acción del Molino del Rey fue una de las más costosas e inútiles para el plan y objeto de los invasores, pues perdieron, como se ha visto, cerca de ochocientos hombres y sus mejores oficiales, sin haber encontrado esa cantidad inmensa de materiales de guerra, que ellos creían encerrados en los edificios, y que también suponían ser un recurso inagotable para la defensa de la capital. Los generales Scott y Worth, después de la batalla tuvieron una agria desavenencia, que más tarde ocasionó que el primero privara del mando a Worth, y éste lo acusara al gobierno de los Estados Unidos.
Mas cualquiera que fuese el éxito de tal suceso con relación al enemigo, no cabe la menor duda que para nosotros fue una gran desgracia. La muerte del coronel Balderas y las balas del combate destruyeron casi totalmente a uno de los mejores y más valientes cuerpos de La Guardia Nacional: una de las piezas de grueso calibre de Chapultepec se reventó. La batería de campaña se perdió, en unión de alguna cantidad de parque; las posiciones, una vez destruidas, no podían servir para una segunda defensa, y la moral, dígase lo que se quiera, padeció mucho1 pues casi toda l§ población se convenció de que esa formidable masa de cuatro mil caballos de poco o nada serviría, si no era dirigida por jefes expertos y que supieran aprovechar la buena disposición y entusiasmo de los soldados.
Todas estas circunstancias, cuando hay abundancia de dinero, repuestos de artillería y municiones, jefes experimentados y valientes a quienes emplear, casi son insignificantes; pero cuando todo es limitado y además el enemigo está encima, no puede menos sino que influir poderosamente en el resultado de las subsecuentes operaciones. Con todo, creemos que en este punto, y conociendo nosotros mejor la posición en que nos hallábamos, los americanos creían bien, es decir, que el apoderarse de unas cuantas piezas de artillería y de unas posiciones que no podían sostenerse, no valía la pena de perder ochocientos hombres, teniendo forzosa necesidad en seguida de retirarse a sus cuarteles.
Esta indicación la hacemos por que pasado algún tiempo podrá servir para que científicamente se escriba la crítica de las operaciones de esta guerra; crítica que no dejará de colocar al general Scott en el rango de un muy mediano capitán, y de analizar los pomposos partes de los jefes enemigos, que refieren con mucha seriedad que mil soldados americanos han vencido en la mayor parte de las batallas a seis o siete mil mexicanos. En este punto nosotros hemos querido conservar una severa imparcialidad, mortificando en la mayor parte de las ocasiones nuestro amor propio nacional.
Luego que, como hemos expresado, los enemigos se retiraron de nuevo a sus cuarteles de Tacubaya, se hizo por nuestras fuerzas un reconocimiento del campo, y se volvieron a ocupar momentáneamente las posiciones, sin intención alguna de volverlas a fortificar y defender.
El lector, que se ha enterado de los hechos que hemos procurado poner delante de sus ojos de la mejor manera posible, se asombrará al saber que el general Santa Anna publicó una proclama, asentando que se había obtenido un triunfo completo sobre los enemigos, y que él en persona había conducido al combate a las tropas de la República. Estas proclamas, acompañadas de comunicaciones análogas del ministerio, se enviaron por extraordinarios violentos en todas direcciones; de modo que las autoridades de toda la nación creyeron, y acaso creerán muchos hasta hoy, que se obtuvo una victoria en el Molino del Rey. La verdad histórica nos pone en el preciso deber de destruir estas ilusiones, si es que todavía existen. Para solemnizar la victoria que el gobierno decía haberse alcanzado sobre los enemigos en el Molino, se repicaron las campanas de todas las iglesias, y se tocaron dianas en los cuarteles.
No podemos decir hasta qué punto sea conveniente y provechoso para conservar la moral de las poblaciones y de la tropa, el ocultar los desastres de la guerra o hacerlos pasar como triunfos. En aquellas circunstancias todo el mundo guardó silencio en lo público; pero todo el mundo también, hablando en el sentido figurado, a pesar del pleno conocimiento que había del honroso, y puede decirse, brillante comportamiento de la infantería, presintió los desastres que seguirían muy brevemente, y calculó, que una vez perdido Chapultepec, la ciudad sería presa de los triunfantes enemigos.
En cuanto al general Santa Anna, aunque procuraba forjarse ilusiones, juzgamos que pesaba en ocasiones lo difícil de la situación, y preveía que tendría que sostener nuevos combates con un enemigo afortunado y tenaz en sus determinaciones.
En efecto, al punto a que habían llegado las cosas, el general Scott no debía, ni podía hacer otra cosa más que duplicar sus esfuerzos. No tenía más que dos extremos: o un triunfo completo o una retirada a Puebla. Esto último habría sido peor que una derrota. La caballería, las guerrillas, la infantería disponible en México, que era todavía respetable, se habrían lanzado a su persecución, y en pocos días su papel de sitiador y de ofensor lo habría cambiado por el de un general sitiado, obligado a mantenerse a la defensiva. Las cosas, como pronto veremos, se dispusieron sin duda por un designio de la Providencia, en contra de la causa de México.
En los días que transcurrieron desde la batalla del Molino del Rey, hasta el 11, nada ocurrió de notable, y los enemigos no hicieron demostración alguna sobre Chapultepec, tanto que llegó a creerse por nuestros militares que se había cambiado por el general Scott la base de operaciones, y que los ataques serían dirigidos a otras garitas, indudablemente más débiles.
El general Santa Anna en esos días continuó residiendo en Palacio. Se levantaba a las cuatro de la mañana, montaba a caballo y recorría las garitas y puntos fortificados, ocupándose de multitud de pormenores que lo distraían tal vez de formar un plan general y bien combinado para obtener un triunfo.
Después del suceso del Molino del Rey, se hizo más sensible la necesidad del gran número de tropas y suficiente artillería para defender una ciudad tan extensa como México. Nuestras fuerzas diseminadas en las garitas y fortificaciones, y sin dotación necesaria de artillería, estaban reducidas a fracciones poco numerosas, obligadas a resistir los fuegos de diez, doce y quince piezas de artillería, y los ataques de gruesas columnas de infantería enemiga, que podía ser reforzada por las tropas de reserva.
En suma, los enemigos estaban en posición de ser más fuertes en el punto que eligieran, y de superarnos en número, mientras nosotros, para oponer igual o mayor número de fuerzas en un ataque, era necesario dejar abandonados otros puntos, que podían ser sorprendidos fácilmente El general Santa Anna tenía tan pleno conocimiento de esto que en una ocasión que escuchó un tiro en Palacio, montó precipitadamente en el caballo de un dragón, y sin esperar a sus ayudantes partió a la garita de San Antonio.
Daremos una idea de la situación que tenían los enemigos alrededor de la ciudad antes del ataque de Chapultepec, y de la posición que dentro de ella guardaban nuestras tropas.
El cuartel general estaba situado en Tacubaya. El general Scott residía en el palacio del arzobispo. La brigada del general Worth estaba acuartelada en las casas del pueblo.
