Los Yankis en México
por Guillermo Prieto
El Molino del Rey
El general Scott, en el
parte oficial, qué dio al gobierno de los Estados Unidos, asienta que el
armisticio fue roto por parte del general Santa Anna, mandando hacer en la
ciudad y sus inmediaciones obras de fortificación. Nosotros, como el gobierno
de la época, creemos que por parte de los americanos no se guardó la buena fé
debida, y que, enorgullecidos con sus triunfos y no queriendo desperdiciar la
oportunidad que se les presentaba de acabar, como ellos decían, la conquista de
los palacios de los Moctezumas, se preparaban al ataque, eligiendo aquel punto
que ofrecía mas dificultades y resistencia, porque, una vez vencido, la ciudad
caería naturalmente en su poder.
Los datos oficiales
presentados a las cámaras de los Estados Unidos nos dan otra luz. El general
Scott, mal informado evidentemente, creyó que en el Molino del Rey, donde se
había establecido una fundición de cañones, existía considerable material de
guerra. La orden número 95 del mismo general Scott prevenía expresamente que se
asaltasen los edificios del Molino del Rey y Casa Mata, se destruyera todo el
material de guerra que se encontrara, y concluida esta operación, regresaran
las tropas a sus cuarteles de Tacubaya. Parece que este plan desagradó al
general Worth; pero tuvo al fin que obedecer.
Sentados estos ligeros
antecedentes, el lector nos acompañará, por decirlo así, en los días 7 y 8 de
septiembre de 1847.
Una vez rotas las
negociaciones, el enemigo eligió para el combate un terreno que calificamos los
mexicanos de favorable, y donde todavía el patriotismo y el entusiasmo nos
hicieron presentir un triunfo.
La ciudad presentaba un
aspecto imponente, y se notaba la agitación febril que precede a los grandes
acontecimientos. La campana de la Catedral resonaba Como un lúgubre y
prolongado gemido: la policía multiplicaba sus providencias, y se notaba el
marcado contraste entre aquellos que, patriotas diligentes y activos,
cooperaban a que México se defendiera con la heroicidad de Numancia y Zaragoza,
y los egoístas o espantadizos, que se preparaban a huir, desanimando a todos
con los más funestos y sombríos presagios.
En cuanto al general
Santa Ana, altamente indignado de las humillaciones a que los americanos habían
tratado de sujetar a la nación, había celebrado pocos días antes en el Palacio
una junta de jefes, en la cual se decidió que la defensa no se limitase al
interior de la ciudad, sino que las tropas saldrían afuera a buscar al enemigo.
Combinada, pues, la
resolución del general americano de destruir la fundición, con el acuerdo del
presidente de la República, debía dar por resultado una batalla, y precisamente
una batalla en las lomas de Tacubaya.
Pasemos un momento al
terreno.
Al occidente del cerro de
Chapultepec hay un edificio conocido con el nombre del Molino del Rey, dividido
en dos secciones por un acueducto. Una sección del edificio es el molino de
harinas conocido de pocos años a esta parte con el nombre de El Salvador, y la
otra el antiguo molino de pólvora, en la época de que vamos hablando, destinado
a la fundición de cañones. Fuera de estos edificios se halla un área
enteramente descubierta. Limitan el conjunto de estas construcciones, que
aunque arruinadas, son de tezontle y cantera, al norte una calzada llamada de
Anzures, que quiebra para la conocida con el nombre de la Verónica, y al sur
las paredes de los mismo edificios, que miran a los campos y lomas de Tacubaya.
El vasto edificio que
hemos descrito tiene el frente medio hundido en una quiebra del terreno, que
vulgarmente se conoce con el nombre de las Lomas del Rey, y es más bien una
extensa mesa con muy pocas desigualdades, circundada de colinas poco elevadas,
que en último término dejan ver una parte de la pintoresca cordillera que rodea
el valle de México.
Al noroeste de los
molinos hay otro edificio aislado, que se destinaba a depositar la pólvora, y
se llama Casa Mata. Es de tezontle y cal, de forma cuadrada, y rodeado de un
pequeño foso y de algunas obras de tonificación defectuosa, que aunque se
aumentó en esos días, presentó muy débil resistencia.
Estos edificios se
hallaban protegidos por los fuegos del castillo de Chapultepec, que estaba
coronado de cañones.
Veamos cómo se estableció
la batalla sobre este terreno.
Se formó una línea
oblicua, apoyándose la izquierda en los edificios de los molinos: la derecha en
la Casa Mata, y el centro en una pequeña zanja seca, que ponía a cubierto a la
tropa de una parte de los fuegos que pudiera hacer el enemigo.
Las fuerzas que cubrieron
esta línea de batalla, según la orden del 6 al 7 del general Santa Ama, y de.
cuya exactitud estamos perfectamente seguros por los diversos informes que
hemos adquirido eran las siguientes:
En los molinos, izquierda
de la línea: Brigada del general León, compuesta de los batallones de Guardia
Nacional Libertad, Unión, Querétaro y Mina. Esta tropa fue reforzada en la
mañana del 7 por la brigada del general Rangel.
En la Casa Mata, derecha
de la línea: El 4to. ligero y el 11vo. de línea, que formaban parte de la
brigada del general graduado don Francisco Pérez.
En el terreno intermedio
entre los molinos y la Casa Mata, Centro de la línea: La brigada del general
Ramírez, compuesta de los batallones 2do. ligero. Fijo de México, y 1ro y 2do.
de línea, con seis piezas de artillería.
La reserva, compuesta de
los batallones 1ro. y 3er. ligeros, en el bosque de Chapultepec.
La fuerza que había de
decidir por nosotros la batalla era la caballería, compuesta de cuatro mil
hombres.
Se situó esta fuerza, al
mando del general Alvarez. en la hacienda de los Morales, a menos de una legua
de distancia de Chapultepec. En la tarde del mismo día 7, el general Santa Anna
ordenó que la caballería se situase a tiro de fusil de la Casa Mata, con las
instrucciones necesarias para que obrara con decisión rompiendo el flanco
izquierdo del enemigo. El terreno, si no era absolutamente plano, sí al menos
bastante a propósito para ejecutar un rompimiento con éxito.
El mismo general Santa
Anna colocó en persona estas fuerzas con la tranquilidad y confianza de quien
espera un triunfo con una fe ciega Respecto del general Juan Álvarez, fue
minucioso en sus instrucciones, pues hasta le marcó el terreno por donde debía
desfilar. Como un hecho sentamos que en lo general estas disposiciones fueron,
no sólo aplaudidas sino calificadas de buenas y acertadas. Debe añadirse a esto
la armonía que reinaba entre la tropa de línea y la Guardia Nacional, y el
entusiasmo de todos los defensores de la capital que se manifestó de una manera
notable cuando se divisó una columna enemiga en el camino que conduce de
Tacubaya a las lomas. Era tanto el orden y la confianza que reinaban en nuestra
línea, que el comandante del 3er. ligero de infantería señaló frente de sus
soldados la distancia de un tiro de fusil, ordenando, que hasta que el enemigo
no llegara a ese punto, no se rompiera fuego.
En la tarde, el
campamento era un paseo. El general Santa Anna, rodeado de sus ayudantes,
recorrió todos los puntos de la batalla, recibiendo aplausos.
Hasta aquí no puede
notarse una sola medida que no hubiese sido acertada: en lo de adelante, el
lector, sólo por la simple y verídica narración de los hechos, conocerá los
errores que se cometieron.
Al anochecer del día 7
esta línea de batalla tan admirablemente formada, se desbarató en parte. El
general Santa Anna ordenó que varios cuerpos de la derecha, centro e izquierda,
pernoctasen en diversos puntos.
En la Casa Mata
permanecieron dos cuerpos, el 4to. y el 11vo. De la brigada del general Rangel,
una parte se situó en la casa de Alfaro (calzada de México a Chapultepeo) y
otra entró en la capital. El 3er. ligero durmió en Chapultepec.
Las seis piezas de
artillería del centro de la línea que se colocaron en un magueyal frente a la
casa del molino, quedaron durante la noche absolutamente sin custodia, a pesar
de las activas diligencias e instancias del general Carrera, que estaba
persuadido de la entidad y consecuencias de tamaña falta o de tan inconcebible
descuido.
Ya se conoce
perfectamente, que la línea de batalla en la noche no era igual a la que
existía por la tarde.
Nos ocuparemos ahora del
ejército americano. El genereal Scott había establecido su cuartel general en
Tacubaya, y allí fue donde de dio la orden número 95, que hemos mencionado al
principio por la cual prevenía que se atacasen las posiciones del Molino y la
Casa Mata; esto lo rectificamos, porque aun hemos oído decir a muchos, que esta
batalla no fue originada sino por un reconocimiento que el enemigo intento
hacer de Chapultepec.
La brigada al mando del
general Worth, a quien fue encomendada esta función de guerra, fue reforzada
por tres compañías de dragones, fuertes de doscientos setenta hombres; por dos
piezas de artillería ligeras; por dos de sitio de a veinticuatro, y por la
brigada del general Cadwallader, compuesta de setecientos ochenta hombres. La
tuerza total con que los enemigos emprendieron el ataque, fue de tres mil
quinientos infantes, ocho piezas de artillería y trescientos caballos.
Así, mientras los
americanos habían aumentado sus fuerzas para formar su línea de batalla, la
nuestra se había debilitado considerablemente.
El día 7 se limitaron los
americanos a un reconocimiento que practicó el capitán de ingenieros Mason, con
veinte dragones.
El día 8, a las tres de
la mañana, colocaron sus fuerzas y artillería en el orden siguiente:
Dos piezas de a
veinticuatro, al mando del capitán Huger, en un punto elevado del terreno,
batiendo nuestro flanco izquierdo a una distancia de quinientas varas de los
molinos. Esta batería dominaba completamente la posición, y arrasaba el área de
que hemos hablado, situada fuera de los edificios.
Dos piezas de campaña
fueron colocadas en otra pequeña altura, que dominaba el camino real de Tacubaya
a Chapultepec, y al mismo tiempo ofendía a los molinos.
La batería de seis
piezas, al mando del coronel Duncan, se colocó sobre la llanura al frente de la
Casa Mata y en disposición de ofender, ya a los molinos, ya a la Casa Mata, ya
a nuestra caballería, que los amagaba por el flanco. A poca distancia de esta
línea estaba la reserva, dispuesta a acudir donde la necesidad lo exigiera.
Examinando el terreno,
colocadas las dos fuerzas beligerantes en sus respectivas posiciones, la
batalla debía comenzar.
