domingo, 2 de agosto de 2015

La Biblia en la cultura occidental

a Biblia en un selllo antiguo
Jorge Luis Borges, Fiodor Dostoievsky, Samuel Becket y Victor Hugo
“El lenguaje bíblico es como la sedimentación
de grandes literaturas”: Pitol.
Todas las artes han sido influidas por el gran libro.
Leopoldo Cervantes-Ortiz
Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los libros sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos con el ritmo de mi corazón. […] El poeta al volver a la Biblia, no hace más que regresar a su antigua palabra porque ¿qué es la Biblia más que una Gran Antología Poética hecha por el Viento y donde todo poeta legítimo se encuentra?
León Felipe, “¿Qué es la Biblia?”
Jorge Luis Borges escribió sobre la extraordinaria riqueza y diversidad de los documentos reunidos en la Biblia que hacen justicia al significado original de esa palabra:
¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso? Es decir, obras tan dispares como el Libro de Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, el Libro de los Reyes, los Evangelios y el Génesis: atribuirlos todos a un solo autor invisible. Los judíos tuvieron una magnífica idea. Es como si alguien pretendiera conjuntar en un solo tomo las obras de Emerson, Carlyle, Melville, Henry James, Chaucer y Shakespeare, y declarar que todo proviene del mismo autor.
Borges llevaba la Biblia “en la sangre” y prueba de ello son las alusiones y los prólogos a las traducciones de Job y del Cantar de los Cantares, de Fray Luis de León. En otro momento resumió: “La Biblia, más que un libro, es una literatura.” Asomarse a su influencia permite verificar la manera en que estos textos sagrados han contribuido a modelar el pensamiento, las creencias y las mentalidades. George Steiner ha delineado el impacto de ese texto sagrado en la civilización occidental:
En Occidente, pero también en otras partes del planeta donde el “Buen Libro” ha sido introducido, la Biblia determina, en buena medida, nuestra identidad histórica y social. Proporciona a la conciencia los instrumentos, a menudo implícitos, para la remembranza y la cita. Hasta la época moderna, estos instrumentos estaban tan profundamente grabados en nuestra mentalidad, incluso –tal vez especialmente– entre gentes no alfabetizadas o pre-alfabetizadas, que la referencia bíblica hacía las veces de autoreferencia, de pasaporte en el viaje hacia el ser interior de la persona.
Y constata: “Parece evidente que la Santa Biblia […] es el acto lingüístico más publicado y difundido sobre la faz de la tierra.” Una manera superficial de abordar tal influencia sería observar cómo los textos que la conforman, especialmente el Antiguo Testamento, son la base de nuevas historias, como sucede con José y sus hermanos (1933-1943) de Thomas Mann.
Salomé,1923, ilustración para una versión
de la Biblia en los años ’20