Las divisiones de los generales Pillow y Quitman se hallaban acantonadas en Coyoacán.
El depósito general de carros, municiones y artillería se hallaba en Mixcoac.
La retaguardia y reserva, compuesta de las brigadas de los generales Smith y Twiggs, se hallaban en San Angel.
Del 9 al 11 hicieron los movimientos siguientes: Las divisiones reunidas de Pillow y Quitman se movieron silenciosamente en la noche del 11 a Tacubaya.
Delante de las garitas orientales de la ciudad, es decir, San Antonio, la Candelaria y el Niño Perdido, quedaron fuertes destacamentos de infantería y caballería y una batería de doce piezas de cañon; una mitad de ellas ligera y otra de artillería de batir.
El coronel Harney, comandante de la caballería, con una parte de ella se hizo cargo del depósito y prisioneros que estaban en Mixcoac.
Otra fracción de la caballería cuidaba el flanco y retaguardia americana.
En la noche del 11 establecieron cuatro baterías para batir el castillo: la primera, compuesta de dos piezas de a 16 y un obús de ocho pulgadas, fue colocada en la Hacienda de la Condesa para batir el lado sur del castillo, y defender la calzada que va de Chapultepec a Tacubaya.
La segunda, compuesta de una pieza de a 24 y un obús de ocho pulgadas, fue situada en el punto más dominante de las lomas del Rey, y frente al ángulo sudeste del castillo.
La tercera, compuesta de un cañón de a 16 y un obús de ocho pulgadas, fue situada cosa de trescientas varas al noreste de los edificios del Molino.
La cuarta, que sólo era un mortero de diez pulgadas, se colocó dentro de uno de los molinos, perfectamente abrigado y oculto con una alta pared del acueducto. Finalmente, se preparaban a batir el castillo cuatro piezas de grueso calibre, cuatro obuses y un mortero.
El día 12 a las tres de la tarde, la brigada del general Pillow se movió de Tacubaya a las lomas del Rey y ocupó los edificios de los molinos.
Con muy leves diferencias, estas eran las posiciones generales del enemigo. Sus fuerzas de todas armas llegarían a ocho mil hombres con numerosa y bien servida artillería, aumentada considerablemente con las piezas perdidas por nosotros en las anteriores batallas.
Demos una ojeada ahora a la ciudad que iba a ser asaltada.
Por el bando publicado el 29 de julio, se prevenía que en el momento que se tocara alarma, cada uno de los regidores se dirigiera a su cuartel respectivo para que ordenadamente atendiera a cualquiera de los casos que podían ofrecerse. Los regidores, pues ocuparon sus posiciones, y don Manuel Reyes Veramendi, alcalde primero, quedó en las Casas Consistoriales, recibiendo todas las órdenes del general en jefe. Las fortificaciones de las garitas amagadas se reforzaron cuando fue dable, trabajándose incesantemente en ellas, para lo cual se presentaron multitud de paisanos, acudiendo otros a ser espectadores de los trabajos y de las operaciones militares. La justicia nos obliga a decir que la mayor parte de los capitulares obraron con mucha actividad y patriotismo, y que el señor Reyes Veramendi fue incansable en cumplir los delicados deberes de que estaba encargado como alcalde primero.
Por lo demás, el aspecto de la ciudad, y salvo el paso y movimiento frecuente que hacían las tropas por las calles, era verdaderamente triste y aterrador: La emigración de multitud de familias desde el principio de las hostilidades del enemigo en el Valle de México, había quitado a la capital ese movimiento y vida que se observa en épocas comunes; circunstancia que se aumentaba con el encierro a que estaban reducidas otras personas, o demasiado egoísta, o por demás pusilánimes.
Difícil nos sería dar cuenta exacta de los diversos y multiplicados movimientos que ejecutaron las tropas de unos puntos a otros por orden del general Santa Anna. Sin embargo, procuraremos dar al lector una idea aproximada del estado que guardaban nuestros puntos de defensa, una vez que igual cosa hemos hecho respecto del enemigo.
Hablaremos en primer lugar de Chapultepec, la llave de México, como entonces se decía vulgarmente, y cuyos recuerdos y tradiciones la hacían doblemente importante para el enemigo, además de los proyectos militares que había concebido.
En el exterior había las siguientes obras de fortificación: Un hornabeque en el camino que va a Tacubaya. Un parapeto en la puerta de la entrada. En la cerca que rodea el bosque al lado del sur se construyó una flecha y se abrió un foso de ocho varas de ancho y tres de profundidad. Este foso debería haber rodeado todo el bosque; pero no hubo tiempo para concluir la obra.
En lo interior había las siguientes fortificaciones, incompletas muchas de ellas. En el perímetro del jardín botánico, una banqueta apoyada en la pared que servía de parapeto. Cosa de doscientas cincuenta varas de un andamio que debería rodear la cerca del bosque, y proporcionar que a cubierto pudiesen hacer fuego los soldados.
Una flecha al sur enfilando la entrada, otra flecha al oeste, y la última en la glorieta al pie del cerro. Además, por el punto donde se suponía debería pasar el enemigo se hicieron seis fogatas, de las cuales sólo tres se cargaron.
En la primera escala plana, hacia el sur, se construyó un parapeto, y otro en la glorieta entre las dos rampas.
Subiendo el edificio, se encontraba guarnecido con blindajes en la parte llamada de los dormitorios, y rodeado de sacos a tierra el perímetro del mismo edificio.
La artillería que defendía estas fortificaciones era: dos piezas de a 24, una de a 8, tres de campaña de a 4, y un obús de a 68, en total siete piezas.
El jefe del castillo era el general don Nicolás Bravo, y su segundo el general don Mariano Monterde.
El jefe de la sección de ingenieros, que había trabajado con un tesón infatigable, era don Juan Cano; el comandante de artillería, don Manuel Gamboa. Fueron también enviados a la fortaleza después los generales Noriega, Dosamantes y Pérez.
La tropa que había el 12 era cosa de doscientos hombres al pie del cerro, distribuidos en grupos, y arriba los alumnos del Colegio Militar y algunas fuerzas más, que en todo no llegarían a ochocientos hombres.
Aunque en lo que hemos asentado pueda haber alguna pequeña diferencia, en conjunto se notará por el simple relato de los hechos que si Chapultepec no era un punto insignificante, tampoco debía juzgarse como inexpugnable, y mucho menos teniendo que resistir a las formidables baterías enemigas, que hemos indicado.
En nuestro juicio, se cometió un grave error en no fijar la atención en las fortificaciones del bosque y del pie del cerro, y decidirse a ese género de defensa, pues el edificio no era capaz de resistir un bombardeo de dos o tres días.
Las garitas estaban defendidas por buenas obras de fortificación. En la de San Antonio había seis piezas de artillería de grueso calibre, y cuatro menores en la fortificación de la calzada. Mandaba el punto el general don Mariano Martínez.