Así sucedió en efecto. Al
rayar la aurora del día 8, la batería enemiga de a veinticuatro rompió el fuego
sobre el molino, y la artillería de Chapultepec contestó.
Los enemigos dispusieron
una columna de asalto, compuesta de cosa de mil hombres, y protegida por la
batería de a veinticuatro, avanzó a paso de carga. A esta columna la seguía a
poca distancia el batallón de infantería ligera, al mando del coronel Smith, y
ambas fuerzas, con decisión y firmeza, marchaban hacia el frente de los
molinos.
La tropa perteneciente a
la brigada del general León, estaba distribuida en las azoteas y en el
acueducto. Luego que los americanos estuvieron a buena distancia se les rompió
por nuestras fuerzas un vivo fuego de fusilería.
Mas como hemos asentado,
mucha parte de las tropas que cubrían nuestra línea no se hallaban en ella, y
la artillería no tenía fuerza que la sostuviera: la columna de asalto llegó
hasta el punto donde estaba la batería que hemos dicho, y era un magueyal
situado frente de los molinos. Se apoderó de tres de nuestras piezas,
prorrumpió en hurras por su fácil victoria, y se retiraba en tropel con sus
trofeos, sin duda para embestir de nuevo, pues como hemos dicho, tenían la
orden de tomar a viva fuerza las posiciones.
Las baterías del castillo
de Chapultepec seguían jugando con acierto sobre la primera línea de batalla de
los enemigos, que ya hemos descrito.
El 3er regimiento ligero,
mandado por el coronel don Miguel Echagaráy, que según recordará el lector, se
situó en la noche en Chapultepec, sin que nosotros hayamos alcanzado las
razones por que se dictó semejante orden, apareció en los molinos en el momento
en que los enemigos se acababan de apoderar de nuestras piezas.
Echagaray, valiente,
patriota, deseoso de distinguirse, arenga a sus soldados, los anima, les da
ejemplo, y la columna victoriosa con más de ochocientos hombres, se encuentra
acometida repentinamente por quinientos de esa buena infantería mexicana que
cuando ha sido conducida al combate por oficiales de pundonor y conciencia
militar, ha merecido grandes elogios de los mismos enemigos.
La columna americana,
turbada un momento con este ataque, se retira precipitadamente. El 3ro ligero
la persigue haciéndole un vivo fuego. Los enemigos abandonan las piezas:
nuestros soldados entusiasmados dejan la artillería reconquistada en medio de
las lomas, y continúan haciendo un estrago horroroso en los asaltantes, y
llegan precisamente hasta el tiro de fusil de la línea de batalla enemiga.
Pero esta tropa, que tan
brillante comportamiento había tenido, se encuentra sin apoyo. El ala derecha
batida por la artillería de Duncan y amagada por una formidable columna, no
puede prestar ningún auxilio; la fuerza de reserva no aparece en el campo de
batalla, y la numerosa caballería, fría espectadora del conflicto, intenta,
pero no verifica, movimiento alguno sobre el enemigo.
El general don Simón
Ramírez, que mandaba el centro de la línea, y que debía haber auxiliado con sus
fuerzas, ya a la izquierda, ya a la derecha, supuesto que no era atacado,
aparece un momento en los molinos, pero abandona el campo de batalla, y no se
le vuelve a ver más en esta importante función de armas, que podía muy bien
haber decidido en favor de la República. Don Carlos Brito, otro jefe cuya
posición y mando en la batalla eran importantes, va a resultar en la villa de
Guadalupe, sin que sepamos el motivo. Echagaray, que conservaba bastante sangre
fría para calcular los acontecimientos, se ve comprometido a una gran distancia
de nuestras posiciones: rodeado de numerosas fuerzas enemigas, cesa de
perseguir a la columna, y se retira recogiendo las piezas de artillería, y la
tropa multitud de despojos; circunstancia que unida a este momentáneo triunfo,
embriagó materialmente de júbilo a estos buenos soldados, que limpiaban sus
armas con orgullo; y entre la nube de humo que se levantaba lentamente de estos
risueños campos, se elevaban también los gritos de entusiasmo y de regocijo,
repetidos por las tropas que guarnecían la Casa Mata.
No olvidemos añadir que
al retirarse el 3ro. ligero perdió alguna gente por la mala puntería de los
soldados que guarnecían el acueducto. El lector, a quien queremos poner al
alcance aun de los sucesos más minuciosos, notará que esta función de armas se
puede decir que fue positivamente casual, y no intervino el mando y las órdenes
de un general en jefe, ni la combinación que deben naturalmente tener unos
puntos con otros en un campo de batalla.
Este primer suceso varió
las disposiciones de los americanos, y su línea de batalla tomó una segunda
posición.
Reforzados nuevamente,
organizaron sus fuerzas de la manera siguiente:
Una columna, aumentada
con la reserva de la brigada del general Cadwallader, se dirigió de nuevo sobre
los molinos. Otra, sobre el frente de la Casa Mata. Y la tercera, tomando una
línea diagonal al norte para atacar un ángulo de la misma Casa Mata.
La batería de cuatro
piezas de Duncan fue avanzada, colocándose en la prolongación de la capital del
ángulo, es decir, también en dirección diagonal de la Casa Mata, y en
disposición de hacer fuego a la caballería.
Las compañías de dragones
fueron enviadas contra nuestra caballería, y dos piezas ligeras avanzaron para
batir el acueducto.
Entretanto, nuestras
fuerzas habían ocupado de nuevo sus posiciones; pero ni estaba por esto más
reforzada que antes nuestra línea, ni la reserva se hallaba lista para auxiliar
el punto más atacado, y la caballería, vacilante, no se decidía a cooperar al buen
éxito de la segunda lucha, como tampoco lo había hecho en el acontecimiento
anterior de que nos hemos ocupado.
Las baterías de ambas
partes no habían dejado de jugar; pero el ruido de la fusilería cesó un
momento, y al disiparse el humo, dejaba ver las columnas enemigas que con
decisión, avanzaban de nuevo sobre los molinos y la Casa Mata, en el orden que
hemos descrito.
La batalla comenzó por
segunda vez, y a pesar de lo desventajosa que era ya nuestra línea, no se notó
en toda la infantería, ya de Guardia Nacional, ya de línea, sino el entusiasmo
más ardiente, el deseo más vivo de combatir.
La columna que asaltaba
los molinos, como en la vez primera, fue recibida por un horrible fuego de
fusilería.
Las tropas estaban
colocadas en el acueducto y en las azoteas; además, en el área permanecían
algunas fuerzas del tercero ligero, con una pieza de artillería; y detrás de
una pequeña zanja, en cuya orilla todavía existen plantados algunos magueyes,
colocó el coronel Echagaray unos tiradores que ofendían considerablemente al
enemigo.
Los americanos volvieron
en esta vez, si no a retirarse, al menos a vacilar en su tentativa.
La segunda columna, al
mando del coronel Mac Intosh, protegida, como hemos asentado, por la batería de
Duncan, avanzó resueltamente a la Casa Mata.
Las tropas mexicanas que
la guarnecían no pueden contener su entusiasmo; saltan de los parapetos, forman
su línea, avanzan sobre el enemigo valientemente, comenzándole a hacer fuego
cuando estaba a distancia de veinticinco varas. El jefe y los principales
oficiales americanos que conducían esta columna de asalto, caen heridos o
muertos: los soldados quedan momentáneamente sin jefe y agobiados- con las
descargas de fusilería, huyen precipitadamente, y sólo van a reunirse al punto
donde estaba situada la batería del coronel Duncan.
La tercera columna,
inclinada hacia una barranca que dividía el terreno de la acción del que
ocupaban nuestros cuatro mil hombres de caballería, aparecía inmóvil, pero
impotente.
Los americanos rechazados
de la Casa Mata vuelven de nuevo a organizarse: la columna que había estado
inmóvil se mueve, y considerables fuerzas cargan de nuevo sobre la Casa Mata.
La batalla se hace
general. El estruendo de la artillería y fusilería se asemeja a la explosión de
un volcán, y el humo envuelve a los combatientes.
Durante estos momentos, y
nos vemos precisados a decirlo porque a ello nos obliga la verdad histórica, se
había enviado al general Alvarez, con la orden terminante de que ejecutara
violentamente la carga, al capitán Schafino, al licenciado don Juan José Baz, y
al coronel Ramiro. El general Alvarez se excusaba, diciendo que algunos de los
jefes no querían obedecer.
Otros de esos jefes
disputaban en aquellos momentos que no era a propósito el terreno, y que no
había por donde pasar. Sea de esto lo que fuere, el caso es que la caballería,
lejos de pasar por el lugar que había demarcado el general Santa Anna, cambió
de dirección, intentando buscar el Raso por otro punto casi inaccesible. Una de
las piezas de a 24 del capitán Huger contuvo el segundo intento de la
caballería, como las dos piezas de la batería de Duncan habían contenido el
primero. Es menester añadir que el mayor Sumner, a la cabeza de doscientos
setenta dragones, paso precisamente al encuentro de nuestra caballería por el
lugar que el general Santa Anna había indicado como punto accesible, y que ésta
no destruyó como debía, a la débil fuerza que le ofrecía una batalla.
El coronel de Mina, don
Lucas Balderas, había sido herido en un pie al principio de la acción; pero entusiasta
y pundonoroso como Echagaray, no quiso retirarse, y apareció a la cabeza de su
batallón en el momento en que los americanos, hacían un tercero y formidable
esfuerzo para vencer la posición de los molinos. Atento Balderas a sus
soldados, se adelantó quizá temerariamente y cayo atravesado por una bala. La
guerra nos arrebató a uno de los mejores ciudadanos, uno de los militares más
valientes, uno de los hombres más honrados; pero murió rodeado de todo el
prestigio del valor y de la gloria.
El general León, mudo,
sereno, indiferente, se paseaba en medio de una lluvia de balas, y sin
retroceder un paso de su puesto, recibió una grave herida de que sucumbió,
terminando su carrera como Balderas, de una manera gloriosa, y dejando una
memoria groja a los mexicanos.
Echagaray, el valiente
coronel que hemos visto rechazar el primer ataque, y rescatar nuestras piezas
de artillería, y el oficial de ingenieros Colombres, hacían en los molinos
esfuerzos dignos de que los hubiera coronado la victoria. Se hallaban también
allí, animando a los soldados y prestando útiles servicios, el general don
Matías Peña y el coronel Cano.
El valiente capitán
Méndez, del 3ro ligero, ayudado del teniente Martínez, continuaban en el área
haciendo un fuego terrible con la pieza de artillería, hasta que sucumbió el
primero, y una parte de su fuerza fue arrebatada por la batería que hemos dicho
habían acercado al acueducto.