El crítico y religioso Northrop Frye afirmó que el conocimiento de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones literarias: “Para mí la Biblia es el corpus de palabras mediante el cual puedo ver el mundo como un cosmos, como un orden, y en el que puedo ver la naturaleza humana como algo redimible, como algo con derecho a sobrevivir. Para la cultura occidental es el libro total, que lo abarca todo.” Para él, la Biblia es el conjunto paradigmático de textos que contiene en sí todos los símbolos y por ello es, en palabras del poeta William Blake, el “gran código” de la humanidad.
Harold Bloom ha señalado que los autores bíblicos no tendrían mucho que envidiar a los grandes escritores de la literatura universal y que quien se acerca a ellos entra en contacto directo con un océano interminable: “Necesitamos una aprehensión estética de la Biblia, ya sea la hebrea, el Nuevo Testamento… Es gran literatura. […] Lo que caracteriza a Occidente es esa incómoda sensación de que su saber va por un lado y su vida espiritual por otro. No podemos dejar de pensar que somos griegos y, no obstante, nuestra moralidad y religión –exterior e interior– encuentran su origen último en la Biblia hebrea.”
El libro ubicuo
Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos culturales que la recorren de principio a fin y que han contribuido a moldear el gusto y la imaginación. Fray Luis, Cervantes y Quevedo experimentaron su influjo. En El rey Lear reaparecen los toques jobianos. Ya en la modernidad más cercana, Job dejó de ser el mártir sufrido y paciente del Medievo y se prestó más atención al tema de la teodicea que al personaje.
En el romanticismo, muchos autores afrontaron esa gran figura: Heine, Victor Hugo, Dostoievsky y Byron, entre muchos otros. Y en el siglo XX, Hesse, Canetti, Beckett, Brecht, Chesterton, Nelly Sachs, Martin Buber y Elie Wiesel, sin olvidar, en otros campos, a Jung, Joseph Roth y, más recientemente, René Girard y Antonio Negri. En las artes plásticas no se puede ignorar a Marc Chagall. María Zambrano también fue seducida por este libro y escribió líneas iluminadoras en El hombre y lo divino (1955) y La confesión: género literario (1995).
Desde México, el filósofo transterrado Ramón Xirau también ha abrevado en la experiencia de Job, y Octavio Paz se refirió a él en 1977 al recibir el Premio Jerusalén:
Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ése es el punto de vista divino pero el de Job es otro; aunque está “vestido de llagas” –como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera– persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece. “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo”. (X, 2). […] El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana.
A partir de la Reforma Protestante se abrió la caja de Pandora de la libre lectura y se impusieron nuevas prácticas de lectura. Así lo esbozó Carlos Monsiváis: “La única cultura ‘superior’ de las masas, precisa [Antonio] Alatorre, es la religión, y de allí la enorme influencia de esa producción de letrados en el desarrollo de nuestra lengua, de manera similar a la influencia de la versión de la Biblia de King James en los países anglosajones […] y a la enorme presencia de la versión de la Biblia hecha por Lutero en el desarrollo del idioma alemán.” En ese contexto, cita directamente a Alatorre: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el Imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es.”
Para el heterodoxo Monsiváis no existió discontinuidad entre la memorización y la proyección de todo lo bíblico en el resto de la cultura, incluyendo las obras piadosas. Como se aprecia en toda su obra, su lenguaje transformó los textos bíblicos en ejercicios incesantes de intertextualidad: “La Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e individual (Proverbios o Job), de intensidades y matices. En nuestra cultura es el clásico de clásicos, y eso beneficia a todos los que escriben.” Sergio Pitol definió así la impronta bíblica:
El lenguaje bíblico es como la sedimentación de grandes literaturas. Yo me explico la gran literatura norteamericana del siglo XIX, ese surgimiento del nivel del suelo a los niveles más altos, debido a que, para los protestantes, la Biblia era un libro de lectura diaria. […] Leo la traducción de Casiodoro de Reina […] Es un texto que la Inquisición consideró como heterodoxo [...] Es la tradicional que comencé a leer y sigo leyendo: es en donde el lenguaje me parece prodigioso.
José Emilio Pacheco adaptó el Cantar de los Cantares fiel a su horizonte y contenido. Félix de Azúa también se ha referido a la Biblia como “la madre de la literatura”: “Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del Renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental.” También lamentó que la versión citada no circulara en España lo suficiente y calificó así la obra mayor de Cervantes: “Una Biblia para un país sin Biblia.”
¿Cómo no referirse a la audaz comparación entre Homero y el Génesis que practica Erich Auerbach en Mímesis (1942)? Al cotejar el episodio de la cicatriz de Ulises en la Odisea y el intento de sacrificio de Isaac (Gn 32) se sumerge en ambas tradiciones y encuentra que la bíblica se sostiene con un valor propio. Podría establecerse una teoría de la lectura basada en postulados o metáforas bíblicos, como el que inició Ezequiel y continuó el vidente del Apocalipsis: “comer” o “devorar” el libro es la disposición que se espera de todo aquel que se acerca a las Sagradas Escrituras. La apropiación de la Biblia reproduce esta metáfora como un proceso cotidiano que funda y desarrolla una “cultura de la lectura” propia de comunidades creyentes o no creyentes. Así, como lo planteó Paul Ricoeur, “el sujeto aparece constituido a la vez como lector y como escritor de su propia vida” (Tiempo y narración. III, 1985). Al considerar una muestra de lectura piadosa clásica como El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan, derivada también de una interpretación alegórica de los textos bíblicos, se ha descrito el proceso mediante el cual el principio protestante del libre examen de las Escrituras tuvo como consecuencia literaria la transformación de los cristianos en lectores.
El Gran Código
Algunos postulados de la Reforma alcanzaron una nueva proyección, a la hora de replantearse el contacto de los creyentes con los textos sagrados a través de la mediación cultural del libro: “La afirmación del sacerdocio universal […] resulta, incluso, más sencilla de comprender si la interpretamos […] como un imperativo más asequible que ordenaría a todos los creyentes, cuyo deber era ser sacerdotes, que aprendieran a leer.”
Olivier Millet y Philippe de Robert practicaron en Cultura bíblica (2001) otro abordaje de la influencia cultural y artística de los textos sagrados partiendo de los énfasis literarios. Para ello, hacen desfilar una larga lista de nombres y obras. Afirman que este Gran Código “ha alimentado y sigue alimentando toda manifestación artística y, por ende, literaria, de la civilización occidental”. Su revisión de las épocas los conduce a observar: “La utilización de motivos bíblicos rara vez se llevó a cabo sin la incorporación de cierta carga de sentimiento religioso, al no abandonarse del todo el simbolismo.”
La iconografía derivada de las historias y relatos bíblicos ha producido muchas obras que se han instalado en el imaginario colectivo durante siglos. Así ha sucedido, por ejemplo, con las imágenes del Buen Pastor o de la Santa Cena, de Leonardo Da Vinci que, ligadas a aspectos litúrgicos, forman parte de la tradición eclesiástica. La escultura también ha sido un arte influido por la Biblia: el caso de Miguel Ángel es el más visible. Rembrandt y Chagall, sin duda, son dos de los mayores “traductores” del mensaje bíblico a la pintura. Parte de la obra de Chagall, dedicada a ciclos enteros de las Escrituras, es testimonio dinámico de su profunda lectura: La Biblia (1956), Dibujos para la Biblia (1960) y los grabados de los Salmos de David (1979). En la música, pueden mencionarse los grandes oratorios y cantatas de Bach, Händel, Palestrina, Haydn y Mendelssohn (su Elías, de 1846, es majestuoso). Los salmos musicalizados por Leonard Bernstein (1965) y otras obras de Sergio Cárdenas, desde México, son otros buenos ejemplos.
El texto griego de i Corintios 13 (Canción por la unificación de Europa), en manos del polaco Zbigniew Preisner, es sin duda una gran aportación a la banda sonora de Azul (1993), de su coterráneo Krzysztof Kieslowski. El cine también ha recogido un sinnúmero de referencias bíblicas: Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. DeMille, marcó toda una época. Sobre la pasión de Jesús la lista es enorme, pero los resultados son sumamente desiguales. Entre decenas de autores, destaca Pier Paolo Pasolini, gran intérprete del Evangelio de Mateo (1964).

William Blake, La ira de Eliú, 1805 de la serie de ilustraciones realizadas para El libro de Job. © Dominio público.
Fuente: www.wikiwand.com

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