La garita del Niño Perdido estaba enlazada con la de San Antonio, había en sus fortificaciones dos piezas de campaña, y estaba custodiada por los cuerpos de la Guardia Nacional.
La línea de la garita de San Cosme a Santo Tomás estaba encargada al general don Joaquín Rangel, quien la cubrió con su brigada y dos piezas de artillería de a doce y de a ocho. En la mañana del 13 se reforzó con un obús de a veinticuatro.
En la garita de Belén había una pieza de a ocho, y por la otra parte de los arcos dos del calibre de seis y ocho. El general Terrés estaba encargado de ese punto, y era su segundo el coronel don Guadalupe Perdigón Garay.
En las garitas de San Lázaro, Guadalupe y Vallejo se habían dejado solamente unos pequeños destacamentos de infantería sin artillería alguna.
La caballería permanecía en el rumbo de Tacubaya y hacienda de los Morales, y era frecuente que entrara el todo o parte de ella en la ciudad.
Existía además una pieza de artillería en la fuente de la Victoria en el paseo de Bucareli, y otra en la calzada que va del mismo paseo a la arquería y al convento de San Fernando.
El general Santa Anna distribuyó las fuerzas disponibles en los puntos que se creía serían atacados, variando a cada momento la situación de los cuerpos y quedándose siempre con una fuerza de reserva para enviarla o acudir en persona con ella al punto donde, fuese necesario.
Esta era, pues, en resumen. La situación que guardaban los dos ejércitos. Vamos a ocuparnos de los acontecimientos de guerra que siguieron.
El día 11 el general Santa Anna pasó revista a una parte de la infantería en un lugar situado entre las calzadas de la Candelaria y San Antonio, en conmemoración del triunfo obtenido sobre los españoles en Tampico, y el general Tomel repartió una proclama análoga y propia para entusiasmar a los defensores de México.
Los honores militares que se tributaron a Santa Anna, los vivas y las músicas dieron a este acto una solemnidad marcial. Concluido él, las tropas se retiraron a sus cuarteles.
Creyendo el general Santa Anna de pronto que los enemigos trataban de atacar la garita del Niño Perdido, salió en persona a la cabeza de un trozo de caballería y una guerrilla de veinticinco infantes mandada por el coronel Martínez, y practicó un reconocimiento hasta un punto muy cercano a la ermita donde estaban situadas las baterías enemigas, que arrojaron inmediatamente algunas balas y granadas. El general Santa Anna se retiró y por aquel día no paso ya cosa digna de llamar la atención.
El día 12 al amanecer, la batería enemiga situada en la ermita rompió sus fuegos sobre la garita del Niño Perdido sin más objeto, según hemos podido deducir de los documentos publicados por los jefes americanos, que llamar la atención y poder acabar de situar perfectamente la artillería que debía batir a Chapultepec, en los lugares que ya hemos indicado.
En efecto, a los pocos momentos comenzaron estas baterías a hacer fuego sobre Chapultepec. Al principio no causaron ningún estrago; pero rectificadas las punterías, las paredes del edificio comenzaron a ser clareadas por las balas en todas direcciones, experimentándose también grandes estragos en los techos, causados por las bombas que arrojaba el mortero que, según hemos referido, estaba oculto en un patio de los edificios del Molino. La artillería de Chapultepec contestó el fuego con mucha precisión y acierto: los ingenieros trabajaban incansablemente en reparar los estragos de los proyectiles enemigos y la tropa, sentada detrás de los parapetos, sufría esta lluvia de balas. Los inteligentes en el arte militar juzgan que la tropa pudo haberse colocado al pie del cerro para evitar inútiles desgracias, dejando sólo en el edificio a los artilleros e ingenieros necesarios. Esto no se hizo, y los cascos de las bombas y balas huecas mataron e hirieron a muchos soldados, que no tuvieron ni aun el gusto de disparar sus fusiles.
El general Santa Anna se hallaba en una calzada entre las garitas de San Antonio y Candelaria cuando comenzó el bombardeo de Chapultepec, sin que tampoco cesara la actividad de las baterías de la ermita. Después de haber recibido y hablado con un ayudante del general Bravo, marchó por la Viga tomó las cercanías de la Ciudadela y alli se puso a la cabeza de la reserva, compuesta de las brigadas Lombardini y Rangel, que tendrían las dos cosa de cinco mil hombres.
El general Santa Anna ordenó que en el puente llamado de Chapultepec se colocara al batallón de Matamoros, de Morelia, y a la izquierda el de San Blas. El resto de la reserva quedó en la arquería. Excepto una escaramuza sostenida por unas compañías del batallón de San Blas con motivo de impedir que el enemigo construyera una batería en el rancho avanzado de la Condesa, y algunos tiros de cañón cambiados entre el hornabeque y la batería enemiga, las tropas estuvieron durante la mañana en completa inacción, sufriendo los estragos que causaban en ellas las balas del enemigo, manifestándose serenas para recibir la muerte y prontas para entrar en el combate.
El lector, por la simple narración de los hechos, pensará como nosotros, que para los grandes conflictos y para los grandes acontecimientos de la vida, se necesita una cabeza creadora, organizadora, directora. Todas nuestras operaciones en esta guerra se han resentido de esta falta, que a veces ha refluido exclusivamente en contra de los infelices soldados y de los buenos y honrados oficiales.
Las baterías enemigas continuaron el fuego con el mayor vigor, y éste era tan intenso, que a las doce del día, entrando el general Santa Anna a Chapultepec y hasta el pie de la calzada para observar mejor los efectos del fuego previno que no lo acompañase ninguno de sus ayudantes, y sólo lo siguieron don Antonio Haro y el coronel Carrasco, el cual subió a dejar al general Bravo el parque de fusil que estaba detenido porque los enemigos impedían con el fuego la comunicación por la calzada. Cuando este oficial se presentó, el general Bravo estaba almorzando con la mayor serenidad, y las balas y bombas hacían crujir a su alrededor las paredes y blindajes.
El licenciado Lazo Estrada y otros oficiales que acompañaban al general Bravo daban también a la tropa el más bello ejemplo de valor, despreciando el peligro a que estaban expuestos, distinguiéndose especialmente el general Saldaña, quien permaneció sereno en medio de una lluvia de piedras que una bomba había arrojado sobre su cabeza. En la tarde, el mismo general Santa Anna entro al bosque con un batallón, a reforzar la obra que miraba al este del lado de la alberca, y donde el enemigo dirigía sus fuegos para desalojar a la tropa que la guarnecía. Luego que su presencia fue notada, el fuego se redobló, y una bomba despedazó al comandante de batallón Méndez (valiente oficial que había servido en el ejército del norte) y mató o hirió treinta soldados. El general Santa Anna mandó retirar la tropa, y se retiró él mismo con su estado mayor a la puerta, donde mandó construir una obra que defendiera el lado del jardín y el pie de la rampa, y a las nueve, después de concluida, se retiró con sus reservas al Palacio.