Los soldados de Mina,
valerosos, entusiastas hasta un grado infinito, y guiados por sus jefes Alemán,
Díaz y otros, hacían esfuerzos desesperados con muy buen éxito.
En medio de esta lucha
encarnizada, los enemigos llegaron a la puerta del Molino. Desalojados todos
los tiradores que estaban en el acueducto, una parte de las fuerzas enemigas
pasaron del otro lado de la cerca y al abrigo de las milpas penetraron por
detrás de los edificios, teniendo que romper una puerta y sostener aún otra
lucha contra algunos soldados que la defendieron.
El elogio mayor que se
puede hacer de esta función de guerra, es referirse a los documentos de los
enemigos en que asientan, que de catorce oficiales que conducían la columna de
asalto, quedaron fuera de combate once.
En cuanto al centro,
aunque calculado de más débil por los americanos, no fue objeto de sus mas
fuertes ataques.
El coronel Echagaray en
el último extremo reunió la fuerza que había quedado en pie y emprendió su
retirada.
Los soldados de Mina se
retiraron igualmente por las milpas hacia el bosque sin dejar de hacer fuego,
la demás fuerza que defendía las azoteas, rodeada por frente y retaguardia,
cayó prisionera.
El coronel Tenorio
cumplió hasta el último extremo con los deberes de un militar de honor, y
herido gravemente, fue hecho también prisionero. Suazo, oficial de Mina, casi
moribundo salvó la bandera de su batallón, enredándosela en la cintura y
presentándola después a los que habían escapado del desastre, cubierta con la
sangre de sus heridas.
La posición de los
molinos cayó finalmente en poder del enemigo, nuestra línea rota, no sin que
esta parte del campo hubiese quedado cubierta de los cadáveres de los soldados
americanos y perecido la flor de su oficialidad. Una vez esta parte de la
batalla forzada, establecieron una batería frente de las casas de los molinos,
y en unión de nuestras piezas, que habían caído en su poder, dirigieron sus
juegos a la Casa Mata, cuyos defensores habían sabido sostener admirablemente
el punto.
Las columnas enemigas
rodearon esta segunda posición, atacándola con todo esfuerzo. Con el mismo
fueron recibidos por nuestras tropas que guarnecían las azoteas y parapetos; de
manera que fue una lucha, se puede decir, cuerpo a cuerpo. Y en este
particular, como mayor elogio, debemos referirnos también a los documentos
oficiales de los mismos enemigos que asientan que línea a línea tuvieron que conquistar
el terreno. En estos momentos murió valientemente el recomendable coronel don
Gregorio Gelaty.
Sin que ocurriera la
reserva, sin que la caballería, a pesar del clamor general de todos los lejanos
espectadores, ejecutara su carga, dispersas las tropas del centro, y forzada
absolutamente el ala izquierda de la línea, y atacada por el frente y flancos
por la artillería, la Casa Mata cayó en poder del enemigo, y el general Pérez,
que la defendió con honor, efectuó igualmente su retirada por las milpas situadas
detrás del edificio, logrando llegar a la calzada de la Verónica.
Nuestros lectores habrán
extrañado el que no mencionemos en todo este conflicto al general Santa Anna.
Es porque después de haber formado el día 7 su magnifica línea y de haberla casi
destruido en la noche del mismo 7, se retiró a dormir a Palacio, y al amanecer
marchó a la garita de la Candelaria, punto que creyó debería ser atacado. La
acción, pues, del Molino del Rey careció de general en jefe, y se redujo a los
esfuerzos aislados de los que tuvieron bastante honor y patriotismo para
cumplir con su deber; que se vieron abandonados de los jefes de que hemos
hablado, de la numerosa caballería sin esperanza de ser auxiliados, ni de
obtener una victoria.
En la garita de la
Candelaria se observó el fuego de cañón, que como hemos dicho, comenzó al rayar
el día. El general Santa Anna se dirigió al lugar del combate, a la cabeza del
primer regimiento ligero; pero no llegó sino hasta cosa de las nueve y media de
la mañana, hora en que la derrota estaba consumada y era imposible reparar los
desastres. En la calzada de Anzures encontró el general Santa Anna al coronel
Echagaray, que se retiraba, conduciendo con mil esfuerzos dos piezas de la
batería tan tenazmente disputada.
Se intentó resistir al
enemigo que continuaba su avance; pero siendo ya imposible, se abandonaron las
piezas, y las tropas se retiraron a Chapultepec. Las baterías del cerro habían
continuado haciendo fuego con mucho acierto sobre las posiciones que habían
ocupado los enemigos. Una bomba cayó en la Casa Mata, y voló el repuesto de
pólvora que había en ella, pereciendo el teniente americano de ingenieros
Amstrong.
Algunas fracciones de las
Columnas de asalto enemigas intentaron penetrar en el bosque; pero fueron
contenidas por los batallones de San Blas y Querétaro, y este último, todavía
lleno de entusiasmo, obró oportunamente con muy buen éxito, pues el enemigo
desistió de su intento.
Los americanos recogieron
sus heridos y oficiales muertos, y se retiraron a su cuartel general de
Tacubaya. Según sus partes oficiales, perdieron cerca de ochocientos hombres.
Supuesto que los enemigos
forzaron nuestras posiciones y ocuparon nuestro campo, en el lenguaje militar
no puede dársele a esta función de armas más nombre que el de derrota; pero
nosotros juzgamos que es una de las derrotas que nos honran; una de las más
señaladas y sangrientas batallas de toda esta guerra, y en la cual los soldados
mexicanos dieron un evidente testimonio de su valor y entusiasmo.
Los americanos asientan
que esa acción la mandó el general Santa Anna en persona, y que combatieron
catorce mil hombres por nuestra parte. Lo que hemos referido es la simple y
sencilla verdad de los hechos. El lector podrá deducir las consecuencias y
conocer evidentemente las causas que ocasionaron este nuevo y sensible
desastre.
Los Yankis en México
por Guillermo Prieto
(2 de 3 partes)
Asalto del castillo de
Chapultec
-combates en las garita-
Junta de guerra en la
ciudadela
En el capítulo anterior
dejamos a las tropas mexicanas que escaparon de la muerte en la acción del
Molino del Rey, colocadas ya bajo el abrigo de los fuegos de Chapultepec, y a
los enemigos posesionados del campo de batalla. Esta situación duró poco tiempo.
Los americanos recogieron a sus heridos y enterraron a sus muertos,
permaneciendo, entre tanto duraba esta operación, acampadas una parte de sus
fuerzas en las lomas inmediatas, en una actitud amenazadora. Al fin volvieron a
entrar en sus cuarteles de Tacubaya.
En concepto de muchos de
los jefes enemigos, la acción del Molino del Rey fue una de las más costosas e
inútiles para el plan y objeto de los invasores, pues perdieron, como se ha
visto, cerca de ochocientos hombres y sus mejores oficiales, sin haber
encontrado esa cantidad inmensa de materiales de guerra, que ellos creían
encerrados en los edificios, y que también suponían ser un recurso inagotable
para la defensa de la capital. Los generales Scott y Worth, después de la
batalla tuvieron una agria desavenencia, que más tarde ocasionó que el primero
privara del mando a Worth, y éste lo acusara al gobierno de los Estados Unidos.
Mas cualquiera que fuese
el éxito de tal suceso con relación al enemigo, no cabe la menor duda que para
nosotros fue una gran desgracia. La muerte del coronel Balderas y las balas del
combate destruyeron casi totalmente a uno de los mejores y más valientes
cuerpos de La Guardia Nacional: una de las piezas de grueso calibre de
Chapultepec se reventó. La batería de campaña se perdió, en unión de alguna
cantidad de parque; las posiciones, una vez destruidas, no podían servir para
una segunda defensa, y la moral, dígase lo que se quiera, padeció mucho1 pues
casi toda l§ población se convenció de que esa formidable masa de cuatro mil
caballos de poco o nada serviría, si no era dirigida por jefes expertos y que
supieran aprovechar la buena disposición y entusiasmo de los soldados.
Todas estas
circunstancias, cuando hay abundancia de dinero, repuestos de artillería y
municiones, jefes experimentados y valientes a quienes emplear, casi son
insignificantes; pero cuando todo es limitado y además el enemigo está encima,
no puede menos sino que influir poderosamente en el resultado de las
subsecuentes operaciones. Con todo, creemos que en este punto, y conociendo
nosotros mejor la posición en que nos hallábamos, los americanos creían bien,
es decir, que el apoderarse de unas cuantas piezas de artillería y de unas
posiciones que no podían sostenerse, no valía la pena de perder ochocientos hombres,
teniendo forzosa necesidad en seguida de retirarse a sus cuarteles.
Esta indicación la
hacemos por que pasado algún tiempo podrá servir para que científicamente se
escriba la crítica de las operaciones de esta guerra; crítica que no dejará de
colocar al general Scott en el rango de un muy mediano capitán, y de analizar
los pomposos partes de los jefes enemigos, que refieren con mucha seriedad que
mil soldados americanos han vencido en la mayor parte de las batallas a seis o
siete mil mexicanos. En este punto nosotros hemos querido conservar una severa
imparcialidad, mortificando en la mayor parte de las ocasiones nuestro amor
propio nacional.
Luego que, como hemos
expresado, los enemigos se retiraron de nuevo a sus cuarteles de Tacubaya, se
hizo por nuestras fuerzas un reconocimiento del campo, y se volvieron a ocupar
momentáneamente las posiciones, sin intención alguna de volverlas a fortificar
y defender.
El lector, que se ha
enterado de los hechos que hemos procurado poner delante de sus ojos de la mejor
manera posible, se asombrará al saber que el general Santa Anna publicó una
proclama, asentando que se había obtenido un triunfo completo sobre los
enemigos, y que él en persona había conducido al combate a las tropas de la
República. Estas proclamas, acompañadas de comunicaciones análogas del
ministerio, se enviaron por extraordinarios violentos en todas direcciones; de
modo que las autoridades de toda la nación creyeron, y acaso creerán muchos
hasta hoy, que se obtuvo una victoria en el Molino del Rey. La verdad histórica
nos pone en el preciso deber de destruir estas ilusiones, si es que todavía
existen. Para solemnizar la victoria que el gobierno decía haberse alcanzado
sobre los enemigos en el Molino, se repicaron las campanas de todas las
iglesias, y se tocaron dianas en los cuarteles.
No podemos decir hasta
qué punto sea conveniente y provechoso para conservar la moral de las
poblaciones y de la tropa, el ocultar los desastres de la guerra o hacerlos
pasar como triunfos. En aquellas circunstancias todo el mundo guardó silencio
en lo público; pero todo el mundo también, hablando en el sentido figurado, a
pesar del pleno conocimiento que había del honroso, y puede decirse, brillante
comportamiento de la infantería, presintió los desastres que seguirían muy
brevemente, y calculó, que una vez perdido Chapultepec, la ciudad sería presa
de los triunfantes enemigos.
En cuanto al general
Santa Anna, aunque procuraba forjarse ilusiones, juzgamos que pesaba en
ocasiones lo difícil de la situación, y preveía que tendría que sostener nuevos
combates con un enemigo afortunado y tenaz en sus determinaciones.
En efecto, al punto a que
habían llegado las cosas, el general Scott no debía, ni podía hacer otra cosa
más que duplicar sus esfuerzos. No tenía más que dos extremos: o un triunfo
completo o una retirada a Puebla. Esto último habría sido peor que una derrota.
La caballería, las guerrillas, la infantería disponible en México, que era
todavía respetable, se habrían lanzado a su persecución, y en pocos días su papel
de sitiador y de ofensor lo habría cambiado por el de un general sitiado,
obligado a mantenerse a la defensiva. Las cosas, como pronto veremos, se
dispusieron sin duda por un designio de la Providencia, en contra de la causa
de México.
En los días que transcurrieron
desde la batalla del Molino del Rey, hasta el 11, nada ocurrió de notable, y
los enemigos no hicieron demostración alguna sobre Chapultepec, tanto que llegó
a creerse por nuestros militares que se había cambiado por el general Scott la
base de operaciones, y que los ataques serían dirigidos a otras garitas,
indudablemente más débiles.
El general Santa Anna en
esos días continuó residiendo en Palacio. Se levantaba a las cuatro de la
mañana, montaba a caballo y recorría las garitas y puntos fortificados,
ocupándose de multitud de pormenores que lo distraían tal vez de formar un plan
general y bien combinado para obtener un triunfo.
Después del suceso del
Molino del Rey, se hizo más sensible la necesidad del gran número de tropas y
suficiente artillería para defender una ciudad tan extensa como México.
Nuestras fuerzas diseminadas en las garitas y fortificaciones, y sin dotación
necesaria de artillería, estaban reducidas a fracciones poco numerosas,
obligadas a resistir los fuegos de diez, doce y quince piezas de artillería, y
los ataques de gruesas columnas de infantería enemiga, que podía ser reforzada
por las tropas de reserva.
En suma, los enemigos
estaban en posición de ser más fuertes en el punto que eligieran, y de
superarnos en número, mientras nosotros, para oponer igual o mayor número de
fuerzas en un ataque, era necesario dejar abandonados otros puntos, que podían
ser sorprendidos fácilmente El general Santa Anna tenía tan pleno conocimiento
de esto que en una ocasión que escuchó un tiro en Palacio, montó
precipitadamente en el caballo de un dragón, y sin esperar a sus ayudantes
partió a la garita de San Antonio.
Daremos una idea de la
situación que tenían los enemigos alrededor de la ciudad antes del ataque de
Chapultepec, y de la posición que dentro de ella guardaban nuestras tropas.
El cuartel general estaba
situado en Tacubaya. El general Scott residía en el palacio del arzobispo. La
brigada del general Worth estaba acuartelada en las casas del pueblo.
Las divisiones de los
generales Pillow y Quitman se hallaban acantonadas en Coyoacán.
El depósito general de
carros, municiones y artillería se hallaba en Mixcoac.
La retaguardia y reserva,
compuesta de las brigadas de los generales Smith y Twiggs, se hallaban en San
Angel.
Del 9 al 11 hicieron los
movimientos siguientes: Las divisiones reunidas de Pillow y Quitman se movieron
silenciosamente en la noche del 11 a Tacubaya.
Delante de las garitas
orientales de la ciudad, es decir, San Antonio, la Candelaria y el Niño
Perdido, quedaron fuertes destacamentos de infantería y caballería y una
batería de doce piezas de cañon; una mitad de ellas ligera y otra de artillería
de batir.
El coronel Harney,
comandante de la caballería, con una parte de ella se hizo cargo del depósito y
prisioneros que estaban en Mixcoac.
Otra fracción de la
caballería cuidaba el flanco y retaguardia americana.
En la noche del 11
establecieron cuatro baterías para batir el castillo: la primera, compuesta de
dos piezas de a 16 y un obús de ocho pulgadas, fue colocada en la Hacienda de
la Condesa para batir el lado sur del castillo, y defender la calzada que va de
Chapultepec a Tacubaya.
La segunda, compuesta de
una pieza de a 24 y un obús de ocho pulgadas, fue situada en el punto más
dominante de las lomas del Rey, y frente al ángulo sudeste del castillo.
La tercera, compuesta de
un cañón de a 16 y un obús de ocho pulgadas, fue situada cosa de trescientas
varas al noreste de los edificios del Molino.
La cuarta, que sólo era
un mortero de diez pulgadas, se colocó dentro de uno de los molinos,
perfectamente abrigado y oculto con una alta pared del acueducto. Finalmente,
se preparaban a batir el castillo cuatro piezas de grueso calibre, cuatro
obuses y un mortero.
El día 12 a las tres de
la tarde, la brigada del general Pillow se movió de Tacubaya a las lomas del
Rey y ocupó los edificios de los molinos.
Con muy leves
diferencias, estas eran las posiciones generales del enemigo. Sus fuerzas de
todas armas llegarían a ocho mil hombres con numerosa y bien servida artillería,
aumentada considerablemente con las piezas perdidas por nosotros en las
anteriores batallas.
Demos una ojeada ahora a
la ciudad que iba a ser asaltada.
Por el bando publicado el
29 de julio, se prevenía que en el momento que se tocara alarma, cada uno de
los regidores se dirigiera a su cuartel respectivo para que ordenadamente
atendiera a cualquiera de los casos que podían ofrecerse. Los regidores, pues
ocuparon sus posiciones, y don Manuel Reyes Veramendi, alcalde primero, quedó
en las Casas Consistoriales, recibiendo todas las órdenes del general en jefe.
Las fortificaciones de las garitas amagadas se reforzaron cuando fue dable,
trabajándose incesantemente en ellas, para lo cual se presentaron multitud de
paisanos, acudiendo otros a ser espectadores de los trabajos y de las
operaciones militares. La justicia nos obliga a decir que la mayor parte de los
capitulares obraron con mucha actividad y patriotismo, y que el señor Reyes
Veramendi fue incansable en cumplir los delicados deberes de que estaba encargado
como alcalde primero.
Por lo demás, el aspecto
de la ciudad, y salvo el paso y movimiento frecuente que hacían las tropas por
las calles, era verdaderamente triste y aterrador: La emigración de multitud de
familias desde el principio de las hostilidades del enemigo en el Valle de
México, había quitado a la capital ese movimiento y vida que se observa en
épocas comunes; circunstancia que se aumentaba con el encierro a que estaban
reducidas otras personas, o demasiado egoísta, o por demás pusilánimes.
Difícil nos sería dar
cuenta exacta de los diversos y multiplicados movimientos que ejecutaron las
tropas de unos puntos a otros por orden del general Santa Anna. Sin embargo,
procuraremos dar al lector una idea aproximada del estado que guardaban nuestros
puntos de defensa, una vez que igual cosa hemos hecho respecto del enemigo.
Hablaremos en primer
lugar de Chapultepec, la llave de México, como entonces se decía vulgarmente, y
cuyos recuerdos y tradiciones la hacían doblemente importante para el enemigo,
además de los proyectos militares que había concebido.
En el exterior había las
siguientes obras de fortificación: Un hornabeque en el camino que va a
Tacubaya. Un parapeto en la puerta de la entrada. En la cerca que rodea el
bosque al lado del sur se construyó una flecha y se abrió un foso de ocho varas
de ancho y tres de profundidad. Este foso debería haber rodeado todo el bosque;
pero no hubo tiempo para concluir la obra.
En lo interior había las
siguientes fortificaciones, incompletas muchas de ellas. En el perímetro del
jardín botánico, una banqueta apoyada en la pared que servía de parapeto. Cosa
de doscientas cincuenta varas de un andamio que debería rodear la cerca del
bosque, y proporcionar que a cubierto pudiesen hacer fuego los soldados.
Una flecha al sur
enfilando la entrada, otra flecha al oeste, y la última en la glorieta al pie
del cerro. Además, por el punto donde se suponía debería pasar el enemigo se
hicieron seis fogatas, de las cuales sólo tres se cargaron.
En la primera escala
plana, hacia el sur, se construyó un parapeto, y otro en la glorieta entre las
dos rampas.
Subiendo el edificio, se
encontraba guarnecido con blindajes en la parte llamada de los dormitorios, y
rodeado de sacos a tierra el perímetro del mismo edificio.
La artillería que
defendía estas fortificaciones era: dos piezas de a 24, una de a 8, tres de
campaña de a 4, y un obús de a 68, en total siete piezas.
El jefe del castillo era
el general don Nicolás Bravo, y su segundo el general don Mariano Monterde.
El jefe de la sección de
ingenieros, que había trabajado con un tesón infatigable, era don Juan Cano; el
comandante de artillería, don Manuel Gamboa. Fueron también enviados a la
fortaleza después los generales Noriega, Dosamantes y Pérez.
La tropa que había el 12
era cosa de doscientos hombres al pie del cerro, distribuidos en grupos, y
arriba los alumnos del Colegio Militar y algunas fuerzas más, que en todo no
llegarían a ochocientos hombres.
Aunque en lo que hemos
asentado pueda haber alguna pequeña diferencia, en conjunto se notará por el
simple relato de los hechos que si Chapultepec no era un punto insignificante,
tampoco debía juzgarse como inexpugnable, y mucho menos teniendo que resistir a
las formidables baterías enemigas, que hemos indicado.
En nuestro juicio, se
cometió un grave error en no fijar la atención en las fortificaciones del
bosque y del pie del cerro, y decidirse a ese género de defensa, pues el
edificio no era capaz de resistir un bombardeo de dos o tres días.
Las garitas estaban
defendidas por buenas obras de fortificación. En la de San Antonio había seis
piezas de artillería de grueso calibre, y cuatro menores en la fortificación de
la calzada. Mandaba el punto el general don Mariano Martínez.
La garita del Niño
Perdido estaba enlazada con la de San Antonio, había en sus fortificaciones dos
piezas de campaña, y estaba custodiada por los cuerpos de la Guardia Nacional.