El bombardeo había sido horrible. Comenzó poco después de las cinco de la mañana, y no cesó hasta las siete de la noche. En esas catorce horas las baterías enemigas, perfectamente servidas, habían mantenido un proyectil en el aire y aprovechado la mayor parte, de sus tiros. Fácil es calcular el         estrago que había causado el bombardeo en un edificio, que aunque hemos llamado castillo, repetimos no fue construido sino para que sirviera de casa de recreo a los virreyes. En las piezas del mirador destinadas al hospital de sangre, se hallaban confundidos los cadáveres, corruptos los heridos exhalando dolorosos quejidos y los jovencitos del colegio; y ¡cosa singular! se carecía de los facultativos y botiquines necesarios. El general Bravo había resistido con valor y serenidad aquella tormenta de fuego; pero conociendo que pronto debía ser asaltado, pidió refuerzo al general Santa Anna, quien contestó por medio de los generales Rangel y Peña que no pensaba enviar más tropa al cerro hasta que se acercara la hora del asalto.
En el resto de la noche el general Monterde trabajó con infatigable tesón en reparar los daños causados por las bombas, reponer los blindajes y reforzar las fortificaciones; pero el tiempo era muy angustiado y perentorio. Sin embargo, las esperanzas no estaban perdidas y un incidente, al cual se le dio en la capital grande importancia, vino a reanimarlas. Este incidente fue la proximidad de una fuerza del estado de México, a cuya cabeza se había puesto el gobernador don Francisco Modesto Olaguibel.
Desde que los americanos bajaron al valle de México, las autoridades del estado de este nombre redoblaron sus esfuerzos, bien para defender sus poblaciones, bien para enviar algunos auxilios a la capital en caso necesario. El patriota vicegobernador, don Diego Pérez Fernández el mismo que después pretendió solo, con una pistola en mano, detener en San Agustín de las Cuevas una partida de caballería enemiga, marchó a Acapulco, de donde condujo a esta capital alguna artillería; servicio que podrá valuar el que conozca los caminos del sur. En el punto llamado Río Hondo, camino de esta capital a Toluca, se levantaron buenas fortificaciones y se fundieron algunas piezas de artillería. Conocida, pues, por el gobernador Olaguibel la decisión de los americanos de atacar la capital, reunió las tropas que le fue posible, se puso a la cabeza de ellas y el día 11 llegó a Santa Fe con cerca de setecientos hombres. Fácil es conocer que una fuerza tan pequeña no podía emprender con éxito ninguna clase de operación sobre la retaguardia del enemigo, y que su aparición no iba a disminuir en nada la catástrofe comenzada por el bombardeo.
El general Pillow puso en observación de los movimientos de esta fuerza a una gruesa partida de la caballería del coronel Harney, sin que esta caballería se atreviera a emprender un ataque, ni se acercara demasiado.
La sección, pues1 del estado de México, que se presentaba en cumplimiento de sus deberes, ejecutó a la vista del enemigo diversos movimientos por orden del general Santa Anna. En uno de ellos esperaba con las mejores probabilidades, si no causar una derrota en la retaguardia del enemigo, al menos distraerlo del ataque que, según sus preparativos, iban a dar a Chapultepec.
El general Alvarez ofreció al gobernador Olaguibel dos brigadas de caballería, para que reunidas a su tropa pudiesen emprender un movimiento sobre los americanos. Esta oferta fue aceptada, y el general don Angel Guzmán se prestó espontáneamente a conducir este auxilio. Olaguibel esperó y aún reclamó por medio de sus ayudantes, el refuerzo, que nunca se le llegó a mandar, y marchó al fin por orden del mismo general Alvarez, a situarse en la hacienda de los Morales, teniendo necesidad de parar bajo los tiros de la batería enemiga. Esa misma tarde del 12 la caballería entró en la capital.
El día 13, al amanecer, las baterías enemigas volvieron a romper el fuego sobre Chapultepec, mucho más vivo que el del día antecedente.

El general Santa Anna, que en la noche anterior había hecho entrar a México a toda la reserva, dejando solo cosa de ochocientos hombres en Chapultepec, y de los cuales, escalando las cercas desertaron muchos, se presentó cosa de las seis de la mañana en la calzada de Belén, con la brigada de Lombardini y el batallón de Hidalgo, de la Guardia Nacional. El general Bravo en cuanto observó el movimiento de las tropas enemigas, mandó avisar al general Santa Anna que iba a ser inmediatamente atacado, pidiéndole parque y refuerzos; - disponiendo también que el teniente Alemán estuviese listo para prender las fogatas. Desgraciadamente el general Santa Anna, que en todos los acontecimientos de esta guerra no ha comprendido ni el punto vulnerable del enemigo, ni el suyo, ni la ocasión en que ha debido darse un ataque decisivo, juzgó que Chapultepec no seria asaltado, y por tanto no lo reforzó, contentándose con defender el desemboque de las calzadas de Anzures y la Condesa.

Los Yankis en México
por Guillermo Prieto
(3 de 3 partes)

El enemigo, que había formado tres fuertes columnas a las órdenes de los generales Pillow, Quitman y Worth, ocupó el bosque con sus rifleros que, saliendo del Molino, arrollaron a los pocos tiradores nuestros que lo defendían hasta el pie. La columna del general Worth volteó la posición, y figurando un ataque por la calzada de Anzures, llamó la atención del general Santa Anna. Una nube de tiradores, avanzando rápidamente sobre el puente de la calzada de la Condesa, se abrigó en los troncos de los magueyes que habían sido talados y en las desigualdades y chozas inmediatas. Este ataque también se juzgó verdadero por el general en jefe, que alternativamente atendía a los tres puntos dichos, y tenía la mayor parte de sus tropas en inacción, formadas en toda la calzada. Los enemigos, viendo que su plan surtía efecto y que se resistían con vigor sus falsos ataques, dirigieron el grueso de sus columnas, que entraron por el Molino, al asalto del cerro, las que flanqueadas y precedidas de sus tiradores, comenzaron a subir, la una por la rampa y la otra por la parte accesible del noroeste, entre tanto que por el norte y oeste una nube de tiradores trepaba, y aprovechándose de las peñas, arbustos, ángulos muertos y mala aplicación al terreno de nuestras fortificaciones, apagaba con sus tiros certeros los de nuestros defensores, o los distraía de atender a las columnas de asalto, que no encontraron más resistencia formal que la que les opuso en la rampa y al pie del cerro el valiente y denodado teniente coronel don Santiago Xicoténcal con su batallón de San Blas; pero flanqueado, envuelto y muerto este jefe y la mayor parte de sus oficiales y soldados, los enemigos avanzaron por el segundo tramo de la calzada con bandera desplegada, cayendo esta algunas veces por la muerte del que la llevaba y retrocediendo algunos pasos las columnas; pero tomando otro la bandera, y continuando el avance hasta el terraplén donde nuestros pocos defensores, aturdidos por el bombardeo, fatigados, desvelados y hambrientos, fueron arrojados a la bayoneta sobre las rocas o hechos prisioneros, subiendo una compañía del regimiento de Nueva York a lo alto del edificio, desde donde algunos alumnos hacían fuego y eran los últimos defensores del pabellón mexicano, que muy pronto fue reemplazado por el americano.