La línea de la garita de
San Cosme a Santo Tomás estaba encargada al general don Joaquín Rangel, quien
la cubrió con su brigada y dos piezas de artillería de a doce y de a ocho. En
la mañana del 13 se reforzó con un obús de a veinticuatro.
En la garita de Belén
había una pieza de a ocho, y por la otra parte de los arcos dos del calibre de
seis y ocho. El general Terrés estaba encargado de ese punto, y era su segundo
el coronel don Guadalupe Perdigón Garay.
En las garitas de San
Lázaro, Guadalupe y Vallejo se habían dejado solamente unos pequeños
destacamentos de infantería sin artillería alguna.
La caballería permanecía
en el rumbo de Tacubaya y hacienda de los Morales, y era frecuente que entrara
el todo o parte de ella en la ciudad.
Existía además una pieza
de artillería en la fuente de la Victoria en el paseo de Bucareli, y otra en la
calzada que va del mismo paseo a la arquería y al convento de San Fernando.
El general Santa Anna
distribuyó las fuerzas disponibles en los puntos que se creía serían atacados,
variando a cada momento la situación de los cuerpos y quedándose siempre con
una fuerza de reserva para enviarla o acudir en persona con ella al punto
donde, fuese necesario.
Esta era, pues, en
resumen. La situación que guardaban los dos ejércitos. Vamos a ocuparnos de los
acontecimientos de guerra que siguieron.
El día 11 el general
Santa Anna pasó revista a una parte de la infantería en un lugar situado entre
las calzadas de la Candelaria y San Antonio, en conmemoración del triunfo
obtenido sobre los españoles en Tampico, y el general Tomel repartió una
proclama análoga y propia para entusiasmar a los defensores de México.
Los honores militares que
se tributaron a Santa Anna, los vivas y las músicas dieron a este acto una
solemnidad marcial. Concluido él, las tropas se retiraron a sus cuarteles.
Creyendo el general Santa
Anna de pronto que los enemigos trataban de atacar la garita del Niño Perdido,
salió en persona a la cabeza de un trozo de caballería y una guerrilla de
veinticinco infantes mandada por el coronel Martínez, y practicó un
reconocimiento hasta un punto muy cercano a la ermita donde estaban situadas
las baterías enemigas, que arrojaron inmediatamente algunas balas y granadas.
El general Santa Anna se retiró y por aquel día no paso ya cosa digna de llamar
la atención.
El día 12 al amanecer, la
batería enemiga situada en la ermita rompió sus fuegos sobre la garita del Niño
Perdido sin más objeto, según hemos podido deducir de los documentos publicados
por los jefes americanos, que llamar la atención y poder acabar de situar
perfectamente la artillería que debía batir a Chapultepec, en los lugares que
ya hemos indicado.
En efecto, a los pocos
momentos comenzaron estas baterías a hacer fuego sobre Chapultepec. Al
principio no causaron ningún estrago; pero rectificadas las punterías, las
paredes del edificio comenzaron a ser clareadas por las balas en todas
direcciones, experimentándose también grandes estragos en los techos, causados
por las bombas que arrojaba el mortero que, según hemos referido, estaba oculto
en un patio de los edificios del Molino. La artillería de Chapultepec contestó
el fuego con mucha precisión y acierto: los ingenieros trabajaban
incansablemente en reparar los estragos de los proyectiles enemigos y la tropa,
sentada detrás de los parapetos, sufría esta lluvia de balas. Los inteligentes
en el arte militar juzgan que la tropa pudo haberse colocado al pie del cerro
para evitar inútiles desgracias, dejando sólo en el edificio a los artilleros e
ingenieros necesarios. Esto no se hizo, y los cascos de las bombas y balas
huecas mataron e hirieron a muchos soldados, que no tuvieron ni aun el gusto de
disparar sus fusiles.
El general Santa Anna se
hallaba en una calzada entre las garitas de San Antonio y Candelaria cuando
comenzó el bombardeo de Chapultepec, sin que tampoco cesara la actividad de las
baterías de la ermita. Después de haber recibido y hablado con un ayudante del
general Bravo, marchó por la Viga tomó las cercanías de la Ciudadela y alli se
puso a la cabeza de la reserva, compuesta de las brigadas Lombardini y Rangel,
que tendrían las dos cosa de cinco mil hombres.
El general Santa Anna
ordenó que en el puente llamado de Chapultepec se colocara al batallón de
Matamoros, de Morelia, y a la izquierda el de San Blas. El resto de la reserva
quedó en la arquería. Excepto una escaramuza sostenida por unas compañías del
batallón de San Blas con motivo de impedir que el enemigo construyera una
batería en el rancho avanzado de la Condesa, y algunos tiros de cañón cambiados
entre el hornabeque y la batería enemiga, las tropas estuvieron durante la
mañana en completa inacción, sufriendo los estragos que causaban en ellas las
balas del enemigo, manifestándose serenas para recibir la muerte y prontas para
entrar en el combate.
El lector, por la simple
narración de los hechos, pensará como nosotros, que para los grandes conflictos
y para los grandes acontecimientos de la vida, se necesita una cabeza creadora,
organizadora, directora. Todas nuestras operaciones en esta guerra se han
resentido de esta falta, que a veces ha refluido exclusivamente en contra de
los infelices soldados y de los buenos y honrados oficiales.
Las baterías enemigas
continuaron el fuego con el mayor vigor, y éste era tan intenso, que a las doce
del día, entrando el general Santa Anna a Chapultepec y hasta el pie de la
calzada para observar mejor los efectos del fuego previno que no lo acompañase
ninguno de sus ayudantes, y sólo lo siguieron don Antonio Haro y el coronel
Carrasco, el cual subió a dejar al general Bravo el parque de fusil que estaba
detenido porque los enemigos impedían con el fuego la comunicación por la
calzada. Cuando este oficial se presentó, el general Bravo estaba almorzando
con la mayor serenidad, y las balas y bombas hacían crujir a su alrededor las
paredes y blindajes.
El licenciado Lazo
Estrada y otros oficiales que acompañaban al general Bravo daban también a la
tropa el más bello ejemplo de valor, despreciando el peligro a que estaban
expuestos, distinguiéndose especialmente el general Saldaña, quien permaneció
sereno en medio de una lluvia de piedras que una bomba había arrojado sobre su
cabeza. En la tarde, el mismo general Santa Anna entro al bosque con un
batallón, a reforzar la obra que miraba al este del lado de la alberca, y donde
el enemigo dirigía sus fuegos para desalojar a la tropa que la guarnecía. Luego
que su presencia fue notada, el fuego se redobló, y una bomba despedazó al
comandante de batallón Méndez (valiente oficial que había servido en el
ejército del norte) y mató o hirió treinta soldados. El general Santa Anna
mandó retirar la tropa, y se retiró él mismo con su estado mayor a la puerta,
donde mandó construir una obra que defendiera el lado del jardín y el pie de la
rampa, y a las nueve, después de concluida, se retiró con sus reservas al
Palacio.
El bombardeo había sido
horrible. Comenzó poco después de las cinco de la mañana, y no cesó hasta las
siete de la noche. En esas catorce horas las baterías enemigas, perfectamente
servidas, habían mantenido un proyectil en el aire y aprovechado la mayor
parte, de sus tiros. Fácil es calcular el estrago
que había causado el bombardeo en un edificio, que aunque hemos llamado
castillo, repetimos no fue construido sino para que sirviera de casa de recreo
a los virreyes. En las piezas del mirador destinadas al hospital de sangre, se
hallaban confundidos los cadáveres, corruptos los heridos exhalando dolorosos
quejidos y los jovencitos del colegio; y ¡cosa singular! se carecía de los
facultativos y botiquines necesarios. El general Bravo había resistido con
valor y serenidad aquella tormenta de fuego; pero conociendo que pronto debía
ser asaltado, pidió refuerzo al general Santa Anna, quien contestó por medio de
los generales Rangel y Peña que no pensaba enviar más tropa al cerro hasta que
se acercara la hora del asalto.
En el resto de la noche
el general Monterde trabajó con infatigable tesón en reparar los daños causados
por las bombas, reponer los blindajes y reforzar las fortificaciones; pero el
tiempo era muy angustiado y perentorio. Sin embargo, las esperanzas no estaban
perdidas y un incidente, al cual se le dio en la capital grande importancia,
vino a reanimarlas. Este incidente fue la proximidad de una fuerza del estado
de México, a cuya cabeza se había puesto el gobernador don Francisco Modesto
Olaguibel.
Desde que los americanos
bajaron al valle de México, las autoridades del estado de este nombre
redoblaron sus esfuerzos, bien para defender sus poblaciones, bien para enviar
algunos auxilios a la capital en caso necesario. El patriota vicegobernador,
don Diego Pérez Fernández el mismo que después pretendió solo, con una pistola
en mano, detener en San Agustín de las Cuevas una partida de caballería
enemiga, marchó a Acapulco, de donde condujo a esta capital alguna artillería;
servicio que podrá valuar el que conozca los caminos del sur. En el punto
llamado Río Hondo, camino de esta capital a Toluca, se levantaron buenas
fortificaciones y se fundieron algunas piezas de artillería. Conocida, pues,
por el gobernador Olaguibel la decisión de los americanos de atacar la capital,
reunió las tropas que le fue posible, se puso a la cabeza de ellas y el día 11
llegó a Santa Fe con cerca de setecientos hombres. Fácil es conocer que una
fuerza tan pequeña no podía emprender con éxito ninguna clase de operación
sobre la retaguardia del enemigo, y que su aparición no iba a disminuir en nada
la catástrofe comenzada por el bombardeo.
El general Pillow puso en
observación de los movimientos de esta fuerza a una gruesa partida de la
caballería del coronel Harney, sin que esta caballería se atreviera a emprender
un ataque, ni se acercara demasiado.
La sección, pues1 del
estado de México, que se presentaba en cumplimiento de sus deberes, ejecutó a
la vista del enemigo diversos movimientos por orden del general Santa Anna. En
uno de ellos esperaba con las mejores probabilidades, si no causar una derrota
en la retaguardia del enemigo, al menos distraerlo del ataque que, según sus
preparativos, iban a dar a Chapultepec.
El general Alvarez
ofreció al gobernador Olaguibel dos brigadas de caballería, para que reunidas a
su tropa pudiesen emprender un movimiento sobre los americanos. Esta oferta fue
aceptada, y el general don Angel Guzmán se prestó espontáneamente a conducir
este auxilio. Olaguibel esperó y aún reclamó por medio de sus ayudantes, el
refuerzo, que nunca se le llegó a mandar, y marchó al fin por orden del mismo
general Alvarez, a situarse en la hacienda de los Morales, teniendo necesidad
de parar bajo los tiros de la batería enemiga. Esa misma tarde del 12 la
caballería entró en la capital.