Las fogatas no llegaron a prenderse por el teniente Alemán, porque cuando llegó al lugar donde estaban las mechas, lo encontró invadido por los enemigos, circunstancia que mencionan en sus partes oficiales y que nosotros asentamos en obsequio de este joven que sin duda ha sido acusado injustamente.
Los enemigos, que habían hecho los ataques falsos contra las calzadas, permanecieron quietos, sin molestar sino con algunos tiros la retirada que se hacía por los dos lados de los arcos, con dirección a Belén, en el mejor orden posible, y que vinieron a turbar un tanto las balas de una pieza de a 12, situada en el cerro al lado del mirador. El enemigo se ocupó un momento en reconocerse, y solo destacó en observación algunos tiradores.
El general Pérez murió al principio del ataque de Chapultepec; el teniente coronel Cano, cumpliendo con su deber, fue traspasado por una bala de rifle, y expiró a las nueve de la noche de ese día. La pérdida de este joven es muy sensible para las ciencias y para la patria. El general Dosamantes, que peleó con mucho denuedo, fue herido y el general Bravo hecho prisionero por el teniente Charles Brower, no habiendo desmentido en toda la acción el carácter histórico con que es ventajosamente conocido en la República y fuera de ella; no siendo, por consecuencia, cierto, que se le encontrara hundido en un foso hasta el pescuezo, como asentó en su parte oficial el general Santa Anna. También fueron hechos prisioneros algunos otros jefes, oficiales y alumnos que cumplieron hasta el último momento con sus deberes y cuyos nombres tendríamos mucho gusto en mencionar, si pudiéramos exactamente recordarlos a todos. En la defensa de la calzada de la Condesa y hornabeque se distinguió especialmente la compañía de cazadores de San Blas y el batallón Matamoros de Morelia, resultando heridos el capitán Traconis y mayor de brigada don José Barreiro.
El enemigo en toda esta refriega tuvo pérdidas muy considerables, aunque mucho menores que las que sufrió en el Molino del Rey. Uno de los oficiales que conducía la columna de asalto fue muerto, así como otros varios ingenieros. El general Pillow fue herido gravemente en una pierna.
El general Rangel, con algunos piquetes, marchó por la Verónica, donde se reunió con el general don Matías Peña, el que después de haber hecho valerosos esfuerzos en la calzada de Chapultepec, conducía al batallón de Granaderos, sosteniendo su retirada y haciendo fuego a la vanguardia de Worth, que con algunas piezas de artillería se adelantaba en esta misma dirección. De esta manera llegaron a la fortificación de Santo Tomás, donde hizo alto la tropa, ocupando el parapeto, y defendiéndose con tal denuedo, que rechazó la columna del general Worth, que había determinado tomar posesión de esta obra de fortificación, Tanto en el hornabeque como en este lance, el general Rangel se manejó con mucho valor y serenidad.
Si bien hubo, así en el ataque de Chapultepec como en la retirada, acciones dignas de crítica y aun de castigo, es imposible negar que pasaron también escenas aisladas muy honrosas, y que además de ser prueba de mucha sangre fría y valor, manifiestan que en algunos corazones mexicanos el patriotismo era puro como en los primeros días de la independencia.
Desde el principio de este capítulo nos propusimos solamente hacer una sencilla narración de los sucesos, ordenándolos y combinándolos en el mejor método posible; pero si le añadiéramos la descripción del cuadro que presentaba ese venerable y antiguo bosque de Chapultepec, cubierto de una nube densa de humo que reposaba momentáneamente en las copas de los sabinos, estremeciéndose con el estruendo de la artillería y fusilería, como si una lluvia de rayos lo estuviera destruyendo; cubierto su delicado césped de cadáveres y moribundos; sangrienta el agua de sus fuentes y desgajados por las bombas y la metralla los robustos troncos de sus árboles; si nuestra pluma, repetimos, tuviese el poder de la de Tácito, estamos seguros que el lector no podría concluir este capítulo, sin que, lleno de horror, sintiera erizarse los cabellos de su cabeza...
La catástrofe no ha llegado a su término. Cesa en verdad un momento lo reñido del combate; pero no es sino para volver a comenzar de nuevo al poco tiempo. Procuraremos también en el mejor orden posible, exponer los sucesos que siguieron desde las diez de la mañana del día 14, hora en que ya estaba tomado Chapultepec, hasta las cinco de la tarde, en que las fuerzas americanas se posesionaron de las garitas.
Las personas que vivan o que hayan visto la capital, comprenderán perfectamente la situación de los enemigos; mas en obsequio de los lectores foráneos, haremos una corta explicación. Chapultepec, por decirlo así, es el punto dominante entre dos calzadas que forman un triángulo: la una se llama de Belén; es ancha y con acequias de uno y otro lado; por en medio de ella está construida la arquería o acueducto, que consiste en grandes arcos de mampostería, capaces de servir para la defensa o ataque. Esta calzada tiene poco menos de una legua y concluye hasta la garita de Belén. La calzada llamada La Verónica, es igualmente ancha; de un lado tiene los potreros de la hacienda de la Teja, y del otro lado un riachuelo que sirve de límite a las tierras de las haciendas de Anzures y los Morales. El acueducto limita los potreros de la referida hacienda de la Teja; a cosa de dos millas de Chapultepec está construido un cementerio que sirve para enterrar a los protestantes; en este punto cierra la calzada y continúa el acueducto por San Cosme, que es una calle con buenos y altos edificios de uno y otro lado.
Hemos marcado bien que los enemigos para atacar la fortaleza, formaron tres columnas. La del general Pillow quedó de guarnición en el bosque. La del general Quitman, una vez efectuada la retirada de nuestras tropas, comenzó a ocupar la calzada de Chapultepec, distribuyendo en cada uno de sus arcos tres rifleros y un fusilero, y la del general Worth distribuyó en la calzada de la Verónica su fuerza a poco más o menos en el mismo orden.
Por nuestra parte, entre Chapultepec y las garitas existían en la calzada de Belén, un reducto sin foso en el Puente de los Insurgentes y en la de San Cosme, la fortificación de Santo Tomás, de que se ha hablado, y las piezas situadas en la fuente del paseo y calzada que va a San Fernando.
La columna del general Quitman, protegida por los rifleros y artillería que había situada en los potreros, continuó avanzando; pero se encontró en el puente de los Insurgentes con una obstinada resistencia que hizo el batallón de Morelia, colocado allí por orden del general Santa Anna.
Habiendo dado una rápida idea de la situación que guardaban las fuerzas beligerantes, haremos algunas ligeras indicaciones acerca del estado moral de nuestras tropas y de la generalidad de los habitantes de México.