El día 13, al amanecer,
las baterías enemigas volvieron a romper el fuego sobre Chapultepec, mucho más
vivo que el del día antecedente.
El general Santa Anna,
que en la noche anterior había hecho entrar a México a toda la reserva, dejando
solo cosa de ochocientos hombres en Chapultepec, y de los cuales, escalando las
cercas desertaron muchos, se presentó cosa de las seis de la mañana en la
calzada de Belén, con la brigada de Lombardini y el batallón de Hidalgo, de la
Guardia Nacional. El general Bravo en cuanto observó el movimiento de las tropas
enemigas, mandó avisar al general Santa Anna que iba a ser inmediatamente
atacado, pidiéndole parque y refuerzos; - disponiendo también que el teniente
Alemán estuviese listo para prender las fogatas. Desgraciadamente el general
Santa Anna, que en todos los acontecimientos de esta guerra no ha comprendido
ni el punto vulnerable del enemigo, ni el suyo, ni la ocasión en que ha debido
darse un ataque decisivo, juzgó que Chapultepec no seria asaltado, y por tanto
no lo reforzó, contentándose con defender el desemboque de las calzadas de
Anzures y la Condesa.
Los Yankis en México
por Guillermo Prieto
(3 de 3 partes)
El enemigo, que había
formado tres fuertes columnas a las órdenes de los generales Pillow, Quitman y
Worth, ocupó el bosque con sus rifleros que, saliendo del Molino, arrollaron a
los pocos tiradores nuestros que lo defendían hasta el pie. La columna del general
Worth volteó la posición, y figurando un ataque por la calzada de Anzures,
llamó la atención del general Santa Anna. Una nube de tiradores, avanzando
rápidamente sobre el puente de la calzada de la Condesa, se abrigó en los
troncos de los magueyes que habían sido talados y en las desigualdades y chozas
inmediatas. Este ataque también se juzgó verdadero por el general en jefe, que
alternativamente atendía a los tres puntos dichos, y tenía la mayor parte de
sus tropas en inacción, formadas en toda la calzada. Los enemigos, viendo que
su plan surtía efecto y que se resistían con vigor sus falsos ataques,
dirigieron el grueso de sus columnas, que entraron por el Molino, al asalto del
cerro, las que flanqueadas y precedidas de sus tiradores, comenzaron a subir,
la una por la rampa y la otra por la parte accesible del noroeste, entre tanto
que por el norte y oeste una nube de tiradores trepaba, y aprovechándose de las
peñas, arbustos, ángulos muertos y mala aplicación al terreno de nuestras
fortificaciones, apagaba con sus tiros certeros los de nuestros defensores, o
los distraía de atender a las columnas de asalto, que no encontraron más
resistencia formal que la que les opuso en la rampa y al pie del cerro el
valiente y denodado teniente coronel don Santiago Xicoténcal con su batallón de
San Blas; pero flanqueado, envuelto y muerto este jefe y la mayor parte de sus
oficiales y soldados, los enemigos avanzaron por el segundo tramo de la calzada
con bandera desplegada, cayendo esta algunas veces por la muerte del que la
llevaba y retrocediendo algunos pasos las columnas; pero tomando otro la
bandera, y continuando el avance hasta el terraplén donde nuestros pocos
defensores, aturdidos por el bombardeo, fatigados, desvelados y hambrientos,
fueron arrojados a la bayoneta sobre las rocas o hechos prisioneros, subiendo
una compañía del regimiento de Nueva York a lo alto del edificio, desde donde
algunos alumnos hacían fuego y eran los últimos defensores del pabellón
mexicano, que muy pronto fue reemplazado por el americano.
Las fogatas no llegaron a
prenderse por el teniente Alemán, porque cuando llegó al lugar donde estaban
las mechas, lo encontró invadido por los enemigos, circunstancia que mencionan
en sus partes oficiales y que nosotros asentamos en obsequio de este joven que
sin duda ha sido acusado injustamente.
Los enemigos, que habían
hecho los ataques falsos contra las calzadas, permanecieron quietos, sin
molestar sino con algunos tiros la retirada que se hacía por los dos lados de
los arcos, con dirección a Belén, en el mejor orden posible, y que vinieron a
turbar un tanto las balas de una pieza de a 12, situada en el cerro al lado del
mirador. El enemigo se ocupó un momento en reconocerse, y solo destacó en
observación algunos tiradores.
El general Pérez murió al
principio del ataque de Chapultepec; el teniente coronel Cano, cumpliendo con
su deber, fue traspasado por una bala de rifle, y expiró a las nueve de la
noche de ese día. La pérdida de este joven es muy sensible para las ciencias y
para la patria. El general Dosamantes, que peleó con mucho denuedo, fue herido
y el general Bravo hecho prisionero por el teniente Charles Brower, no habiendo
desmentido en toda la acción el carácter histórico con que es ventajosamente
conocido en la República y fuera de ella; no siendo, por consecuencia, cierto,
que se le encontrara hundido en un foso hasta el pescuezo, como asentó en su
parte oficial el general Santa Anna. También fueron hechos prisioneros algunos
otros jefes, oficiales y alumnos que cumplieron hasta el último momento con sus
deberes y cuyos nombres tendríamos mucho gusto en mencionar, si pudiéramos
exactamente recordarlos a todos. En la defensa de la calzada de la Condesa y
hornabeque se distinguió especialmente la compañía de cazadores de San Blas y
el batallón Matamoros de Morelia, resultando heridos el capitán Traconis y
mayor de brigada don José Barreiro.
El enemigo en toda esta
refriega tuvo pérdidas muy considerables, aunque mucho menores que las que
sufrió en el Molino del Rey. Uno de los oficiales que conducía la columna de
asalto fue muerto, así como otros varios ingenieros. El general Pillow fue
herido gravemente en una pierna.
El general Rangel, con
algunos piquetes, marchó por la Verónica, donde se reunió con el general don
Matías Peña, el que después de haber hecho valerosos esfuerzos en la calzada de
Chapultepec, conducía al batallón de Granaderos, sosteniendo su retirada y
haciendo fuego a la vanguardia de Worth, que con algunas piezas de artillería
se adelantaba en esta misma dirección. De esta manera llegaron a la
fortificación de Santo Tomás, donde hizo alto la tropa, ocupando el parapeto, y
defendiéndose con tal denuedo, que rechazó la columna del general Worth, que
había determinado tomar posesión de esta obra de fortificación, Tanto en el hornabeque
como en este lance, el general Rangel se manejó con mucho valor y serenidad.
Si bien hubo, así en el
ataque de Chapultepec como en la retirada, acciones dignas de crítica y aun de
castigo, es imposible negar que pasaron también escenas aisladas muy honrosas,
y que además de ser prueba de mucha sangre fría y valor, manifiestan que en
algunos corazones mexicanos el patriotismo era puro como en los primeros días
de la independencia.
Desde el principio de
este capítulo nos propusimos solamente hacer una sencilla narración de los
sucesos, ordenándolos y combinándolos en el mejor método posible; pero si le
añadiéramos la descripción del cuadro que presentaba ese venerable y antiguo
bosque de Chapultepec, cubierto de una nube densa de humo que reposaba momentáneamente
en las copas de los sabinos, estremeciéndose con el estruendo de la artillería
y fusilería, como si una lluvia de rayos lo estuviera destruyendo; cubierto su
delicado césped de cadáveres y moribundos; sangrienta el agua de sus fuentes y
desgajados por las bombas y la metralla los robustos troncos de sus árboles; si
nuestra pluma, repetimos, tuviese el poder de la de Tácito, estamos seguros que
el lector no podría concluir este capítulo, sin que, lleno de horror, sintiera
erizarse los cabellos de su cabeza...
La catástrofe no ha
llegado a su término. Cesa en verdad un momento lo reñido del combate; pero no
es sino para volver a comenzar de nuevo al poco tiempo. Procuraremos también en
el mejor orden posible, exponer los sucesos que siguieron desde las diez de la
mañana del día 14, hora en que ya estaba tomado Chapultepec, hasta las cinco de
la tarde, en que las fuerzas americanas se posesionaron de las garitas.
Las personas que vivan o
que hayan visto la capital, comprenderán perfectamente la situación de los
enemigos; mas en obsequio de los lectores foráneos, haremos una corta
explicación. Chapultepec, por decirlo así, es el punto dominante entre dos
calzadas que forman un triángulo: la una se llama de Belén; es ancha y con
acequias de uno y otro lado; por en medio de ella está construida la arquería o
acueducto, que consiste en grandes arcos de mampostería, capaces de servir para
la defensa o ataque. Esta calzada tiene poco menos de una legua y concluye
hasta la garita de Belén. La calzada llamada La Verónica, es igualmente ancha;
de un lado tiene los potreros de la hacienda de la Teja, y del otro lado un
riachuelo que sirve de límite a las tierras de las haciendas de Anzures y los
Morales. El acueducto limita los potreros de la referida hacienda de la Teja; a
cosa de dos millas de Chapultepec está construido un cementerio que sirve para
enterrar a los protestantes; en este punto cierra la calzada y continúa el
acueducto por San Cosme, que es una calle con buenos y altos edificios de uno y
otro lado.
Hemos marcado bien que
los enemigos para atacar la fortaleza, formaron tres columnas. La del general
Pillow quedó de guarnición en el bosque. La del general Quitman, una vez
efectuada la retirada de nuestras tropas, comenzó a ocupar la calzada de Chapultepec,
distribuyendo en cada uno de sus arcos tres rifleros y un fusilero, y la del
general Worth distribuyó en la calzada de la Verónica su fuerza a poco más o
menos en el mismo orden.
Por nuestra parte, entre
Chapultepec y las garitas existían en la calzada de Belén, un reducto sin foso
en el Puente de los Insurgentes y en la de San Cosme, la fortificación de Santo
Tomás, de que se ha hablado, y las piezas situadas en la fuente del paseo y
calzada que va a San Fernando.
La columna del general
Quitman, protegida por los rifleros y artillería que había situada en los
potreros, continuó avanzando; pero se encontró en el puente de los Insurgentes
con una obstinada resistencia que hizo el batallón de Morelia, colocado allí
por orden del general Santa Anna.
Habiendo dado una rápida
idea de la situación que guardaban las fuerzas beligerantes, haremos algunas
ligeras indicaciones acerca del estado moral de nuestras tropas y de la
generalidad de los habitantes de México.