Para un reducido número de personas inteligentes en el arte de la guerra, el castillo de Chapultepec era una fortificación muy insignificante y mal defendida, según se aseguraba; pero para la generalidad de las gentes, se consideraba como una fortaleza inexpugnable; opinión que corroboraba la tenaz resistencia de infanzón en aquel punto, en otra época, y la importancia que había tenido en nuestras revueltas interiores. De ahí es, que al posesionarse los americanos del castillo, se consideró como perdida la capital de México, y el pavor y el desconsuelo se apoderó de los ánimos de sus habitantes; pero no obstante esta consideración, el esfuerzo de nuestras tropas no decaía; permanecieron resueltas en sus puestos, a la vez que los cuerpos nacionales estaban casi intactos y en este punto debe lamentarse con dolor que un hombre inteligente no hubiera aprovechado todos los elementos que aún quedaban en pie.
Además de las tropas y de las Guardias Nacionales, había individuos del pueblo que se pudieron haber aprovechado porque aún había entusiasmo; y personas particulares que estaban al lado del general Santa Anna, y lo servían desde el principio de la defensa como sus edecanes. Entre ellos, y sólo como una prueba mencionaremos al Sr. don Ignacio Comonfort, que tanto se distinguió batiéndose en Churubusco; a don Vicente García Torres, quien, sin embargo de su oposición a Santa Anna, solamente trataba de servir a su país; y a don Antonio Haro y Tamariz, que no obstante su posición independiente, su representación social, sus hábitos de una vida pacífica y su separación de los negocios públicos, se le vio entrar varias veces al combate a la cabeza de algunos cuerpos, buscando los peligros y haciéndose acreedor por este y otros hechos que mencionaremos en su lugar, a que le consignemos en nuestras páginas este justo tributo de honor.
El mismo señor Haro, en compañía del coronel Carrasco, de quien después haremos la mención a que es acreedor, colocó la referida fuerza de Morelia, y estuvo, sin hacer caso del fuego activismo del enemigo, alentando a todos para la defensa del punto.
El general Quitman creyó que una vez tomado Chapultepec, retirada una parte de la reserva y dispersa otra, no encontraría resistencia, sino la muy débil que pudiera oponerle la garita; pero no fue así, sino que contenido en su avance, y no pudiendo con el solo esfuerzo de su infantería desalojar del reducto que hemos mencionado al batallón de Morelia, tomó otras disposiciones. Mandó avanzar las piezas situadas en el potrero; nuevas fuerzas vinieron a reforzar su columna y situó frente al reducto un obús de a ocho, batiendo así por el flanco y por el frente a nuestros soldados, los que, faltos de parque, pues aunque lo pidieron no se les mandó, lo abandonaron, y las fuerzas americanas lo ocuparon sucesivamente, lográndose, sin embargo, con esta nueva aunque corta defensa, que la reserva se replegara a la Ciudadela.
Por la calzada de la Verónica continuó su avance el general Worth; una partida de nuestra caballería salió a contenerlo, y en el reducto de Santo Tomás se tocó carga y después degüello; pero no tuvo feliz éxito, porque al poco rato se retiró aquella con la pérdida de un muerto y algunos heridos, habiéndose distinguido el coronel Ramiro.
Por la calzada de Belén los enemigos avanzaron con infantería, y fueron rechazados por la artillería situada debajo de los arcos, y la infantería en la aspillera de la casa y en los flancos de la garita. Entonces el general Quitman se determinó a batir la garita con las piezas gruesas que le habían llegado. El general Santa Anna se persuadió que el fuego de artillería no pasaría un asalto, y por eso se dirigió a San Cosme, encontrando que el general Rangel había abandonado Santo Tomás, y se retiraba con dirección al centro de México sin defender la garita. El general Santa Anna contuvo el desorden de la tropa, mandándola de nuevo a la garita y las casas de uno y otro lado; y por esta operación, el enemigo, que venía sin artillería y en pelotones, tuvo que retroceder en busca de sus baterías.
Habiéndosele avisado en este momento al general Santa Anna que la garita de Belén había sido abandonada y la Ciudadela corría gran peligro, vino en el acto con las fuerzas que le seguían y ocupó este edificio. En efecto, la fuerza que había quedado en la garita se había replegado, y el general Torres se hallaba en una de las puertas de la Ciudadela; allí lo encontró el general Santa Anna, quien exaltado hasta un grado increíble, lo amenazó, profirió contra él expresiones durísimas y llegó el caso de que le pegara con un chicote en la cara. Esta notable ocurrencia ha ocasionado una polémica en la cual, según nuestro propósito, no queremos mezclarnos, sentado sólo como un hecho incuestionable que la referida garita fue abandonada antes de que los enemigos la invadieran.
Pasado este lance, el general Santa Anna ordenó que el coronel Carrasco tomase la pieza que estaba en la fuente de la Victoria y la acercase a la calzada para batir desde allí al enemigo, que ya había ocupado la garita hecha escombros por sus propios fuegos. Don Antonio Haro tuvo la feliz inspiración de que se sacara una pieza de la Ciudadela y se colocara del otro lado de los arcos, hacia el colegio de Belén de las Mochas, con objeto de desalojar a los rifleros que hacían fuego a la Ciudadela parapetados en la arquería. La referida pieza fue servida por un teniente de artillería. En este lugar debemos hablar del guardia nacional de Victoria don Isidoro Béistegui, el que merece una particular mención por el valor y entusiasmo con que hasta el ultimo extremo combatió.
El coronel Castro con algunos soldados que pudo reunir, ocupo la azotea del colegio de Belén, e hizo desde allí un vivo fuego sobre los enemigos que avanzaban sobre la arquería.
Esta operación concebida en medio del conflicto, con el enemigo triunfante encima y cuando todo el mundo había perdido ya todo género de esperanza, tuvo un éxito brillante. Carrasco, con sólo dos artilleros y un puñado de paisanos, transportaba la pieza en todas direcciones y aprovechaba perfectamente todos sus tiros, de manera que realmente equivalía a una batería completa. El valiente oficial que mandaba la pieza situada en las cercanías de Belén de las Mochas, por su parte también hacia muy buenas punterías hasta que sucumbió, víctima de su arrojo y patriotismo. El mejor elogio que puede hacerse de estos militares es referirnos a lo que el general Quitman asienta en su parte oficial, donde pone las siguientes palabras: "Cuando yo creía haber vencido a los enemigos y arrojándolos de la garita, recibían mis tropas una lluvia de fierrro".
Volvamos un momento al barrio de San Cosme, el cual juzgaba el general Santa Anna perfectamente seguro. Nuestras tropas, que ocupaban las casas, recibieron una carga de las fuerzas de los enemigos, que vinieron en mayor número, y con dos obuses comenzaron a hacer fuego a las casas, ocupándolas todas simultáneamente y conforme las dejaban nuestras tropas, que se retiraban en confusión al interior de la ciudad. El general Santa Anna acudió de nuevo a este punto y observando con disgusto la confusión que reinaba, dictó las órdenes mas enérgicas para restablecer la moral perdida y que se continuara la defensa, mandando ocupar la casa de la Pinillos, San Fernando y otros edificios cercanos, y que desde allí, sin descanso, se continuara el fuego.