Para un reducido número
de personas inteligentes en el arte de la guerra, el castillo de Chapultepec
era una fortificación muy insignificante y mal defendida, según se aseguraba;
pero para la generalidad de las gentes, se consideraba como una fortaleza
inexpugnable; opinión que corroboraba la tenaz resistencia de infanzón en aquel
punto, en otra época, y la importancia que había tenido en nuestras revueltas
interiores. De ahí es, que al posesionarse los americanos del castillo, se
consideró como perdida la capital de México, y el pavor y el desconsuelo se
apoderó de los ánimos de sus habitantes; pero no obstante esta consideración,
el esfuerzo de nuestras tropas no decaía; permanecieron resueltas en sus
puestos, a la vez que los cuerpos nacionales estaban casi intactos y en este
punto debe lamentarse con dolor que un hombre inteligente no hubiera
aprovechado todos los elementos que aún quedaban en pie.
Además de las tropas y de
las Guardias Nacionales, había individuos del pueblo que se pudieron haber
aprovechado porque aún había entusiasmo; y personas particulares que estaban al
lado del general Santa Anna, y lo servían desde el principio de la defensa como
sus edecanes. Entre ellos, y sólo como una prueba mencionaremos al Sr. don
Ignacio Comonfort, que tanto se distinguió batiéndose en Churubusco; a don
Vicente García Torres, quien, sin embargo de su oposición a Santa Anna,
solamente trataba de servir a su país; y a don Antonio Haro y Tamariz, que no
obstante su posición independiente, su representación social, sus hábitos de
una vida pacífica y su separación de los negocios públicos, se le vio entrar
varias veces al combate a la cabeza de algunos cuerpos, buscando los peligros y
haciéndose acreedor por este y otros hechos que mencionaremos en su lugar, a
que le consignemos en nuestras páginas este justo tributo de honor.
El mismo señor Haro, en
compañía del coronel Carrasco, de quien después haremos la mención a que es
acreedor, colocó la referida fuerza de Morelia, y estuvo, sin hacer caso del
fuego activismo del enemigo, alentando a todos para la defensa del punto.
El general Quitman creyó
que una vez tomado Chapultepec, retirada una parte de la reserva y dispersa
otra, no encontraría resistencia, sino la muy débil que pudiera oponerle la
garita; pero no fue así, sino que contenido en su avance, y no pudiendo con el
solo esfuerzo de su infantería desalojar del reducto que hemos mencionado al
batallón de Morelia, tomó otras disposiciones. Mandó avanzar las piezas
situadas en el potrero; nuevas fuerzas vinieron a reforzar su columna y situó
frente al reducto un obús de a ocho, batiendo así por el flanco y por el frente
a nuestros soldados, los que, faltos de parque, pues aunque lo pidieron no se
les mandó, lo abandonaron, y las fuerzas americanas lo ocuparon sucesivamente,
lográndose, sin embargo, con esta nueva aunque corta defensa, que la reserva se
replegara a la Ciudadela.
Por la calzada de la
Verónica continuó su avance el general Worth; una partida de nuestra caballería
salió a contenerlo, y en el reducto de Santo Tomás se tocó carga y después
degüello; pero no tuvo feliz éxito, porque al poco rato se retiró aquella con
la pérdida de un muerto y algunos heridos, habiéndose distinguido el coronel
Ramiro.
Por la calzada de Belén
los enemigos avanzaron con infantería, y fueron rechazados por la artillería
situada debajo de los arcos, y la infantería en la aspillera de la casa y en
los flancos de la garita. Entonces el general Quitman se determinó a batir la
garita con las piezas gruesas que le habían llegado. El general Santa Anna se
persuadió que el fuego de artillería no pasaría un asalto, y por eso se dirigió
a San Cosme, encontrando que el general Rangel había abandonado Santo Tomás, y
se retiraba con dirección al centro de México sin defender la garita. El
general Santa Anna contuvo el desorden de la tropa, mandándola de nuevo a la
garita y las casas de uno y otro lado; y por esta operación, el enemigo, que
venía sin artillería y en pelotones, tuvo que retroceder en busca de sus
baterías.
Habiéndosele avisado en
este momento al general Santa Anna que la garita de Belén había sido abandonada
y la Ciudadela corría gran peligro, vino en el acto con las fuerzas que le
seguían y ocupó este edificio. En efecto, la fuerza que había quedado en la
garita se había replegado, y el general Torres se hallaba en una de las puertas
de la Ciudadela; allí lo encontró el general Santa Anna, quien exaltado hasta
un grado increíble, lo amenazó, profirió contra él expresiones durísimas y
llegó el caso de que le pegara con un chicote en la cara. Esta notable
ocurrencia ha ocasionado una polémica en la cual, según nuestro propósito, no
queremos mezclarnos, sentado sólo como un hecho incuestionable que la referida
garita fue abandonada antes de que los enemigos la invadieran.
Pasado este lance, el
general Santa Anna ordenó que el coronel Carrasco tomase la pieza que estaba en
la fuente de la Victoria y la acercase a la calzada para batir desde allí al
enemigo, que ya había ocupado la garita hecha escombros por sus propios fuegos.
Don Antonio Haro tuvo la feliz inspiración de que se sacara una pieza de la
Ciudadela y se colocara del otro lado de los arcos, hacia el colegio de Belén
de las Mochas, con objeto de desalojar a los rifleros que hacían fuego a la
Ciudadela parapetados en la arquería. La referida pieza fue servida por un teniente
de artillería. En este lugar debemos hablar del guardia nacional de Victoria
don Isidoro Béistegui, el que merece una particular mención por el valor y
entusiasmo con que hasta el ultimo extremo combatió.
El coronel Castro con
algunos soldados que pudo reunir, ocupo la azotea del colegio de Belén, e hizo
desde allí un vivo fuego sobre los enemigos que avanzaban sobre la arquería.
Esta operación concebida
en medio del conflicto, con el enemigo triunfante encima y cuando todo el mundo
había perdido ya todo género de esperanza, tuvo un éxito brillante. Carrasco,
con sólo dos artilleros y un puñado de paisanos, transportaba la pieza en todas
direcciones y aprovechaba perfectamente todos sus tiros, de manera que
realmente equivalía a una batería completa. El valiente oficial que mandaba la
pieza situada en las cercanías de Belén de las Mochas, por su parte también
hacia muy buenas punterías hasta que sucumbió, víctima de su arrojo y
patriotismo. El mejor elogio que puede hacerse de estos militares es referirnos
a lo que el general Quitman asienta en su parte oficial, donde pone las
siguientes palabras: "Cuando yo creía haber vencido a los enemigos y
arrojándolos de la garita, recibían mis tropas una lluvia de fierrro".
Volvamos un momento al
barrio de San Cosme, el cual juzgaba el general Santa Anna perfectamente
seguro. Nuestras tropas, que ocupaban las casas, recibieron una carga de las
fuerzas de los enemigos, que vinieron en mayor número, y con dos obuses
comenzaron a hacer fuego a las casas, ocupándolas todas simultáneamente y
conforme las dejaban nuestras tropas, que se retiraban en confusión al interior
de la ciudad. El general Santa Anna acudió de nuevo a este punto y observando
con disgusto la confusión que reinaba, dictó las órdenes mas enérgicas para
restablecer la moral perdida y que se continuara la defensa, mandando ocupar la
casa de la Pinillos, San Fernando y otros edificios cercanos, y que desde allí,
sin descanso, se continuara el fuego.
En estas circunstancias,
los enemigos penetraron por una calzada situada en un costado de la garita de
Belén, y aparecieron en la casa llamada del Molinito, amenazando con un nuevo e
inminente peligro a los defensores de la capital. El ayudante del general Santa
Anna, don Francisco Schiafino, acudió en solicitud de trescientos hombres para
repeler a las tropa enemigas que penetraban por detrás de las casas; pero en
vez de que ,el general Rangel consintiera a ésto, mandó a un clarín que tocara
retirada. Este toque, que sin duda no era sino para un solo cuerpo, se propagó
por toda la línea, e inmediatamente los soldados comenzaron a abandonar los
edificios y a desbandarse en todas direcciones sin que fueran bastantes para
contenerlos, los esfuerzos personales del general Santa Anna y algunos de sus
ayudantes. Las masas desorganizadas acabaron de dispersarse con algunos tiros
de la artillería del general Worth, que avanzaba con rapidez.
Todavía en la garita de
Belén se trató de hacer el último esfuerzo, tomándose una columna para que
fuera a tomarla, lo que no tuvo ningún resultado, porque el enemigo hizo uso de
su artillería. Finalmente, a las cinco de la tarde fueron ocupadas las dos
garitas por los generales Worth y Quitman. Los señores Othón y don Eligio
Romero contribuyeron a este último esfuerzo, exponiendo con dedicación su vida.
El caballo que montaba el segundo, recibió ocho balazos.
Todas las tropas
dispersas y situadas en otros puntos comenzaron a reunirse en la Ciudadela
donde, como debe suponerse, reinaba el desaliento y la confusión. Al batallón
Hidalgo se le mandó situar en Santa Isabel; el de Victoria rehusó abandonar las
garitas del Niño Perdido y San Antonio, ocupándose de batir a pequeñas partidas
de americanos que se presentaban por las calzadas y el coronel don Pedro Jorrín
a la cabeza de una parte de su batallón, se dirigió a una calzada cercana a la
garita de Belén, donde durante una parte del combate y poco tiempo después de
él, estuvo haciendo un activo fuego.
La sección del señor
Olaguibel, quién había entregado ya el mando del gobierno al vicegobernador,
entró a la capital esa misma tarde, y se situó también en la Ciudadela. El
señor Olaguibel pidió al general Santa Anna lo situara en el punto de San
Fernando para defenderlo, pero este general reservó el concederle esto, hasta
tanto no se tomara una determinación general sobre lo que debía hacerse en lo
sucesivo.
Tal determinación no
tardó mucho en tomarse, y como de ella dependió en gran parte el acierto y
resultado de la guerra, creemos necesario consignarla como un hecho de la mayor
importancia En uno de los pabellones de la Ciudadela se celebró una reunión, a
la que se quiso llamar junta de guerra. Concurrieron a ella el general Alcorta,
que era ministro de la guerra; el general Carrera, comandante de artillería;
los generales jefes de brigada don Manuel Lombardiní y don Francisco Pérez; el
Lic. Betancourt, don Domingo Romero, ayudante del general Santa Anna y don
Francisco Modesto de Olaguibel. El general Santa Anna, que presidía esta
reunión, manifestó, que supuestas las desgracias acontecidas en la tarde,
deseaba saber la opinión de los presentes sobre si debía o no continuarse la
defensa de la capital. El señor Carrera manifestó que la desmoralización era
suma y que habiéndose perdido bastante artillería y armas, no juzgaba que
produciría ningún resultado favorable la defensa que se continuara haciendo.