En estas circunstancias, los enemigos penetraron por una calzada situada en un costado de la garita de Belén, y aparecieron en la casa llamada del Molinito, amenazando con un nuevo e inminente peligro a los defensores de la capital. El ayudante del general Santa Anna, don Francisco Schiafino, acudió en solicitud de trescientos hombres para repeler a las tropa enemigas que penetraban por detrás de las casas; pero en vez de que ,el general Rangel consintiera a ésto, mandó a un clarín que tocara retirada. Este toque, que sin duda no era sino para un solo cuerpo, se propagó por toda la línea, e inmediatamente los soldados comenzaron a abandonar los edificios y a desbandarse en todas direcciones sin que fueran bastantes para contenerlos, los esfuerzos personales del general Santa Anna y algunos de sus ayudantes. Las masas desorganizadas acabaron de dispersarse con algunos tiros de la artillería del general Worth, que avanzaba con rapidez.
Todavía en la garita de Belén se trató de hacer el último esfuerzo, tomándose una columna para que fuera a tomarla, lo que no tuvo ningún resultado, porque el enemigo hizo uso de su artillería. Finalmente, a las cinco de la tarde fueron ocupadas las dos garitas por los generales Worth y Quitman. Los señores Othón y don Eligio Romero contribuyeron a este último esfuerzo, exponiendo con dedicación su vida. El caballo que montaba el segundo, recibió ocho balazos.
Todas las tropas dispersas y situadas en otros puntos comenzaron a reunirse en la Ciudadela donde, como debe suponerse, reinaba el desaliento y la confusión. Al batallón Hidalgo se le mandó situar en Santa Isabel; el de Victoria rehusó abandonar las garitas del Niño Perdido y San Antonio, ocupándose de batir a pequeñas partidas de americanos que se presentaban por las calzadas y el coronel don Pedro Jorrín a la cabeza de una parte de su batallón, se dirigió a una calzada cercana a la garita de Belén, donde durante una parte del combate y poco tiempo después de él, estuvo haciendo un activo fuego.
La sección del señor Olaguibel, quién había entregado ya el mando del gobierno al vicegobernador, entró a la capital esa misma tarde, y se situó también en la Ciudadela. El señor Olaguibel pidió al general Santa Anna lo situara en el punto de San Fernando para defenderlo, pero este general reservó el concederle esto, hasta tanto no se tomara una determinación general sobre lo que debía hacerse en lo sucesivo.
Tal determinación no tardó mucho en tomarse, y como de ella dependió en gran parte el acierto y resultado de la guerra, creemos necesario consignarla como un hecho de la mayor importancia En uno de los pabellones de la Ciudadela se celebró una reunión, a la que se quiso llamar junta de guerra. Concurrieron a ella el general Alcorta, que era ministro de la guerra; el general Carrera, comandante de artillería; los generales jefes de brigada don Manuel Lombardiní y don Francisco Pérez; el Lic. Betancourt, don Domingo Romero, ayudante del general Santa Anna y don Francisco Modesto de Olaguibel. El general Santa Anna, que presidía esta reunión, manifestó, que supuestas las desgracias acontecidas en la tarde, deseaba saber la opinión de los presentes sobre si debía o no continuarse la defensa de la capital. El señor Carrera manifestó que la desmoralización era suma y que habiéndose perdido bastante artillería y armas, no juzgaba que produciría ningún resultado favorable la defensa que se continuara haciendo. Excitado el señor Olaguibel a manifestar su opinión, dijo: que no siendo su profesión la militar, cualquier idea que manifestara podría ser inexacta y que por lo tanto, deseaba que los peritos en la materia indicaran su sentir con franqueza. Entonces los generales Lombardiní, Alcorta y Pérez ampliaron sus reflexiones sucesivamente, como había comenzado el general carrera, y opinando todos que la ciudad se debía evacuar. El Lic. Betancourt habló, sin decidirse ni por el abandono ni por la defensa de la ciudad. Entonces el señor Olaguibel tomó por segunda vez la palabra y dijo que después de haber oído las opiniones manifestadas por los señores militares, juzgaba con franqueza que el momento en que una fuerza enemiga ocupaba las garitas de la ciudad no era el más oportuno para decidir una cuestión de tan gran importancia, y que se pensara muy seriamente en el terrible cargo que podría resultar al general Santa Anna por el abandono de la ciudad; que por todo esto le parecía oportuno que en Palacio, con asistencia de los ministros y con mayor número de generales, se ventilara tan delicada cuestión y se tomara después la resolución que más conviniera a los intereses de la patria y a la misma reputación del general Santa Anna. Éste, que parece que había formado ya su resolución, no consideró atendibles las reflexiones de Olaguibel y respondió estas terminantes palabras: "Yo determino que se evacue esta misma noche la ciudad y nombró al señor Lombardini general en jefe, y al general Pérez su segundo."
Lombardini opuso una corta resistencia, pero admitió al fin, y se dispuso que la caballería saliese en el acto y la infantería cosa de las dos de la mañana.
El número de infantería reunida en la Ciudadela era a poco más o menos de cinco mil hombres, y la caballería, casi intacta después de tanto combate, ascendía a cosa de cuatro mil hombres.
Entre ocho y nueve de la noche don Ignacio Trigueros fue a la Ciudadela y en su coche llevó al general Santa Anna a la villa de Guadalupe.
El general Quitman no pasó de la garita de Belén, y Worth avanzo algunas fuerzas al rumbo de San Hipólito, disparando cosa de las doce de la noche algunas balas y bombas al centro de la ciudad.
La Resistencia Popular

Los yanquis se fueron metiendo galán galán, por toda la derecha de San Francisco y Plateros y por allá por la Mariscala.
Venían con sus pasotes muy largos y como que les cuadraba nuestra tierra, muy grandotes, reventando de colorados y con sus mechas güeras, con sus caras como hechas todas de un solo molde.
Muchos comiendo pan, calabazas crudas, jitomates; son de lo más tosco y de lo más sucio que pudo verse; van así desguangüilados y bausonotes con tanta plata.
Pues señor, que van llegando a la plaza.
En la plaza, aunque desparramada, había ya mucha plebe, hormigueaba dentro de los portales, se tendía por el cementerio de Catedral, se hacía remolino por las esquinas.
Formaron los yanquis como por el centro de la plaza, tres lados de un cuadro con las espaldas al portal de las Flores y Diputación, portal de Mercaderes y frente a la Catedral.
En el interior de ese cerco se veían seis banderas suyas grandes, y dos estandartes como los de caballería.