Excitado el señor Olaguibel a manifestar su opinión, dijo: que no siendo su
profesión la militar, cualquier idea que manifestara podría ser inexacta y que
por lo tanto, deseaba que los peritos en la materia indicaran su sentir con
franqueza. Entonces los generales Lombardiní, Alcorta y Pérez ampliaron sus
reflexiones sucesivamente, como había comenzado el general carrera, y opinando
todos que la ciudad se debía evacuar. El Lic. Betancourt habló, sin decidirse
ni por el abandono ni por la defensa de la ciudad. Entonces el señor Olaguibel
tomó por segunda vez la palabra y dijo que después de haber oído las opiniones
manifestadas por los señores militares, juzgaba con franqueza que el momento en
que una fuerza enemiga ocupaba las garitas de la ciudad no era el más oportuno
para decidir una cuestión de tan gran importancia, y que se pensara muy
seriamente en el terrible cargo que podría resultar al general Santa Anna por
el abandono de la ciudad; que por todo esto le parecía oportuno que en Palacio,
con asistencia de los ministros y con mayor número de generales, se ventilara
tan delicada cuestión y se tomara después la resolución que más conviniera a
los intereses de la patria y a la misma reputación del general Santa Anna.
Éste, que parece que había formado ya su resolución, no consideró atendibles
las reflexiones de Olaguibel y respondió estas terminantes palabras: "Yo
determino que se evacue esta misma noche la ciudad y nombró al señor Lombardini
general en jefe, y al general Pérez su segundo."
Lombardini opuso una corta
resistencia, pero admitió al fin, y se dispuso que la caballería saliese en el
acto y la infantería cosa de las dos de la mañana.
El número de infantería
reunida en la Ciudadela era a poco más o menos de cinco mil hombres, y la
caballería, casi intacta después de tanto combate, ascendía a cosa de cuatro
mil hombres.
Entre ocho y nueve de la
noche don Ignacio Trigueros fue a la Ciudadela y en su coche llevó al general
Santa Anna a la villa de Guadalupe.
El general Quitman no
pasó de la garita de Belén, y Worth avanzo algunas fuerzas al rumbo de San
Hipólito, disparando cosa de las doce de la noche algunas balas y bombas al
centro de la ciudad.
La Resistencia Popular
Los yanquis se fueron
metiendo galán galán, por toda la derecha de San Francisco y Plateros y por
allá por la Mariscala.
Venían con sus pasotes
muy largos y como que les cuadraba nuestra tierra, muy grandotes, reventando de
colorados y con sus mechas güeras, con sus caras como hechas todas de un solo
molde.
Muchos comiendo pan,
calabazas crudas, jitomates; son de lo más tosco y de lo más sucio que pudo
verse; van así desguangüilados y bausonotes con tanta plata.
Pues señor, que van
llegando a la plaza.
En la plaza, aunque
desparramada, había ya mucha plebe, hormigueaba dentro de los portales, se
tendía por el cementerio de Catedral, se hacía remolino por las esquinas.
Formaron los yanquis como
por el centro de la plaza, tres lados de un cuadro con las espaldas al portal
de las Flores y Diputación, portal de Mercaderes y frente a la Catedral.
En el interior de ese
cerco se veían seis banderas suyas grandes, y dos estandartes como los de
caballería.
Luego que estuvieron así
plantados, se destacó una partida como de unos veinte hombres y se fue metiendo
a Palacio; se nos figuró que iban como a degollar a alguno de nuestra familia.
En éstas, ya el gentío
hervía por todas partes, las azoteas estaban cuajadas de cabezas, lo propio que
las torres; la multitud se hacía olas que como que se columpiaban y hacían
hincapié contra el cerco.
De los veinte soldados,
unos aparecieron en el balcón principal de Palacio y salieron como a sacarnos
la lengua y a decirnos: éste por mí; se oyó como un gruñido en todo la plaza.
Otros soldados subieron
con su bandera y de un lado del cuadro de piedra del reloj la revolaban, como
si nos pegaran un puñal en el pecho, aquello era darnos con el trapo puerco en
la cara.
Scott estaba con su gury
gury en el balcón de Palacio, como quién predica en desierto.
Grupos de mujeres desde
abajo le gritaban, "¡cállate costalón...! ¡sí, brujo...! ¡Si, tío Juan
Rana... !"
En la esquina de la plaza
del Volador, y subido como en alto, estaba un hombre; pelón, de ojos muy
negros, de cabello lanudo y alborotado, de chaquetón azul, que hablaba muy al
alma; su voz como que tenía lágrimas, como que esponjaba el cuerpo: "las
mujeres nos dan el ejemplo, ¿qué ya no hay hombres?, ¿qué no nos hablan esas
piedras de las azoteas?..." La gente gruñía con rumor espantable: la voz
de aquel hombre caía en la piel como azote de ortiga... Aquel hombre era don Próspero
Pérez, orador de la plebe de mucho brío y muy despabilado, como pocos.
Cuando él estaba más
enfervorizado, y más en sus glorias los yanquis, de por detrás de Próspero sonó
un tiró de fusil y pasó silbando una bala; un grito de inmenso regocijo y explosiones
de odio, de burla y de desesperación, acogieron aquello...
Los yanquis se fueron
sobre el tiro, acuchillando a la gente, atropellando a las mujeres y a los
niños...
Entonces, como en terreno
quebrado, varios hilos de agua se juntan y forman río; como en campo que arde
aquí y allá, el aire junta las llamas y forman incendio, así la gente se
juntó... y descargó balazos y pedradas, corriendo a la espalda de Palacio.
Las Mujeres y los Pelados
Los yanquis seguían en
persecución de aquella masa hostil... algunos léperos derriban a varios
soldados... y la gente cae sobre ellos y los devora, dejando sus cadáveres
medio desnudos... los calzones de uno de esos yanquis enarbolados en un palo
sirven de bandera...
Las mujeres hacían gran
escándalo, llevaban agua, acarreaban heridos, victoreaban, alentaban, se asían
de los yanquis, desarmando, arañando, mordiendo a los que cogían dispersos...
Los pelados se habían
hecho muy fuerte en la esquina de Necatitlán; nadie pensaba en blandearse; pero
faltaba el parque... alguno gritó... agobiado por el baleo... ¡Casa Nueva! -Eso
no, dijo un hombrote desde una azotea en que estaba haciendo fuego... Eso no.
¡Jijo de una mala palabra el que se muera aquí! Muchachos, aquí está la honra
del barrio.
Decir lo que pasaba en
cada casa, fuera cuento de nunca acabar.
Aquí se lloraba, allá se
pretendía huir; en otras partes todo era guerra; las mujeres servían agua y
preparaban hilas, una rueda de muchachos hacía cartuchos. Muchas leperillas
pedían limosna de pan, de carne y la repartían.
Había casas con las
puertas de par en par con las sillas muy tiesas, las camas puestas, pero sin
dueño.
El pueblo había estado
como fiera y como llama, como mar y como aire fuerte, que vuela bramando.
Así sacó la cara el día
15, para ver lo que pasaba... tantos cartelones amanecieron en las esquinas
firmados por don Reyes Veramendi con sermones y patrañas; a todos esos
cartelones, les embarramos la cara de lodo y de algo peor en cuanto Dios echó
su luz...
En la segunda calle de
San Francisco, pusieron un gran cuartel los yanquis y con eso y ser decentes
los de por allí, quedó quieto ese rumbo.
Sin dirección,
desangrándose, desgarrado, corriendo como ciego entre abismos buscando a la
patria que se le iba dentro de sus brazos, así fue el pueblo y así le vencía el
abandono de sus defensores y de los poderosos; pero aquel ruido de guerra hacía
compañía al alma, en ese ruido había patria y esperanza.
Era uno el reverendo
padre, Héctor González, muy moreno, de negro copete, de mirada altiva; éste
llevaba en alto un estandarte con la Virgen de Guadalupe, madre de los
mexicanos y enemiga cerrada de la Virgen gachupina.
Este padre, como un gran
general, a todo entendía, se encontraba en lo más recio del baleo, acaudillaba
inmenso pueblo que como si fuera un niño lo obedecía.
Y qué palabras tan
tiernas tenía aquel padre, y qué cosas tan divinas sabía decir, era imposible a
su lado ser cobarde.
Tan pronto el estandarte
que el padre conducía, se veía por Loreto, como por los Angeles, como sobre las
azoteas, como en la torre Santa Anna.
El otro padre era el
padre Martínez; delgado, calvito, de nariz armada. Ese daba el estandarte, se
remangaba el hábito y marchaba delante de todos con un brío espantoso. A las
doce del día 15 todavía estaba el ruido de la guerra en todo su fervor; quien
se hubiera subido a esa hora en una torre de Catedral, habría podido ver fuego
y horrores por el Cacahuatal y los alrededores de la Palma.
Los meros hombres de los
diversos barrios allí se emparejaban; los tres frailes agitaban sus
estandartes, los moribundos disparando caídos sus armas gritaban: vengan a ver
cómo mueren los hombres. ¡Viva México!, gritaban y ¡ras!. . dale a los yanquis
hasta entregar el alma..
Avanzándose hasta cerca
de Santa Catarina, para salir al encuentro a grupos que venían de por Santo
Domingo, y la travesera de la Puerta Falsa, había salido el padre González; al
pasar le vi pálido, iba perdiendo sangre.
Vi rodeado de yanquis el
estandarte del padre: "aquí de unos hombres", gritó y rasgué a mi
caballo con mis espuelas, llegué a tiempo... Al atravesar el puente, con su
espada un yanqui, metió Esiquio todo su cuerpo y cayó clareado de parte a
parte... se revolcaba en sangre, y gritaba: ¡adentro, muchachos!, ¡adentro, que
ya ganamos!, ¡adentro! Así murió.
En esta trifulca sentí
que se me escurría de debajo de las piernas el caballo... Estaba yo a pie al
lado del padre a quien se le resbala la mano en el asta del estandarte, porque
la bañaba su propia sangre.
Fui conducido al hospital
de sangre: con todo que iba yo entregando el alma, y que pasaban por mí no se
cuántas cosas, tenía no se qué alegría mi corazón, porque moría por mi patria.
Cuando llega el 15 de
septiembre se cuelga cortinas y se ponen luminarias. A la plaza, muchachos, a
la plaza, vámonos al Grito y a recordar también... la fiesta del pueblo de
1847.
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