Luego que estuvieron así plantados, se destacó una partida como de unos veinte hombres y se fue metiendo a Palacio; se nos figuró que iban como a degollar a alguno de nuestra familia.
En éstas, ya el gentío hervía por todas partes, las azoteas estaban cuajadas de cabezas, lo propio que las torres; la multitud se hacía olas que como que se columpiaban y hacían hincapié contra el cerco.
De los veinte soldados, unos aparecieron en el balcón principal de Palacio y salieron como a sacarnos la lengua y a decirnos: éste por mí; se oyó como un gruñido en todo la plaza.
Otros soldados subieron con su bandera y de un lado del cuadro de piedra del reloj la revolaban, como si nos pegaran un puñal en el pecho, aquello era darnos con el trapo puerco en la cara.
Scott estaba con su gury gury en el balcón de Palacio, como quién predica en desierto.
Grupos de mujeres desde abajo le gritaban, "¡cállate costalón...! ¡sí, brujo...! ¡Si, tío Juan Rana... !"
En la esquina de la plaza del Volador, y subido como en alto, estaba un hombre; pelón, de ojos muy negros, de cabello lanudo y alborotado, de chaquetón azul, que hablaba muy al alma; su voz como que tenía lágrimas, como que esponjaba el cuerpo: "las mujeres nos dan el ejemplo, ¿qué ya no hay hombres?, ¿qué no nos hablan esas piedras de las azoteas?..." La gente gruñía con rumor espantable: la voz de aquel hombre caía en la piel como azote de ortiga... Aquel hombre era don Próspero Pérez, orador de la plebe de mucho brío y muy despabilado, como pocos.
Cuando él estaba más enfervorizado, y más en sus glorias los yanquis, de por detrás de Próspero sonó un tiró de fusil y pasó silbando una bala; un grito de inmenso regocijo y explosiones de odio, de burla y de desesperación, acogieron aquello...
Los yanquis se fueron sobre el tiro, acuchillando a la gente, atropellando a las mujeres y a los niños...
Entonces, como en terreno quebrado, varios hilos de agua se juntan y forman río; como en campo que arde aquí y allá, el aire junta las llamas y forman incendio, así la gente se juntó... y descargó balazos y pedradas, corriendo a la espalda de Palacio.
Las Mujeres y los Pelados

Los yanquis seguían en persecución de aquella masa hostil... algunos léperos derriban a varios soldados... y la gente cae sobre ellos y los devora, dejando sus cadáveres medio desnudos... los calzones de uno de esos yanquis enarbolados en un palo sirven de bandera...
Las mujeres hacían gran escándalo, llevaban agua, acarreaban heridos, victoreaban, alentaban, se asían de los yanquis, desarmando, arañando, mordiendo a los que cogían dispersos...
Los pelados se habían hecho muy fuerte en la esquina de Necatitlán; nadie pensaba en blandearse; pero faltaba el parque... alguno gritó... agobiado por el baleo... ¡Casa Nueva! -Eso no, dijo un hombrote desde una azotea en que estaba haciendo fuego... Eso no. ¡Jijo de una mala palabra el que se muera aquí! Muchachos, aquí está la honra del barrio.
Decir lo que pasaba en cada casa, fuera cuento de nunca acabar.
Aquí se lloraba, allá se pretendía huir; en otras partes todo era guerra; las mujeres servían agua y preparaban hilas, una rueda de muchachos hacía cartuchos. Muchas leperillas pedían limosna de pan, de carne y la repartían.
Había casas con las puertas de par en par con las sillas muy tiesas, las camas puestas, pero sin dueño.
El pueblo había estado como fiera y como llama, como mar y como aire fuerte, que vuela bramando.
Así sacó la cara el día 15, para ver lo que pasaba... tantos cartelones amanecieron en las esquinas firmados por don Reyes Veramendi con sermones y patrañas; a todos esos cartelones, les embarramos la cara de lodo y de algo peor en cuanto Dios echó su luz...
En la segunda calle de San Francisco, pusieron un gran cuartel los yanquis y con eso y ser decentes los de por allí, quedó quieto ese rumbo.
Sin dirección, desangrándose, desgarrado, corriendo como ciego entre abismos buscando a la patria que se le iba dentro de sus brazos, así fue el pueblo y así le vencía el abandono de sus defensores y de los poderosos; pero aquel ruido de guerra hacía compañía al alma, en ese ruido había patria y esperanza.
Era uno el reverendo padre, Héctor González, muy moreno, de negro copete, de mirada altiva; éste llevaba en alto un estandarte con la Virgen de Guadalupe, madre de los mexicanos y enemiga cerrada de la Virgen gachupina.
Este padre, como un gran general, a todo entendía, se encontraba en lo más recio del baleo, acaudillaba inmenso pueblo que como si fuera un niño lo obedecía.
Y qué palabras tan tiernas tenía aquel padre, y qué cosas tan divinas sabía decir, era imposible a su lado ser cobarde.
Tan pronto el estandarte que el padre conducía, se veía por Loreto, como por los Angeles, como sobre las azoteas, como en la torre Santa Anna.
El otro padre era el padre Martínez; delgado, calvito, de nariz armada. Ese daba el estandarte, se remangaba el hábito y marchaba delante de todos con un brío espantoso. A las doce del día 15 todavía estaba el ruido de la guerra en todo su fervor; quien se hubiera subido a esa hora en una torre de Catedral, habría podido ver fuego y horrores por el Cacahuatal y los alrededores de la Palma.
Los meros hombres de los diversos barrios allí se emparejaban; los tres frailes agitaban sus estandartes, los moribundos disparando caídos sus armas gritaban: vengan a ver cómo mueren los hombres. ¡Viva México!, gritaban y ¡ras!. . dale a los yanquis hasta entregar el alma..
Avanzándose hasta cerca de Santa Catarina, para salir al encuentro a grupos que venían de por Santo Domingo, y la travesera de la Puerta Falsa, había salido el padre González; al pasar le vi pálido, iba perdiendo sangre.
Vi rodeado de yanquis el estandarte del padre: "aquí de unos hombres", gritó y rasgué a mi caballo con mis espuelas, llegué a tiempo... Al atravesar el puente, con su espada un yanqui, metió Esiquio todo su cuerpo y cayó clareado de parte a parte... se revolcaba en sangre, y gritaba: ¡adentro, muchachos!, ¡adentro, que ya ganamos!, ¡adentro! Así murió.
En esta trifulca sentí que se me escurría de debajo de las piernas el caballo... Estaba yo a pie al lado del padre a quien se le resbala la mano en el asta del estandarte, porque la bañaba su propia sangre.
Fui conducido al hospital de sangre: con todo que iba yo entregando el alma, y que pasaban por mí no se cuántas cosas, tenía no se qué alegría mi corazón, porque moría por mi patria.
Cuando llega el 15 de septiembre se cuelga cortinas y se ponen luminarias. A la plaza, muchachos, a la plaza, vámonos al Grito y a recordar también... la fiesta del pueblo de 1847.


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